En la salita reservada del cineasta Trebbi, Scialoja y el hermano masón P. comentaban la reciente evolución de la situación italiana. El referéndum sobre la ley electoral, en el que habían vencido de largo los seguidores de la opción mayoritaria, acababa de un plumazo con la vieja política. Se pasaba página. Las elecciones eran prácticamente obligadas. Scialoja no se resignaba a abandonarse a la inercia de sus interlocutores. Había hecho el tonto para arrancarles una mínima señal. Había puesto bajo control a los magistrados, pero también ellos, como Argenti, parecían limpios.
¡Argenti! Argenti era su condena. Argenti había movido todos los resortes disponibles para neutralizarlo. Sin conseguir nada. Mientras estuvieran en su poder los papeles del Viejo, era intocable. Y no obstante, el mero hecho de que un comunista, o socialista, o como demonios se llamaran ahora, hubiera osado «intentarlo», solamente era un claro reflejo de los tiempos que corrían. «Los buenos» se habían puesto a hacer de buenos en serio. Y aquello, en los tiempos del Viejo, habría sido impensable. E impensable habría sido aquella victoria de la izquierda que para entonces ya todos daban por descontada. Había algo que se le escapaba, en aquel aire de resignación indefinida. ¿O es que ya se habían rendido todos a los rojos?
El hermano P., uno de los miembros más influyentes de la logia Sirena, estaba preocupado. Con aire taciturno y confundido, le reveló que «estaban sucediendo cosas increíbles».
Corría la voz de que el gran maestro se había retirado. Se decía que tenía intención de presentarse ante el duque de Kent, el jefe supremo de la Obediencia, para denunciar a otros hermanos masones.
—¿Y qué se supone que han hecho esos cofrades? —susurró, escéptico, Scialoja.
—Si te lo digo, no te lo crees.
—Prueba.
—Se dice…, se habla de mafiosos y masones que estarían organizando matanzas juntos… ¿Qué te parece? Increíble, ¿no?
—Desde luego. Es increíble.
«O insensato. Eso, insensato. ¿Ya no sabes a qué santo encomendarte, eh, hermano G.? La simple idea de que un mafioso pueda ser también masón te descabala el credo de toda una vida… A lo mejor alguna vez has pensado que aquel tipo extraño que te habías encontrado en aquella reunión… Aquel viejo caballero de acento siciliano o, quizá, americano… A lo mejor has pensado que no te contaban toda la verdad…, pero has mirado a otra parte…, insensato. Increíble, ¿verdad, cofrade G.?»
Scialoja truncó la conversación con palabras afectuosas y tranquilizantes para el ingenuo cofrade.
El rumor sobre las «logias descarriadas» se extendía. Había algo en el aire. El silencio de las instituciones era clamoroso. Y sospechoso. Bueno, pues que se resignaran los demás. Él, esta vez, se distanciaría de las enseñanzas del Viejo. Esta vez actuaría en primera persona.
Camporesi acogió el plan con entusiasmo. El muchacho tenía ganas de acción. La idea de pillar a una pieza del calibre de Angelino Lo Mastro le exaltaba. Scialoja, obviamente, se guardó bien de explicarle la segunda parte del plan. Coger a Angelino, sí, pero no para entregarlo a la justicia. Scialoja pensaba en una especie de intercambio. Fuga, pasaporte y un poco de dinero a cambio de información sobre los próximos objetivos de la Cosa Nostra. A Camporesi le sentaría mal. Pero no era su problema. Por primera vez después de tanto tiempo, Scialoja descubrió que le horrorizaba la posibilidad —es más, la certeza— de que al final de la partida quedaran tendidas en el campo demasiadas víctimas inocentes. Quizás era una concesión al sentimentalismo que el Viejo habría desaprobado, pero sentía que tenía que intentarlo. El vagabundeo de los últimos tiempos volvía a tener sentido. A fin de cuentas tenía a Patrizia, y tenía un proyecto no exento de cierta carga de discutible nobleza.
Así que volvió a presionar a Giulio Gioioso, y acordó una reunión supersecreta con Angelino. Un cara a cara definitivo y bajo su responsabilidad personal. Angelino, a través del mismo canal, le confirmó su presencia.
Los días previos a la cita estuvieron dedicados por completo a los preparativos. Escuadrillas estratégicamente situadas vigilaban Villa Celimontana. No se había dejado nada al azar. Scialoja, solo y desarmado, inició una inspección ocular general una hora antes de la fijada para el encuentro. Todo parecía estar en su sitio. Bajo un farol, un muchacho de aspecto algo nervioso se besuqueaba con una rubita flacucha. Al pasar a su lado, Scialoja sintió un escalofrío de envidia. Ahora que tenía la pasión, una pasión que tanto le había costado conquistar, echaba de menos algo que podría definirse como «el camino hacia la pasión».
Los largos cortejos, el cogerse de la mano, el dolor del abandono momentáneo que te parece irrevocable y te mina por dentro, el alivio del reencuentro… Todo aquello se les había negado a él y a Patrizia. Ellos dos siempre habían sido —y siempre serían— algo diferente. Su historia había empezado directamente en el tercer acto.
Pino Marino, después de recuperar el aliento tras el beso apasionado a Valeria, siguió al poli hasta que las sombras de la noche lo engulleron. Otras sombras seguían paso a paso el recorrido de Scialoja. Tal como Stalin Rossetti había imaginado, era una trampa.
—Tenemos que irnos —le recordó Valeria.
Pino asintió. Ya había visto bastante. Era el primer permiso de salida de Valeria desde que había ingresado en la comunidad. Se lo había imaginado diferente, aquel primer encuentro como personas libres. Pero Stalin, con su habitual pragmatismo, le había explicado que dos jóvenes enamorados serían una cobertura excelente. Y Pino había dado crédito por enésima vez al hombre a quien tanto le gustaba definirse como «padre». Un crédito que le resultaría muy útil en el momento del reintegro. Porque pronto, muy pronto, en cuanto Valeria estuviera curada del todo, él se retiraría.
—Perdona, Valeria, tengo que hacer una llamada. ¿Me esperas en el coche?
Stalin Rossetti recibió el mensaje con una sonrisa complacida, e informó a Angelino Lo Mastro. El mafioso se puso rojo de rabia.
—Pero ¿ha perdido la chaveta? ¿Qué es lo que quería demostrar?
—Que es más fuerte que tú. A lo mejor quería trapichear con tu libertad, a cambio de alguna revelación… Obligarte a poner a los jefes al descubierto… ¡Es el movimiento de un hombre desesperado, Angelino!
—¡Mierda, yo a ese cabrón lo mato!
—No vale la pena, Angelo. Tenemos otras cosas que hacer.
Sin embargo, Angelino tardó un poco en calmarse. Pensaba en el terrible peligro que había corrido y se le llevaban todos los demonios. Había estado a punto de perderlo todo de golpe: la libertad, el poder, el honor, el respeto…, porque un mafioso que se deja pillar así por un poli vale menos que una mierda de perro.
—Te debo un favor, Stalin. Un gran favor.
Más tarde, con Patrizia, Stalin se esforzó en mostrarse amable, afectuoso, pero la cólera y la impaciencia se reflejaban en cada pequeño gesto, en cada frase.
Si Angelino no le hubiera informado de la petición de Scialoja, habría perdido a su único aliado. ¿Por qué había fallado Patrizia esta vez?
—Hace dos semanas, él fue a Milán.
—Sí. ¿No te lo había dicho?
—No.
—Se me habrá pasado por alto.
—No debe suceder.
—A lo mejor no era nada tan importante…
Patrizia estaba demasiado a la defensiva. Situación problemática. Se perfilaba una nueva crisis. La défaillance informativa era síntoma de una grieta mucho más profunda. Patrizia se estaba hundiendo. Le había impuesto un juego demasiado duro. Patrizia estaba perdiendo el contacto con la realidad. Si no intervenía rápidamente, corría el riesgo de que empezara a perder el criterio y a confundir buenos y malos. Les había sucedido a un par de infiltrados, en tiempos de la Cadena. Se habían dejado llevar. Se habían traicionado a sí mismos involuntariamente. Y el plan se había ido al garete. Frente a una crisis de este calibre sólo había tres posibilidades: una enérgica llamada al orden; una pausa de reflexión; la solución final. Stalin descartó la primera opción: un exceso de violencia podía suponer el golpe definitivo para su frágil mujercita. Quedaba escoger entre la pausa y lo que, una vez, el Viejo había definido públicamente como «la interrupción de la relación laboral». Pero raramente se recurría a la solución final. Contrariamente a lo que se cree, en la zona gris (y la Cadena desde luego no era una excepción) rige un férreo principio de economía de la violencia.
Toda solución final deja tras de sí una estela de rastros. Y los rastros implican peligro. Por eso, sólo cuando se han agotado todas las demás posibilidades, sólo entonces «se interrumpe la relación laboral». Se había pasado días explicándoles a los reclutas que el delito por el delito es un arma contraproducente. Sólo los psicópatas disfrutan matando. Claro está que, en determinadas circunstancias, los psicópatas también pueden revelarse útiles. Pero aquello era otra historia, concluyó Stalin. Y no tenía nada que ver con Patrizia. Mientras mantuviera un sólido control sobre ella, no habría ningún despido. Correría cierto riesgo, eso era evidente. Pero no podía renunciar a sus informaciones. Ahora no. Con un suspiro, le acarició el cabello.
—Está bien, en el fondo no ha sucedido nada irreparable. Los dos estamos algo tensos. Tómate una pausa, Patrizia. Desaparece dos o tres días. Inventa excusas plausibles. Necesitas recargarte. Después, cuando te sientas preparada, podrás volver al trabajo. ¡Cuento contigo, cariño!
En aquel mismo momento —era casi medianoche—, Scialoja y Camporesi se rindieron a la evidencia. Angelino no acudiría. Algo había fallado. Angelino lo había entendido todo. Scialoja, con gesto cansado, llamó a los muchachos.
Angelino contactó con Stalin la primera semana de mayo.
El Tuerto los llevó a un terreno baldío junto a Via Ostiense y se quedó esperando en el Mercedes.
Angelino condujo a Stalin hacia una pequeña barraca medio en ruinas y sembrada de cascotes.
—Ahí dentro están los parmesanos.
Stalin le echó una mirada interrogativa. Angelino se rio y le explicó que en Sicilia habían preparado unos cuantos cientos de kilos de explosivos diversos.
—Para que los técnicos de los carabinieri no entiendan nada, trituramos una buena cantidad de material y lo compactamos. Cuando tiene forma de parmesano, la metemos en el camión y lo traemos a la península…
—¡Entonces por fin se empieza!
—Eso parece. ¡Los próximos días mantente alejado de Parioli, amigo mío!
—¿Por qué? ¿Qué pasa en Parioli?
—¡Con este parmesano estamos preparándole un buen plato de pasta al señor Maurizio Costanzo!
—Pero ¿qué coño estás diciendo?
Angelino se mostró plenamente de acuerdo con él. El atentado era absurdo. Dado que el destino de Costanzo les dejaba del todo indiferentes, el problema era de otro tipo.
¡Otro objetivo humano!
La estrategia que habían barajado en Riofreddo se iba alejando.
Todo había sido inútil.
Angelino intentó tranquilizarlo. Ya habían previsto un golpe doble. Costanzo era una acción obligada, según los esquemas de los de abajo.
El ataque llevaba tiempo programado.
Costanzo había hablado contra la mafia. Costanzo les había augurado sufrimientos atroces a los mafiosos. Costanzo era un hombre escuchado y respetado. Costanzo creaba un sentimiento de hostilidad hacia la mafia. Costanzo incitaba al odio contra la mafia. Corría el rumor de que quería fundar un partido con aquel otro cerebro brillante de Michele Santoro. El partido de los polis. ¡Un partido de polis cabrones para dar por culo a la onorata società!
Todo aquello merecía un castigo.
Así razonaban en Palermo. Y así se haría.