Los inexorables

1

Aunque sólo fuera para dejar claro cómo estaban las cosas, desde primera hora de la mañana Scialoja había mandado a dos hombres que le pisaran los talones a Giulio Gioioso.

—No os esforcéis en pasar inadvertidos. ¡Tiene que sentir la presión!

Siguiendo sus indicaciones, los muchachos siguieron con la sirena puesta al Mercedes, desde el centro de Milán a la elegante villa señorial en el corazón de la verde Brianza. Y luego, con aire socarrón, barba larga y un cigarrillo a un lado de la boca, se pusieron a comprobar hasta el último detalle de las credenciales de todos los ilustres invitados que acudían al «convite» para celebrar el cumpleaños de la pequeña Raffaella Donatoni.

«Es por su seguridad», respondían, secos e inflexibles, a las protestas, cada vez más vehementes, de desconcertadas familias bienestantes que acudían con toda su prole, niñeras de color más o menos negro o gris y chóferes con auricular perfectamente visible. Encogiéndose de hombros, liquidaban, indiferentes, las amenazas de traslado y los insultos directos que aquella panda de intocables se sentía autorizada a dirigirles.

Maya fue a su encuentro tras montar una escena con Ilio.

—¿Tú sabes algo? ¿Nos controlan? ¿Qué diablos está sucediendo?

Pero los muchachos de Scialoja alegaron que tenían órdenes de sus superiores y atajaron cualquier disputa de raíz.

Scialoja, informado por radio de la evolución de la situación, dejó que la puesta en escena durara más de media hora antes de marcar el número del móvil de Giulio Gioioso.

—¿Gioioso? Soy Nicola Scialoja. Tengo que hablar con usted.

—¿Nos conocemos, señor… Scialoja?

—Tenemos un amigo en común.

—Me parece que no recuerdo, lo siento.

—Angelino Lo Mastro. Estaré ahí dentro de veinte minutos.

A su llegada, después de asegurarse de que la presa seguía en la trampa, ordenó a los muchachos que levantaran el bloqueo y, una vez en el patio de la residencia, esgrimió su mejor sonrisa y se dirigió a la señora que le esperaba, furiosa, junto a una fuente con empalagosos querubines decimonónicos cubiertos de musgo. Se presentó y le tendió la mano, pero ella se quedó con los brazos cruzados, hosca, glacial. Una mujer bellísima. Debía de tener al menos quince o veinte años menos que su marido.

—¿Ha sido usted quien ha ordenado esa payasada de ahí fuera?

—Lo siento. Se habían registrado movimientos sospechosos en la zona…

—¿Y los busca aquí, sus movimientos sospechosos? ¡Los niños están aterrorizados!

—Ha sido una iniciativa de mis hombres. Ya me he encargado de que recibieran su merecido. Permítame que le presente mis excusas, señora Donatoni.

Le besó la mano, un gesto algo fingido, y le dedicó una reverencia, decididamente irónica. «¡Mira por dónde! ¡Primero te invade la casa con el Séptimo de Caballería y luego se pone a jugar a oficial y caballero!» Maya retiró la mano con una mueca malhumorada.

—¿Me ha tomado por una vieja chocha?

Scialoja se irguió, algo violento. Había momentos en que le envidiaba a Camporesi el aplomo que la tradición familiar le daba en los actos sociales.

—¡Apenas hace unos minutos que la conozco y me veo obligado de nuevo a pedirle excusas!

—Con pedirlas no basta. ¡Venga conmigo!

Maya lo arrastró hasta el centro de la fiesta, entre un montón de ceños fruncidos de padres y de miradas ansiosas de niños.

—Este señor es el jefe de la Policía. Es un jefe bueno y sabio. Ha echado a esos hombres malos que estaban al otro lado de la puerta. ¿Es verdad?

Scialoja asintió. Maya sonrió. Alguna mamá, primero tímidamente y luego con mayor convicción, le dio las gracias. Un par de padres le estrecharon la mano. La pequeña Raffaella le preguntó si de verdad era policía.

—Algo así.

—¡Ah, por eso no llevas uniforme!

Después Raffaella se dedicó a algo o a alguien más interesante. Maya lo presentó a diestra y siniestra, y mientras todos se preguntaban quién sería aquel misterioso pez gordo, Scialoja se liberó con un pretexto cualquiera y se puso a buscar a los que sí sabían quién era. Giulio Gioioso e Ilio Donatoni estaban atrincherados en una especie de cantina de techos altísimos, frente a la chimenea apagada. No hubo necesidad de presentaciones. Le esperaban. Con una frase dejó claro a Ilio que el objeto de su visita no eran sus asuntos en común, asuntos que desde luego podrían dar mucho de que hablar, sino la persona de Giulio Gioioso. Donatoni se retiró, aliviado. Giulio Gioioso juntó las manos como si fuera a rezar e intentó tantear el terreno con una sonrisa meliflua.

—Francamente, dottor Scialoja, toda esta puesta en escena no era necesaria. Si quería verme, habría bastado con pasar por mi oficina.

—Muy bien, Gioioso. Saltémonos el protocolo. Necesito que usted le lleve un mensaje de mi parte a nuestro amigo común.

Una mueca tensa ocupó el lugar de la sonrisa meliflua. Gioioso pidió permiso para fumar. Quería ganar tiempo. Angelino Lo Mastro había desaparecido. Su teléfono estaba desconectado. Sus técnicos le habían explicado que era posible localizar un aparato, aunque estuviera apagado, por el rastro que dejaba la batería. Protocolo «reservado», según le habían garantizado. Pero ya se sabe: en Italia la reserva es una quimera. Cuando Angelino había decidido evitar el encuentro, también había hecho desaparecer la batería.

Scialoja se había enterado de que pesaban sobre él dos órdenes de detención cautelar por asociación mafiosa y participación en extorsión. Pero el verdadero motivo de la desaparición era otro. La captura de Riina. Angelino no quería hablar con él porque la captura de Riina se había interpretado en Sicilia como una traición. Pero si traición había sido, Scialoja no tenía nada que ver. El canal no podía saltar así, de pronto, por culpa de los doce hombres del Capitano Ultimo[19]. Pero ¿cómo encontrar el rastro de Angelino? Scialoja había rebuscado por entre los papeles del Viejo. Por la voz «Cosa Nostra/contactos/no fichados». Había aparecido el nombre de Giulio Gioioso. Una generación mayor que Lo Mastro, licenciado en Medicina, aunque nunca había ejercido. Emigrado de Palermo a Milán a principios de los años setenta. Tampoco él estaba fichado, también él era empresario, pero con suerte diversa: administrador dimitente de un par de sociedades, condenado en primer grado y después absuelto de la acusación de quiebra fraudulenta y, últimamente, asesor del Grupo Donatoni. El Viejo había anotado al margen, con su irritante caligrafía de escolar diligente: «Gio. lleva a Don. a Sicilia. ¿Contrapartida?». No había pruebas irrefutables de la pertenencia de Giulio Gioioso a la mafia. O al menos, no en los apuntes del Viejo. Gioioso y Lo Mastro. Un hombre de negocios y un mafioso célebre. Y Donatoni, el hombre de la bella señora, Donatoni llevado a Sicilia…

—Admitamos que yo haya conocido, en el pasado, al señor Lo Mastro… En sus condiciones actuales… Usted está al corriente de sus problemas judiciales, ¿verdad? En sus condiciones actuales me parece difícil que…

—Planteémoslo así, Gioioso. Nuestro amigo común es el ministro de Exteriores de la mafia. Yo represento al Estado. Tenemos que organizar un encuentro. Usted me ayudará a hacerlo, y yo olvidaré ciertas informaciones reservadas sobre usted que, si se divulgaran, podrían costarle un bonito retiro por cuenta del Estado…

Gioioso se rio, nervioso.

—¿Informaciones reservadas? ¡Yo no tengo nada que esconder!

—Los jueces de Milán no pensarían lo mismo, Gioioso.

—¡Cuando se hacen ciertas acusaciones hay que estar en disposición de demostrarlas!

—Le garantizo que si decidiera ocuparme de usted en serio, las pruebas serían el menor de mis problemas. Por suerte para usted, usted no me interesa, ni me interesan sus negocios con Donatoni. Únicamente le pido que transmita un mensaje. Dígale a nuestro amigo común que garantizo personalmente su seguridad. Él sabe cómo contactar conmigo. ¡Que tenga un buen día, doctor Gioioso!

Afuera, la fiesta estaba en su mayor apogeo. Había magos, organizadores de juegos y saltimbanquis que entretenían a los niños en un delirio de gritos, cantos y correrías. Maya estaba atando a una cuerda tendida entre dos árboles una gran olla. Scialoja le rozó un hombro. Ella se giró. La sonrisa de sus bellos labios se apagó.

—Ha venido por mi marido, ¿verdad? Ilio me ha dicho que usted es…

Scialoja consideró su expresión tensa, la ansiedad que denotaba el tono de voz, el deseo de protección que dejaba entrever una pregunta tan directa. Maya Donatoni debía de estar realmente enamorada. Enamorada del hombre equivocado. Scialoja estuvo tentado de decirle: «Lléveselo de aquí, señora, sea lo que sea lo que está haciendo, impídale que lo lleve a término. ¡Váyanse, por el amor de Dios!».

—¡Pero qué dice, señora! ¡Su marido puede estar absolutamente tranquilo!

—Gracias —dijo Maya, y lo besó impulsivamente en la mejilla.

Mientras se dirigía a su coche, Scialoja sintió que aquel beso le quemaba como una marca de infamia.

Angelino Lo Mastro dio señales de vida dos días después de la charla de Scialoja con Giulio Gioioso. Se encontraron la primera semana de marzo, en Villa Celimontana. Scialoja había puesto hombres por toda la casa, por si algún policía o carabiniere demasiado diligente tuviera la brillante idea de echarle mano a alguien tan buscado por la justicia. Angelino se presentó vestido con su habitual elegancia, pero tenía los ojos rojos y no paraba de sorber con la nariz. Cocaína, decidió Scialoja.

Dadas las circunstancias, los saludos se redujeron a un frío gesto. Scialoja entró in media res: no tenía nada que ver con el arresto de Riina. El acuerdo, por lo que a él respectaba, seguía siendo válido.

—En Sicilia no saben que nos hemos visto —le soltó Angelino.

—¿Quiere decir que ya han decidido? —preguntó Scialoja, con aire taciturno.

Angelino asintió. Scialoja apretó los puños, en un gesto de rabia.

—Escúcheme. Dentro de un mes se celebrará el referéndum electoral. Ganará el sí. Los viejos partidos están destinados a desaparecer. Muy pronto habrá elecciones. Quien gane tendrá una mayoría estable y segura. ¡Y entonces se podrá negociar!

—¡Esa canción ya la he oído, dottor Scialoja! Nosotros no pedíamos más que una señal. ¡Pero no la que nos han dado! ¡Ahora ya es demasiado tarde!

—¡Podría hacer que revocaran su orden de busca y captura, Lo Mastro!

El joven mafioso se le quedó mirando, inmóvil.

—¡Ya le he dicho que en Sicilia no saben nada!

—Se lo dirá usted, cuando se haya convertido en un hombre libre.

Naturalmente, Stalin Rossetti sabía que se encontrarían. El famoso «servicio de información» le había dado cuenta del viaje de Scialoja a Milán y del encuentro con Giulio Gioioso. A Stalin no le había costado nada echar la cuenta. No obstante, con él, Angelino no entró en detalle, y se limitó a decirle que el poli hablaba por hablar y que ellos ya estaban hartos de sus promesas. Los preparativos para la acción avanzaban en la isla, y pronto, muy pronto, se dejarían ver los efectos.

—Pero tú también, Rossetti, a fin de cuentas… ¿Nosotros qué ganamos?

—Espera y verás, Angelino. Dame tiempo.

Stalin, al final de la velada, le ofreció cocaína. Angelino la rechazó, indignado. Él nunca había querido probar aquella porquería. Aquello era para botarates. Los hombres se ganaban la vida con aquello, no se la arruinaban. Stalin se disculpó, más bien sorprendido. Angelino comprendió que la oferta tenía que ver con sus ojos enrojecidos, el goteo de la nariz y todo lo demás, y estalló en una gran carcajada.

—¡Ah, ya entiendo…, pero la cocaína no tiene nada que ver, amigo mío! Es ese maldito polen, que me tiene frito. ¡Todos los años la misma historia!

2

En el funeral del onorevole Corazza no había más que unos cuantos íntimos. Y Argenti. Corazza le había escrito un par de líneas de su estilo antes de palmarla: «Arge', nun te fa' 'ncula' dalli compagnucci tua. Famo 'n accordo o finiremo tutti nella merda[20]». Con su refinado estilo. No había habido tiempo de verse, el cáncer había sido demasiado rápido. De modo que no le quedaba más que rendirle homenaje al viejo bastardo. El olor penetrante de las flores apestaba la anónima iglesia de la Balduina. Un cura distraído magnificaba las virtudes morales y civiles del difunto, hombre dedicado a la familia, a la religión, a la patria. Si hubiera podido asistir a sus propias exequias, Corazza habría soltado una buena carcajada. Scialoja y Patrizia estaban dos bancos por detrás de Argenti y Beatrice. Tras el encuentro con Angelino, Scialoja se había encomendado a todos sus santos, protegidos y protectores, con el fin de obtener la más mínima disposición favorable al mafioso. Camporesi, que se había lanzado a hacer gestiones en los tribunales correspondientes, había vuelto con el rabo entre las piernas. Había bastado insinuar el asunto para provocar una amenaza de arresto. Y lo mismo con los políticos. En teoría, todos disponibles, todos conscientes de la dificultad del momento. En realidad, ninguno asumía la responsabilidad de un gesto, de una iniciativa. Todos temían echarse en contra a los jueces. Jueces que ya estaban fuera de control. Actuaban como gobernantes. «Nos están haciendo la cama —le había confesado una vieja gloria de la Primera República—; hemos sido demasiado buenos con ellos. Nos están haciendo la cama porque saben que ganarán los comunistas. Y son todos comunistas.» Scialoja, que había conocido a decenas de jueces en su carrera, empezando por el medroso dottor Borgia, que le había impedido una vez mandar al Viejo al «Hotel Regina[21]», sabía que los jueces no se habían vuelto comunistas de pronto. Quizás habían virado hacia la izquierda, eso sí, pero en su mayoría de un modo inconsciente. Hastiados de la porquería que iban desenterrando día tras día, asqueados ante el lento e inexorable proceso de descomposición del Estado, lo que, como protagonistas autónomos, los volvía extremadamente peligrosos. Razón de más para limitar al máximo los contactos. Pero el que de verdad era una mosca cojonera —«Arrodíllate», le dijo Patrizia con un codazo en el costado, ya que era el único que se había quedado de pie ante la elevación del cáliz—, la mosca cojonera era Argenti. No había medida «humanitaria» que no chocara contra su rigor calvinista. No había camarada que no temiera sus ataques de furia. Argenti se le ponía por en medio en todos sus proyectos. En la respetada empresa «Oscuros Tejemanejes & Co», no faltaban «camaradas» hábiles y sin escrúpulos, camaradas a los que les daba igual el respeto y la tradición legal. Pero todos bajaban la cabeza ante Argenti. Por lo menos de momento. De modo que Scialoja tenía que volver a enfrentarse al gran oso. Lo haría en cuanto terminara la triste —y tediosa— ceremonia.

Patrizia, que en las iglesias siempre se sentía incómoda, había salido a fumarse un cigarrillo al pórtico.

—¿Me da fuego?

La esposa de Argenti, Beatrice. Patrizia le ofreció el encendedor. Ella le dio las gracias con un esbozo de sonrisa. Mario —le explicó—, Mario Argenti, detestaba el humo. Como todos los neoconversos, su intolerancia dejaba al descubierto algunos rasgos obsesivos de su carácter. ¿Cómo definir, sino como obsesivo, a alguien que se pone a olisquear el traje chaqueta como un sabueso en busca del rastro de la odiada nicotina?

Scialoja y Argenti salían juntos de la iglesia. El senador tenía aire de sorpresa, pero también ligeramente divertido. Scialoja había aprovechado el último saludo al féretro para abordarlo.

—¿Cómo ha sabido que vendría aquí, Scialoja? ¿Me tiene controlado?

—Claro —se rio Scialoja—, pero desgraciadamente no he podido descubrir nada interesante sobre usted. Por eso me he decidido a venir a verle personalmente…

—Oigamos —concedió Argenti con un suspiro.

Más tarde, mientras acompañaba a Beatrice a la redacción de camino al Senado para una reunión de la Comisión de Justicia, Argenti se desahogó.

—Scialoja ha ido demasiado lejos. ¡Pediré que le retiren de todos sus cargos!

—¡Exagerado!

—¡Ese hombre ha perdido la cabeza, Bea! ¡Me ha pedido que le ayude a que revoquen la orden de busca y captura para un mafioso!

—¿A ti?

—¡A mí! ¡Parece ser que está convencido de que los cuerpos de seguridad dependen de mí, o algo parecido!

—No es el único que lo piensa.

—Si fuera verdad, no estaríamos como estamos.

—Bueno, en cualquier caso es un halago… Quiere decir que te tiene en buen concepto y que te teme…

—¡Quiere decir que está podrido hasta la médula, eso es lo que quiere decir!

—Qué lástima. Su amiga me parece muy simpática. Me gustaría conocerla mejor.

—No me parece oportuno.

—¿Así están las cosas, senador? ¿También controlamos la vida privada?

—Podría ser un truco para pillarme.

—Estás volviéndote paranoico. No es más que una mujer complicada, y un poco triste…

—¿Y tú qué sabes?

—Estamos leyendo el mismo libro. Aquellos relatos de la Bachmann…

—Es una ex prostituta, Beatrice.

—¡Y tú eres un machista en activo y sin posibilidad de recuperación, Mario!