1
Ilio besó a Maya en el cuello y se tumbó a su lado. La pequeña Raffaella se le subió a horcajadas sobre el pecho. Él la lanzó al aire y volvió a cogerla al vuelo. La niña se rio.
—El príncipe de Gales me ha ofrecido un montón de dinero por el barco.
—¿En serio? ¿Está aquí?
—Está en el fondeadero entre las dos islas. Dice que corresponde a su ideal estético de embarcación. ¡Y lo dice en italiano!
—¿El príncipe Carlos habla italiano? —preguntó Raffaella.
—Bueno, no deja de ser inglés. Pero tiene cierta debilidad por Italia y le gusta demostrarlo.
—¿Y está también Lady Di? —se informó Maya.
—Claro. ¿Y quieres saber una cosa?
—Dime.
—Está sobrevalorada.
—Si tú lo dices…
—Para mí es fácil decirlo. ¡Tengo a la mujer más guapa del mundo!
—¡Tonto! Pero tú…, ¿vendes?
—¡Ni hablar! ¿Y sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque, un día, Raffaella, tú y yo nos subiremos al Nostromo y nos iremos para siempre de este país de mierda…
—¡Ilio!
—¡Papá ha dicho una palabrota! ¡Papá ha dicho una palabrota!
—¡Perdóname, nena! Pero os juro que lo haré. ¿Y sabéis otra cosa? Ese día subiremos al barco y no bajaremos nunca más. Viviremos viajando de puerto en puerto. Nos alimentaremos de pescado y marisco, y beberemos agua salada filtrada por los potentes desalinizadores de a bordo… Ah, y además me haré un cañoncito, y así cuando me apetezca apunto hacia todos los que me caen gordos y… ¡pam! ¡Los dejo tiesos!
—¡Muy bien, papá! —gritó Raffaella. Después se liberó de su abrazo y se puso a correr hacia el mar.
Un marinero gesticulaba sobre el puente del Nostromo, intentando atraer la atención de Ilio. Éste le respondió con un saludo. El marinero hizo con la mano el inequívoco gesto del teléfono. Ilio se puso en marcha rebufando.
Maya fue a buscar a la pequeña.
Minúscula, con los bracitos abiertos, los puños apretados y el tierno rostro fruncido por el esfuerzo de una voluntad extrema, Raffaella, con los piececitos a una distancia de seguridad de las olas, parecía desafiar al mar: «Ven hasta aquí, mar, tómame, si puedes, y si no puedes, quiere decir que yo soy la más fuerte…».
Maya observaba a su niña con una mezcla de ternura y de pena. Ella, tan menuda, y aquel mar tan inmenso, tan peligroso, el inquieto Mediterráneo de piedras blancas y acantilados verticales… Sólo una niña, ¡pero cuánta fuerza en aquel gesto suyo de desafío!
A medida que la pequeña crecía, a Maya le parecía que se alejaba cada vez más de su mansa condescendencia, pero también del dinamismo impredecible, a veces excesivo, de Ilio. Era como si en la obstinada determinación de Raffaella se estuviera reavivando la chispa del Fundador. Como si, paradójicamente, se hubiera saltado una generación y el espíritu indomable del Fundador hubiera decidido reencarnarse en alguien más digno de acogerlo. Una niña que se convertiría en una mujer, quizá mejor que ella.
Antipaxos estaba atestada de yates. Sobre todo, italianos. Maya identificó el del príncipe de Gales. Ni punto de comparación con el Nostromo. En ocasiones se preguntaba qué sería de su vida si Ilio lo hubiera dejado todo para dedicarse a su única pasión verdadera: el mar. Quién sabía si lo que había dicho antes iba en serio. Quién sabía. El ojo mejoraba poco a poco, pero se veía obligada a llevar siempre unas gafas oscurísimas: el reflejo del sol de Grecia sobre las blancas piedras resultaba insufrible para su pobre retina maltrecha. A veces pensaba que no había sabido aprovechar la ocasión que le había planteado el accidente. Había vuelto a caer en la vida de siempre tras una brevísima tentativa de resistencia. Una vida dorada que cualquiera envidiaría.
Y las envidias no faltaban, desde luego. Pero era una vida estúpida. Una vida estéril. Aparte de Ilio y la pequeña, claro. Que, por otra parte, lo eran todo en su vida. Así que se cerraba el círculo. Un lamento vano. Porque nunca podría renunciar ni al bravucón de su marido ni a la princesita-regente. Entonces, ¿de qué se trataba? ¿De un incipit de neurosis de ama de casa bienestante? ¿O había algo más? ¿Algo relacionado con ella misma, algo poco claro que flotaba en el aire y que una especie de sexto sentido heredado del Fundador le permitía percibir, pero de forma vaga, superficial…, como superficial era su existencia? Una vez, el Fundador le había contado que un día de 1966 o de 1967 le había quedado claro, de repente, que muy pronto estallaría la revolución. Tal como lo contaba el Fundador, había sido una historia de miradas. Había ocurrido una mañana de enero. Frío y viento, en unas obras de construcción en Val Brembana. Durante una inspección, su mirada se cruzó con decenas de miradas resignadas o cabreadas de capataces, vigilantes, carpinteros y temporeros. Pero lo que le despertó aquella intuición fue la mirada de alguien que no tenía nada que ver con la obra. Un muchacho, apenas un adolescente. Llevaba a toda prisa un paquete con la comida a un obrero que estaba en lo alto de un endeble y precario andamio, bajo una densa capa de nubes que parecían presagiar un inminente aguacero. El obrero se había olvidado la comida en casa. El muchacho se había saltado un día de colegio para remediarlo. El capataz no tenía intención de permitir que el obrero bajara a buscar su mísero paquete. El muchacho insistía, empecinado. El Fundador mandó llamar al obrero. El obrero bajó, cogió el paquete sin siquiera despedir a su hijo y se excusó por el incidente. El Fundador le concedió un día de permiso.
—Vete a comer con tu hijo. No te descontaré el día de paga. ¡Y que aproveche!
El obrero le dio las gracias. Fue entonces cuando el muchacho le miró. En aquellos ojos pequeños y oscuros, en los que esperaba encontrar agradecimiento, leyó en cambio odio. Un odio antiguo y mortal. El Fundador comprendió que era imprescindible aplacar aquel odio.
El Fundador no había sido un buen hombre. A veces se había comportado de modo equitativo; otras veces como un verdadero bastardo. El Fundador era, por encima de todas las cosas, un hombre inteligente. Había comprendido que iba a suceder algo, y no quería que le pillara desprevenido. Cuando expuso el proyecto, en el consejo de administración le miraron como a un loco. Aquellos cabezas cuadradas emitieron sentencia: no se hace nada. Los cabezas cuadradas pontificaron: costes insostenibles con la situación actual del mercado. El Fundador no se detuvo. Al fin y al cabo, tenía la mayoría de las acciones. Y por lo tanto su palabra era ley.
En poco tiempo, la empresa se convirtió en un modelo de integración social. Guarderías. Permisos retribuidos. Todo un barrio de servicios y zonas verdes nacido de la nada, con viviendas para los oficiales a precios competitivos. El Fundador se había anticipado al estatuto de los trabajadores y a 1968. Y cuando el 68 estalló, el Fundador pasó por él indemne. Y todos comprendieron, una vez más, lo que suponía ser el Fundador. Suponía saber leer en el ánimo de los hombres. Implicaba moverse a tiempo para impedir el incendio, sin esperar que la llama prenda para echarse luego a llorar por la lentitud de los bomberos.
Al Fundador le gustaba contar aquella historia, aunque el final era amargo. El obrero había caído la semana siguiente del andamio, antes de tener ocasión de ocupar la vivienda que se le había asignado. Su hijo se convirtió en uno de los más despiadados sicarios de las Brigadas Rojas. Lo capturaron mientras preparaba el atentado mortal contra el Fundador. Cuando lo supo, éste se ofreció a pagar los gastos legales: le debía mucho a aquel chico. Los dos eran más o menos de la misma pasta. Pero los compañeros del brigadista no lo veían así. Y tras un juicio sumarísimo lo mataron a cuchilladas en la prisión «especial» de Novara.
Una tragedia a la italiana, decía el Fundador. Y la moraleja era que, con el paso del tiempo, todos perdemos algo.
Y Maya estaba segura, confusa pero absolutamente segura, de que algo flotaba en el aire. No obstante, ella carecía de la capacidad del Fundador para comprender qué era, para percibir las señales suspendidas en el vacío del presente; su presente, el de todos.
—¡Papá! ¡Papá ha vuelto!
Ilio tenía una expresión grave.
—Lo siento. Un lío imprevisto. Tengo que estar en Milán esta noche.
—¡Pero si es domingo!
—Mandaré que se lleven el Nostromo a puerto. Tengo un vuelo a las siete de la tarde desde Atenas. Lo siento. ¡Lo siento mucho!
Maya se le aferró al brazo. Un gesto algo teatral, del que se arrepintió enseguida.
—Ilio, ¿qué está pasando?
—Nada, nada…, luego te lo explico… Perdóname. Te quiero.
Giulio Gioioso había sido categórico. Por ningún motivo tenían que salir a la luz las cuentas sicilianas. Que los jueces metieran las narices donde les pareciera, pero no en las cuentas sicilianas. Y bajo ningún concepto Ilio podía hablar con ningún bicho viviente de aquellas cuentas. Con nadie en absoluto, y eso incluía a Maya.
—Haz que desaparezcan inmediatamente. ¡Yo voy a cambiar de aires durante un tiempo!
Giulio Gioioso había sido categórico con Ilio Donatoni. Pero aún más categórico tenía que ser consigo mismo. Scialoja le pisaba los talones. Amenazaba con arruinarlo si no le entregaba a Angelino. Y eso significaba una muerte segura. Giulio Gioioso tenía que desaparecer. Giulio Gioioso sabía que era sólo cuestión de tiempo. Las cosas volverían a su sitio. La sangre dejaría de correr. Giulio Gioioso soñaba con una vida sin sangre.
Pero si naces en Palermo y debes tu espléndida existencia a una cadena de favores, antes o después te pedirán que pagues la cuenta. Giulio Gioioso envidiaba a los que no habían tenido necesidad de recurrir a favores para obtener una vida espléndida. Giulio Gioioso envidiaba a Ilio. Y amaba a Maya. Giulio Gioioso odiaba su pasado y odiaba su tierra. Pero no había nada que hacer. Había sido así y así seguiría por siempre. Por eso Giulio Gioioso llamó a Angelino Lo Mastro y le dijo que todo estaba bajo control. Angelino Lo Mastro le dio las gracias y le sugirió que no perdiera de vista la televisión los días siguientes, o quizás incluso las horas siguientes, porque iba a pasar algo.
2
Los chicos de la comunidad estaban preparando el palco para la Fiesta de la República.
Esperaban a un ministro, o cuando menos a un subsecretario.
Esperaban a un cardenal, o cuando menos a un sacerdote.
Los chicos de la comunidad estaban orgullosos de los progresos realizados, de la situación a la que habían llegado.
Los chicos de la comunidad saludaban a Pino Marino como si fuera uno de ellos.
Pino Marino distribuía sonrisas tímidas y palabras de circunstancias.
Todos sabían que Pino Marino no era uno de ellos.
Pino Marino era el novio de Valeria.
Valeria, que leería el discurso al ministro o al subsecretario. Valeria, que besaría el anillo al cardenal o la mano al sacerdote.
Valeria, que tocaría una pieza suya al clarinete, acompañada por la orquestina de los otros liberandi.
Valeria, que estaba lista. Volaban las golondrinas. En el aire se respiraba el verano.
Valeria y Pino Marino se cogían de la mano.
—En serio. Dentro de dos meses estaré fuera de aquí. Me han ofrecido un trabajo. Tendría que ir a coordinar el centro de Roma. Dicen que lo hago muy bien con…, con los chicos que están en crisis…
—¿Aceptarás?
—Depende de ti.
—Es tu vida, Valeria.
—¡Demasiado cómodo, mister! Tú me has salvado y ahora eres responsable de mi futuro… ¿Te suena la historia de Moisés?
—Yo sólo quiero irme contigo y empezar de nuevo en otra parte.
Nunca se habían besado así. Con tanta pasión y con tanta desesperación. Fue un beso largo.
El aplauso de los chicos, que habían dejado por un instante de clavetear los soportes del entarimado, les hizo sonrojarse y sonreír avergonzados.
Sí. Irse. Empezar en otro lugar. Con los cuadros y con la música.
Hacia una vida diferente.
Valeria le preguntó si se quedaría a la ceremonia.
Pino Marino le explicó que tenía un trabajo urgente en Roma.
Ella le dejó marchar con una mueca triste.
Aquel extraño muchacho se le había colado en el alma.
La mañana siguiente, a las 11, Pino Marino retiró de un garaje de Via Prenestina el Cinquecento azul que el Tuerto había robado dos días antes junto a Piazza Colonna, y se puso en marcha tranquilamente.
Pocos minutos después de las 12, Yáñez hizo una llamada al 112.
Los artificieros llegaron al lugar en un tiempo récord y se pusieron manos a la obra con el robot antiexplosivos.
En el asiento posterior del Cinquecento se encontraron un mando a distancia y una caja con una bombona que contenía una mezcla explosiva a base de nitrato de amonio y ANFO.
A las 13.45 Yáñez llamó a la Asociación Nacional de Prensa de Nápoles, reivindicando el atentado fallido en nombre de la Falange Armada.
Por la tarde, Stalin Rossetti intentó explicarle a Angelino Lo Mastro, que había liquidado el asunto con una sonrisa despreciativa —¿y era ése el gesto?, ¿esa gilipollez?— que, en cualquier caso, el acto tenía un gran valor simbólico.
—No habéis sido vosotros. Y ellos lo entenderán enseguida. Y se preguntarán: «¿Quién? ¿Quién lo ha hecho?». Y eso hará que aumente la confusión. Ya no entenderán nada, si es que hasta ahora habían entendido algo. En este sentido también es un mensaje para Scialoja: «¡Hazte a un lado, no cuentas una mierda, ahora estamos nosotros!».
—¿Y tú dices que hay «conveniencia»?
—¡Yo digo que estamos cerca de la meta, amigo mío, muy cerca!
Había estado convincente. Angelino le había creído. Aquél era su terreno. Desinformación. Intoxicación. Confusión. Sinergia. Una pequeña pero importante contribución a la causa. Y, por fin, el botín.
Aquella jornada memorable habría podido cerrarse con un balance notable, de no ser por Pino Marino.
El chico se lo dijo con decisión, mirándole a los ojos.
—Al final del verano me voy. No nos volveremos a ver.
Después añadió frases del tipo: «Has sido un padre para mí», «Te lo agradezco, pero se trata de mi vida»…
¡Pino, Pino!
—Pino, ¿por qué me decepcionas de este modo?
Stalin también le miró a los ojos.
—Es por aquella chica, ¿verdad?
Pino Marino bajó la cabeza.
—Bueno, es tu vida, hijo. ¡Te deseo mucha suerte e hijos varones!
Pero hasta el final del verano quedaba mucho tiempo.
3
Camporesi había vuelto de Florencia con lágrimas en los ojos. Su ciudad devastada. Los cuerpos humanos hechos jirones. Las estatuas desmoronadas. El olor de la carne carbonizada. Era demasiado, demasiado para él. ¿Quién podía resistirse ante aquella devastación?
Una vez agotada la obvia e inevitable fase de los pésames, Scialoja intentó explicarle, igual que había hecho en los días anteriores con una plétora de «interlocutores institucionales», que el atentado verdaderamente inquietante era la demostración de fuerza de Via dei Sabini.
Había insistido en aquella expresión, «demostración de fuerza», para provocar una reacción en sus interlocutores. Los carabinieri enseguida habían rectificado la versión original, que hablaba de una llamada anónima. Los hilos que salían del artefacto eran los que habían hecho posible que se detectara tan pronto. Sin la rápida intervención de los artificieros habría sido una escabechina.
Pero el asunto no era ése.
La llamada de la Falange Armada era una clara señal de que había que mirar en otra dirección.
Alguien le estaba diciendo a la mafia: «Seguid adelante, que algo bueno sacaremos».
Alguien que tenía las ideas muy claras.
«Este atentado apesta a complicidades internas. Apesta a aparatos. Apesta a Estado. Apesta a vosotros. A nosotros», había gritado a los atónitos asistentes.
Sus palabras fueron acogidas con frialdad, escepticismo y una indisimulada suficiencia.
¿Dónde estaban las pruebas, Scialoja?
¿Quiénes serían estos misteriosos traidores?
¿Conocía sus nombres?
¿Podía dárselos?
¿Tenía al menos alguna idea al respecto?
Y después todos a repetir su letanía: «que quede claro que con la mafia no se trata. La mafia se destruye. Mandaremos al ejército, es más, dado que ya lo hemos mandado, reforzaremos su presencia».
Y después, todos, en privado, en pequeño comité, se dirigirían a él con una actitud bien diferente, desesperada: «pero ¿realmente conseguirá hacer algo para poner fin a esta matanza?».
«Pero ¿quiere hacer algo, en nombre de Dios, usted que ha ocupado el lugar del Viejo?»
Y todos, con una muda acusación en la mirada: «Sí, has ocupado el lugar del Viejo, pero no le llegas ni a la altura del zapato».
Y Argenti, el jacobino Argenti, el inflexible Argenti, ¡escupía fuego por la boca!
Y ahora el llanto de Camporesi. Era demasiado.
Con un gesto de rabia, Scialoja le ofreció al joven un pañuelo de papel.
—Estoy hasta los cojones, Camporesi. Si cree que no está hecho para este oficio, váyase. ¡Le escribiré una carta de recomendación, pero quítese de en medio!
En aquel preciso momento, Camporesi levantó la mirada y le miró con una expresión afligida que enternecería a un corazón de piedra.
—No puedo —murmuró—, no me lo permitirán.
Y Scialoja comprendió. Comprendió que aquel ingenuo tocapelotas quizá fuera en realidad un astuto zorro. Como siempre había imaginado.
Así que le habían engañado otra vez. ¿Cuánto tiempo habría tardado el Viejo en descubrir la infiltración?
—Dottore…
—¿Qué pasa ahora?
—Habría un modo. Usted podría echarme como… persona non grata.
Scialoja se sintió tentado por la idea. Después reflexionó sobre las enseñanzas del Viejo.
—No. Usted se queda conmigo. Es más, le voy a dar ahora mismo una misión absolutamente confidencial.
—¡Dígame!
—Hágales saber a esos cabezas de chorlito de sus superiores que han de decidirse: si quieren este trato de las narices, que me autoricen a ofrecer algo concreto. Qué sé yo… la liberación de un capo…, el cierre de la Asinara…, la revisión de un proceso…, cualquier cosa. Que me lo pongan por escrito, y yo me encargaré del resto. ¡Dígaselo, e intente ser convincente!
Vio cómo se iba, desconcertado, incluso ofendido. El Viejo le había enseñado que los tipos como Camporesi, precisamente por ser desleales, podían convertirse en excelentes aliados. Si lo hubiera apartado, habrían puesto en su lugar a otro similar. ¿Por qué perder tiempo? Así al menos las cosas estarían claras.
Deseó a Patrizia. Su boca. Sus manos nerviosas. Su olor, que había aprendido otra vez a reconocer entre mil.
Patrizia. Ella era la única que conocía el valor de la palabra más maltratada: la sinceridad.