Estaba el representante de la provincia de Trápani y el representante de la provincia de Caltanissetta. Estaban los de Catania y Agrigento. Estaba el jefe de zona de Guadagna-Santa Maria del Gesú y el jefe de zona de San Giuseppe Jato. Y estaban los jefes de zona de Ganci y de Passo Rigano, de Caccamo, Partinico y Resuttana. Y el de Ciaculli que, para ser exactos, ahora había pasado a denominarse Brancaccio. De Villabate había venido el reggente, así como de Pagliarelli, Belmonte Mezzagno, de La Noce y de San Lorenzo. De las familias de Capaci, San Cipirello y Mistretta habían enviado, por legítimo impedimento penitenciario de titulares y titulados, sustitutos o simples «hombres de honor», así como de Altofonte.
Todos. Estaban todos. Estaban todos los mafiosos.
Allí, donde los picciotti de guardia vigilaban los coches blindados, la carretera y el sendero, estaban los mafiosos.
Donde la nieve se condensaba con el crudo invierno de Enna, estaban los mafiosos.
Sí, claro, faltaba Provenzano. Y nadie sabía quién hablaba por él. Podía ser cualquiera. Y podía no ser nadie.
El tío Cosimo, en cambio, sí sabía por quién hablaba él. Traía la última palabra de Riina. Porque Riina, el 15 de enero, había caído. Por culpa de un soplón, por culpa de un infame, de un esbirro. Pero había caído. Y se lo habían llevado a alguna cárcel especial, que hasta a los animales los tratan con más humanidad.
Y la palabra era sólo una: sangre.
Y sólo una podía ser aquella palabra: matanza.
Los mafiosos competían entre sí, a ver quién hacía las propuestas más extremas. Echar cianuro en las cañerías. Quemarlos vivos con toda la familia, a jueces y a políticos bribones. Lanzar misiles sobre la casa del Papa, que no mueve un dedo mientras los cristianos son masacrados, peor que en el Coliseo.
El tío Cosimo los escuchaba, con una sonrisa en los labios.
El tío Cosimo dejaba que se desfogaran, porque al final daría órdenes y todos acatarían sus palabras, que eran las palabras de Riina. Las palabras de Riina, con la aprobación de Provenzano; eso tenía que quedar claro.
Angelino Lo Mastro permanecía mudo en una esquina. Mordía una colilla de cigarrillo y pensaba que empezaban a circular actas judiciales con su nombre. La libertad se había acabado. Empezaba la clandestinidad. Angelino se preguntaba si había valido la pena. Si aquello que estaban celebrando no era, en el fondo, el funeral de todos ellos.
Después, cuando se decidió que había acabado el tiempo del burro que come de dos pajares, cuando el tío Cosimo hubo explicado cuáles eran los primeros objetivos y cómo y cuándo se tenía que atacar, cuando la sala se vació, el tío Cosimo se acercó sonriendo a Angelino y le dijo:
—Ven. Tengo que hablar contigo.
Fuera había anochecido. Fuera hacía un frío de perros, un frío por el que sólo quien no ha estado en Sicilia de noche puede seguir llamándola la Isla del Sol. El tío Cosimo se llevó a Angelino frente al despeñadero que dominaba el valle y, con el dedo seco pero firme, iba señalando las luces de los pueblecitos colgados de la montaña. Y recordaba el pasado, el glorioso pasado de todos ellos.
—Allí fue la matanza del 69…, allí vengamos a aquellos dos pastores que tú sabes…, y allí, en la misma plaza de la Catedral, cogimos a ese infame de Totuccio Lopiparo… Éramos tres…, como tres hermanos, éramos…, y qué triste, Angelino, cuando los jóvenes dan la espalda a los viejos…
Angelino sentía escalofríos. Y no era sólo el frío. Era la capacidad de su antiguo mentor de leerle en los recovecos más ocultos de la mente. Aquello era lo que le asustaba.
—¿Qué hay, Angelino? ¿Qué es lo que te reconcome?
—Nada, tío Cosimo, nada.
—Todo lo que hemos construido, Angelino, no podemos perderlo. No nos lo podemos permitir. Por eso tenemos que seguir adelante. Yo lo sé, que tú eres joven y ambicioso. Y también sé que a los jóvenes la cárcel os preocupa más que a nosotros, que ya hemos vivido nuestra vida. ¡Pero precisamente por eso tenemos que seguir adelante! Es el momento de permanecer unidos, Angelino, unidos como los dedos de una mano… ¡Si nos paramos ahora, lo mismo daría disolver la Cosa Nostra y entregarnos todos! Corren rumores…
Angelino se encendió el cigarrillo. El tío Cosimo mostró su desaprobación frunciendo el ceño. El humo hace daño. Las mujeres hacen daño. Sólo la Cosa Nostra no hace daño, ni lo hará nunca. Aparte de a sus enemigos. Angelino tenía cosas que decirle al tío. También sobre esos «rumores». ¿De qué rumores se trataba? ¿Los que decían que se habían puesto de acuerdo con los norteamericanos y que ellos no sabían nada? «¿Y ahora? ¿Ahora con quién os habéis puesto de acuerdo? ¿Y quién decide esos acuerdos? ¿Y por qué nadie habla con Provenzano desde hace meses? ¡Unidos, sí, como los dedos de la mano! Pero ¡qué mano!»
No era el momento. Pero ¿llegaría algún día ese momento? ¿O sería que en realidad le faltaba cada vez más el valor?
—¿Qué rumores, tío?
—Algunos tragediatori van diciendo por ahí que a Riina lo entregó una mano amiga…
Los rumores sobre el desacuerdo de Provenzano se sucedían, volaban de boca en boca, se magnificaban hasta rozar el insulto. Los «hombres de honor» ya no se fiaban el uno del otro. El hermano tenía miedo de su hermano. Las familias se iban desmembrando. Había quien acusaba al triunvirato de traición. El tío Cosimo, por fin, había preparado la lista de sujetos de riesgo: fuera porque habían sido descubiertos formulando propuestas de insubordinación, o porque se mostraran reticentes a la adhesión a las directivas impartidas por la Comisión Central. Figuraban también muchos «hombres de honor» próximos a Provenzano.
El tío Cosimo le entregó el documento a Angelino y le preguntó:
—¿A quién quieres salvar de éstos?
Angelino dio un rápido repaso a la lista de nombres. El suyo estaba en lo alto. Angelino suspiró.
—Se salvan todos los que merecen vivir, y se condenan todos los que merecen morir.
El tío Cosimo asintió. Le pidió el encendedor y quemó la lista. Después, tras un golpe de tos y una sonrisa, se retiró.
Mientras el último tizón negruzco se dispersaba por el gélido valle, Angelino comprendió que no había salida, que no había remedio. Angelino comprendió que la Cosa Nostra no tenía una puerta de salida que no fuera la muerte.
Y Angelino se sentía demasiado joven para pensar en la muerte.