«Las ideas. Los mitos. Ésa es la clave. Extiende las ideas. Controla los mitos. Y controlarás a la gente.» Palabra de Emanuele Carú.
Ya. Pero ¿cómo diablos se hacía para meter esta verdad elemental que seguía rondándole por la cabeza en un editorial que tendría que celebrar el triunfo del Estado versus Salvatore Riina? Carú sudaba, Carú se servía otra dosis de bourbon y rompía la enésima versión del texto que, en breve, tendría que leer ante las cámaras de uno de los muchos canales con los que colaboraba.
Las ideas. Los mitos.
«Y has acabado como “colaborador especial”, pobre, viejo Carú. Un modo como cualquier otro de decir: temporal, trasnochado, expuesto al capricho de un director de turno impuesto por el accionista mayoritario.»
Carú soñaba con ser él quien se convirtiera en el accionista mayoritario.
El accionista mayoritario de sí mismo.
Carú soñaba con un periódico. Su periódico.
Los periódicos siembran ideas. Los periódicos crean mitos. Los periódicos controlan las conciencias.
Ya lo tenía claro.
Costes de redacción bajísimos, gracias a un elenco de frustrados de luchar contra aquellos grandes cerebros de la intelligentsia roja que los habían condenado a un resignado silencio. Grandes campañas con el lema del Nuevo Orden Moral y de la abolición de los tabúes de una sociedad ablandada, flácida y feminizada por la permisividad de la izquierda. Alguna apertura en lo social, para que no los declararan inmediatamente fascistas: los italianos aún no estaban listos. Haría falta un poco de tiempo. La mutación del sentido común tenía que producirse, al menos durante las primeras fases, siguiendo una línea suave y calculada. Una apoteosis del sugerir a través del decir y el no decir. Una obra capilar de revalorización de los lugares comunes que sus fríos ex amigos intelectuales liquidaban con un despreciativo encogerse de hombros. ¿Proposiciones antihistóricas? Al final llegarían. Cuando, un buen día, los italianos se despertarían con un montoncito de ideas bien precisas en la cabeza sobre su presente y sobre su país. Los gitanos tocan los cojones. Los negros huelen mal. Las mujeres son todas unas putas, y las que abortan son las más putas de todas. Los reclusos deben quedarse en la cárcel. Todo el mundo tiene derecho a armarse para defender la propiedad privada. Esa mañana los italianos se despertarían con el estupor de descubrir que todos pensaban esas cosas.
Y no se trataba, ni mucho menos, de sacar, a través de un paciente trabajo mayéutico, lo peor que llevan dentro los italianos desde siempre.
En el pasado se había conseguido llegar así al fascismo. Mussolini no habría caído si no se hubiera hecho la ilusión de poder hacer el fascista en serio. Mussolini no habría caído si no se hubiera tomado demasiado en serio a sí mismo.
Antes o después los italianos se cansan de los que se toman en serio.
Carú nunca se tomaba en serio.
Carú nunca se tomaba ninguna idea en serio.
Carú consideraba una basura el pensamiento de derechas.
Carú consideraba una basura el pensamiento de izquierdas.
Carú pensaba que el hombre inteligente no se vende nunca a una idea.
Carú pensaba que el hombre inteligente se concede en arriendo a una idea durante el tiempo necesario para obtener el máximo provecho. Ni un minuto más, ni uno menos.
Había un único y grave problema. El dinero. Un periódico cuesta dinero. Un periódico es una empresa. Carú miró a su alrededor y estuvo a punto de entrar en una crisis depresiva.
¿A quién iba a pedirle ese dinero?
¿A los viejos democristianos, que iban a ser barridos?
¿A sus nuevos amigos socialistas, que también tenían los días contados?
¿A los del Movimiento Social Italiano? Parecía que se habían decidido por fin a enterrar el lúgubre lábaro del pasado. Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que sus votos perdieran valor?
¿A los «bárbaros» de la Liga, con su grotesca imaginería bélica campestre y su evidente estado de erección permanente?
Llamaron a la puerta del camerino. Carú decidió que improvisaría. Elogiar al Estado le repugnaba. Pero aquello era lo que pretendía su cliente. Y lo que quería oír el pueblo. Intentaría, al menos, introducir alguna nota venenosa. Como felicitarse por el paciente trabajo de los oscuros magistrados que no acaban en primera página, sino que cumplen su deber en silencio y discretamente.
Sí, eso podía decir. Pero con moderación. Para no correr el riesgo de que el elogio de unos sonara a crítica a los otros. El recuerdo de los atentados aún estaba demasiado fresco. El país aún estaba lleno de plañideras en acción por Falcone y Borsellino. ¡Aún estaba lejos el tiempo en que un hombre libre pudiera expresar libremente sus ideas!
Las ideas…, los mitos…
Carú cumplió diligentemente con su encarguito y se fue a desconectar a casa del director Trebbi.
Y fue precisamente aquella noche, frente a una mediocre mousse de chocolate —hacía un tiempo que la calidad en casa Trebbi iba cayendo peligrosamente— cuando Carú hizo el descubrimiento que le cambiaría la vida.
Sucedió cuando un hermano masón, tras el convencional intercambio de saludos, le preguntó si estaba al corriente de lo que sucedía en Milán.
—¿Cómo?
—Más que en Milán, debería decir Arcore…
—Sigo sin entender.
—Corre la voz de que Berlusconi tiene intención de saltar a la arena…
—¿Saltar qué?
—¡No te veo muy lúcido, Carú! Saltar a la arena…, entrar en política… ¡Crear un partido, vaya!
—¿Y con quién creará este partido? ¿Con Mike Bongiorno y los de Drive In[18]?
Su interlocutor había puesto fin a la conversación bruscamente, molesto con su falta de tacto. Luego Carú supo, por Trebbi, que se trataba de un mando intermedio de Publitalia, la sociedad encargada de estudios de publicidad por cuenta de los canales de televisión de Berlusconi.
Aunque su primera reacción había sido de una incredulidad divertida —¿Berlusconi en política?, vale que Reagan había sido presidente de Estados Unidos, pero en fin…—, los días siguientes empezó a ver las cosas desde otro punto de vista.
Carú hizo llamadas.
Todos los que podían saber, negaban. Todos los que negaban lo hacían de un modo demasiado convencido. Demasiado aseverativo.
Carú comprendió que la noticia era cierta y se preguntó si tras el tono de charla informal del publicista no se ocultaba una especie de oferta de reclutamiento. O un sondeo.
Carú sintió un pálpito.
Carú hizo un sondeo personal.
Carú habló con gente. Recogió opiniones.
Berlusconi tenía encanto. Carisma. Desfachatez. Los que lo conocían alababan su irresistible simpatía humana. Era un anticomunista tenaz. Estaba convencido de que la izquierda se la tenía jurada. La victoria de los rojos para él podía suponer la ruina. Berlusconi también estaba cargado de deudas, y una solución política podía resultar providencial para su empresa. Berlusconi era un hombre amado por el pueblo. Unos años antes, cuando los jueces le habían cerrado sus canales de televisión, se había generado una auténtica revolución. Los niños lloraban y las mamás soltaban improperios contra los monstruos que habían matado a los pitufos.
Pero ¿bastaba con eso para crear un líder político?
Fue una colega periodista de la prensa extranjera la que le iluminó. Sucedió una noche, tras un aburridísimo debate sobre la legalidad a la luz de los procedimientos de Milán, con jueces superstar y políticos falderos. Le preguntó sobre Berlusconi; ella, con una bella sonrisa nórdica que le eliminó milagrosamente las profundas arrugas en las comisuras de una boca amplia y bien formada, respondió:
—¡Ah, Berlusconi! ¡Es tan…, tan perfectamente italiano!
Eso era. La clave de todo.
Italia.
Italia buscaba un dueño.
Italia buscaba un dueño italiano.
Berlusconi era el más italiano de todos.
Berlusconi se convertiría en el dueño de Italia.
Carú aparcó cualquier duda y cualquier miedo.
Carú escribió un texto que escondió en un archivo escondido en su ordenador. Lo llamó Líneas para el futuro y se juró a sí mismo que un día aquel texto haría historia. La historia de Italia.
En el texto presagiaba para su…, para nuestro vapuleado país la merecida paz que sigue a la anarquía.
Auguraba el surgimiento de un Nuevo Amanecer Italiano.
Profetizaba la llegada de un hombre.
Carú anuló todas sus colaboraciones y voló a Milán.
¡Quería encontrarse en el lugar indicado en el momento indicado, y por Dios que lo haría!