1
Scialoja y Mariella Brin habían acabado en la cama dos horas después de conocerse. No era precisamente un récord, pero casi. Ella había contactado con él para una entrevista «rosa», sobre los gustos y los amores de un hombre tan poderoso como esquivo y reservado. Él había respondido dándole largas: acabar en un periódico sensacionalista no era lo que más deseaba en el mundo. Aunque la periodista —tal como añadió, malicioso— desde luego merecía un trato mejor…
—¿Está tirándome los tejos, dottor Scialoja? —había respondido con una sana carcajada la Brin, mujer de uno setenta, minifalda espectacular y pechos considerables.
—¡Nunca me lo permitiría!
—¡Qué desilusión!
—¿Aún estoy a tiempo de retractarme?
—¿Te apetece ver mi colección de grabados orientales? No es muy lejos…
De modo que ahora la Brin estaba bajo la ducha, y cantaba a voz en grito «La cobra no es una serpiente…». La Brin gorjeaba: «Por favor, querido, ¿me pasas el acondicionador de pelo?». La Brin irrumpía desnuda, brillante y con los ojos encendidos de deseo.
Como amante era del tipo excesivamente fogoso y sustancialmente inconcluyente. Se sentía irresistible. Pero no poseía ni un gramo de la sensualidad de Patrizia.
Patrizia.
Era la primera vez que la traicionaba.
Porque de traición se trataba.
Ella estaba limpia. Incluso Camporesi había tirado la toalla. Se había disculpado y había tirado la toalla. Scialoja había acabado con todo. Scialoja lo había estropeado todo.
De pronto, aquella gata zalamera que se le frotaba contra el cuerpo le dio náuseas.
Se sentía culpable, doblemente culpable. De haberla traicionado y de haberle negado su confianza.
Scialoja se levantó de pronto, desnudo como estaba, rebuscando por la romántica suite con vistas a Piazza Tor Sanguigna en busca de sus ropas, esparcidas por todas partes.
La Brin hizo una mueca. No podía importarle menos.
—Tienes razón de estar enfadado conmigo, Nico.
—No estoy enfadado contigo. Tengo que ir al trabajo.
—La entrevista no era más que un pretexto.
Ahí está. Ahora ella le exigiría el precio de la prestación. De la «contrapartida», tal como diría el Viejo.
A lo mejor necesitaba que le presentaran a alguien.
O había un director que le tocaba las narices.
O necesitaba una recomendación.
—No te preocupes. He estado muy a gusto. Eres una amante formidable.
—Mentiroso. ¡La verdad es que quería irme a la cama contigo desde la primera vez que te vi!
Scialoja se giró. Ella ahora sonreía, indefensa.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? —le preguntó, incrédulo.
—En casa de aquel director, cómo se llama, Trevi…
—Trebbi.
—Sí, en su casa. ¡Te estuve rondando toda la noche, pero tú ni te fijaste en mí!
—¿Y qué hacías en casa de Trebbi?
—Trabajo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Entrevistas, cosas así… ¡En fin, que fue amor a primera vista!
Ahora tenía a la chica a sus espaldas. Le deslizó una mano hasta el sexo. Scialoja se encogió. Ella se echó a reír.
—¿Sensación de culpa? —insinuó—. ¡Mira que yo soy muy, muy discreta! Entre otras cosas porque, al final, volverás a mí…
Scialoja sintió un sofoco. Pero ¿de dónde había salido esta Brin? ¿De una novela decadente de D'Annunzio? «Volverás a mí.» ¡Fuera, fuera! ¡No sólo no le pedía nada, sino que incluso le hablaba de amor! ¡Fuera, fuera! Scialoja le besó en las mejillas, se vistió resistiéndose a la tentación de una última performance y pudo respirar aliviado sólo cuando hubo dejado a sus espaldas Piazza Navona y una mañana gris y cargada de humo de coches, y se atrincheró tras su macizo escritorio de nogal.
¡Amor! ¡Amor a primera vista!
¡En este jodido ambiente, dominado por los intereses!
Había tres posibilidades. Primera: la chica era muy lista y el mazazo llegaría más adelante, con el tiempo. Segunda: era una de esas que siempre se enamoran, mira por dónde, de la persona ideal. De la que podía allanarle el camino, darle —como se decía en la jerga de la televisión— un «empujoncito». Tercera hipótesis, y la más inquietante: la chica era sincera.
En tal caso, se trataba de una psicópata.
En definitiva, la Brin no era más que una mediocre metáfora de su mediocre existencia. Ahora vivía en estado de alarma permanente. Mediocridad. Miseria. Y Patrizia lejos, ¡Patrizia perdida por su locura! La locura de haber sospechado de ella.
Patrizia, aquella mañana, había ido a grabar una entrega de su programa de fitness.
Cuando se disponía a entrar en casa, tras un bocadillo y un batido de manzana y zanahoria, se lo encontró frente al portal de casa. Ella no podía saberlo, pero él llevaba esperando dos horas.
Había adelgazado. Tenía un aire de culpabilidad. Había vuelto, a fin de cuentas. Había vuelto, tal como había previsto Stalin.
Ella se rio con ganas.
—¿Cómo era?
—¿Quién?
—La que te has tirado esta noche.
—Pero qué dices…
—Venga, hombre, tengo cierta experiencia en el campo… Ven, que te preparo un café.
2
Maya se detuvo con un elegante derrape y siguió con la mirada la pista azul. Le había parecido que Raffaella la llamaba. Aquel desesperado «Mamá, mamá» imaginario que, como un leitmotiv obsesivo, marcaba su jornada. Serían cien, no, doscientas veces como mínimo. En aquello, por lo menos, era igual a muchas otras mamás. Y la pequeña parecida a tantas otras pequeñas. Maestros que ayudaban, pacientes, a esforzados y minúsculos principiantes. Monos de esquí de marca de todos los colores. En la pista negra, al lado pero perfectamente visibles, los virajes con los que Ilio y Ramino Rampoldi, con un deslumbrante conjunto verde padano, se cortaban el camino, sumidos en el ancestral juego masculino de la supremacía. Pero de Raffaella ni rastro. ¿Y si se había caído algo más arriba, antes de la curva? ¿Y si se hubiera salido de la pista azul por error, o por ponerse a prueba, y hubiera embocado la negra?
—¡Mamá, mamá! ¿Qué pasa, mamá? ¿No estás bien?
No, qué alivio. Ahí llegaba, con su precioso mono rojo. Unos pasos por debajo, incluso. Raffaella debía de haberle pasado al lado justo cuando ella iniciaba la frenada. Maya sintió de pronto un pinchazo en el costado. Quizá fuera efecto del cansancio. Esquiaba en contra de las recomendaciones de los médicos. Esquiaba porque el concepto de convalecencia chocaba de frente con el sentido más profundo de la vida. Aquella obsesión por «hacer» que había heredado del Fundador. Esquiaba porque no se quería perder por nada del mundo el espectáculo de Raffaella, que remontaba los pocos pasos que la separaban de ella con la expresión triunfante del joven que por fin ha superado al viejo. Sus ojos que brillaban bajo las gafas de nieve. El movimiento frenético de los bastones, la sonrisa que ponía al descubierto los expresivos huequecitos entre incisivos y caninos…
La abrazó. Empezó a cubrirla de besos. Por un momento, Raffaella la dejó, pero luego empezó a quitársela de encima. Maya le pidió perdón, pues no había cumplido su promesa de llevarla a Kenia a ver animales, o a México o Guatemala a escalar las montañas de aquellos antiguos indios que llevaban su nombre…
—¡Pero a mí me da igual Guatelama, mamá! Yo aquí estoy bien. ¡Me divierto mucho!
Bueno, ella no. Pensó en aquello horas después, frente a la chimenea, mientras Jimmy y Shona se apresuraban a preparar la mesa, y todos los demás, la comitiva, por decirlo así, ya vestidos para la cena, se torturaban en busca de algo divertido para hacer después.
¡Faltaba poquísimo para Navidad, qué diantres!
¡Bien habría que inventar algo!
Pero nadie era capaz de inventarse nada nuevo.
No aquella noche.
No en Cortina.
El viaje se había anulado oficialmente por lo de su ojo. Pero tanto ella como Ilio sabían que, con un poco de buena voluntad, habría podido capear la prohibición del médico de algún modo. No obstante, Ilio había suspirado aliviado. Ella no había insistido. Ilio le había confesado que estaba cansado. Pero aquélla también era una versión oficial. Ilio estaba raro. Raro, pero de un modo diferente. Ésta era, en cierto sentido, la realidad del caso.
Y por tanto Cortina, of course.
Estos ricos tan previsibles. Tan rutinarios. Tan necesitados de sentir la tranquilidad que les dan las caras y los lugares de siempre.
Esa tribu insoportable.
Su tribu.
Una tribu apartheid.
Maya se quedó mirando a Jimmy y a Shona. Sus rostros negrísimos, sus movimientos elegantes. Ellos sí que sabían lo que significa apartheid.
En cuanto a ella, no era más que una señora rica, consentida y aburrida. Antes o después se apartaría de aquello. Antes o después. Pero no aquella noche. No en Cortina.
Sentados alrededor del estofado de ciervo —aunque a Raffaella se le hablaba, genéricamente, de pollo: no se puede pretender que una criaturita de apenas ocho años acepte tranquilamente la idea de comerse a Bambi a bocaditos—, Ramino Rampoldi, con un entusiasmo que rozaba el éxtasis, explicaba su reciente reunión en la cumbre con el profesor Gianfranco Miglio, el ideólogo de la Liga Norte. Definición: un viejo arrogante, padano radical. Su sueño: un norte de Italia maravilloso, devuelto por fin a los padanos.
—Sin profesores terroni. Sin obreros terroni. ¡Sin magistrados terroni!
Ramino atravesaba a la comitiva con una mirada panorámica, casi como considerando el impacto de su entusiasmo de neófito. Había quien asentía, e incluso con cierta convicción. Y había quien desviaba la mirada, como Ilio. Maya no supo resistir la tentación de lanzar un golpe bajo.
—¿También los magistrados? ¿Y eso? ¿No erais todos tan partidarios de Di Pietro y compañía?
—Sí, pero es que ahora ya se pasan.
Los brazos abiertos de Ramino. El consenso general, unánime, esta vez. Maya cruzó una mirada con Ilio, ligeramente tenso.
—¡Pero si cuando imputaron a Craxi, tú mismo, Ramino, te presentaste con una mágnum de champán!
—Prosecco padano para ser exactos, querida.
Risas. Ilio con la vista en el plato. Tampoco a él le gustaba. Ponía al mal tiempo buena cara. Pero ¿por qué? ¿Había una unidad que no podía romperse? ¿A ningún precio? Maya abandonó la mesa y se dejó caer en el sillón con una novela de misterio. Fuera Cortina o Saint-Moritz, o incluso Davos, ya que habían decidido pertenecer a una comunidad apartheid, ella misma se «apartaba». Las ganas de estar en otra parte iban en aumento. En otra parte, y en otra vida.
—¿Todo bien?
La caricia de Ilio. Su mirada llena de cariño y de preocupación.
—Todo bien.
Por otra parte, no bastaría con irse. Había que llevárselo también a él. Quemar los puentes tras ellos. Hacer tabula rasa. Y volver a empezar en otro lugar. Ilio se quedó unos segundos, le rozó el cabello con un beso tierno pero comedido.
Había algo en el aire, aquella noche. Una tensión creciente, indescifrable. Una sospecha, quizá.
El incidente llegó más tarde, cuando, como era de esperar, todos los planes para pasar una noche extraordinaria se habían quedado en nada. La comitiva se preparaba para disolverse y alguno de los invitados que se quedaban a pasar la noche en la «maravillosa» casa de época del Fundador ya se había retirado a su habitación.
Ramino Rampoldi seguía parloteando con vehemencia con Ilio y Giulio Gioioso, que se había unido a la comitiva más tarde. Y fue Jimmy quien montó el lío. Al retirar una bandeja, dio sin darse cuenta contra un vaso de whisky, y lo volcó. Una mancha enorme se extendió sobre el suéter, obviamente verde, de Ramino Rampoldi.
—¡Ten cuidado, negher de l'ostia!
En realidad tampoco era un insulto tan vehemente. Más bien una constatación. Una constatación de la pertenencia a dos clases distintas e incompatibles: a un lado estaba Ramino; al otro, el negro. El hecho de que no lo definiera explícitamente como «negro de mierda» dependía, quizá, de algún mecanismo inconsciente de consideración hacia los dueños de la casa.
Maya, que había asistido al incidente, notó la rabia reprimida en la mirada de Jimmy. Se plantó frente a Ramino Rampoldi, con su máscara de virtud ultrajada, mientras Giulio Gioioso parecía no comprender bien las implicaciones de aquello. Ilio, que en cambio preveía la tormenta, le hacía gestos desesperados de que lo dejara estar.
—Le pido excusas, señor —murmuró por fin Jimmy, inclinando la cabeza—. Si tuviera la amabilidad de dejarme su suéter…
—¡No! —dijo Maya, tranquila. Después, mirando fijamente a Ramino, añadió con una sonrisa tensa—: Ramino, me gustaría que pidieras excusas a Jimmy por ofenderlo.
Ahora la miraban como si estuviera loca. Aquello sucedía con demasiada frecuencia últimamente. Ya se imaginaba los comentarios. «Pero ¿qué le ha dado a Maya? ¿Correrán aires de crisis entre ella e Ilio? ¿Sabes que le hizo hacer un papelón al pobre Ramino, que se había quejado justamente de la distracción de un criado negro? ¡Le ordenó que pidiera excusas! ¿A quién, al criado? Qué va, ¿si no dónde estaría el escándalo? ¡A Ramino!»
—¡Perdona, Maya, era un suéter nuevo! ¡Me ha costado casi un millón de liras y ahora está para tirarlo! Francamente no creo…
—Te he rogado amablemente que le pidas excusas a Jimmy. No lo has hecho. Ahora ten la cortesía de salir de mi casa.
Le dio la espalda. Abandonó la estancia. Lo que más le dolía era la consternación de Ilio. O no entendía o no aceptaba. Una de las dos. Y para ella, ninguna, ninguna de las dos, era aceptable. Jimmy la alcanzó en lo alto de las escaleras que llevaban a la habitación de Raffaella.
—Gracias, señora. ¡Pero no hacía falta!
Quizá temiera que después le castigaran. O a lo mejor pensaba que Ramino Rampoldi montaría un lío para convencerla a ella, o a Ilio, o a los dos, de que los despidieran a él y a su mujer.
—Hacía falta —respondió cortante, orgullosa—. ¡Y no habrá consecuencias!
Jimmy bajó la cabeza. Él tampoco entendía. Y tampoco aceptaba. Si Jimmy y Shona estaban a su servicio era gracias al Fundador, que, en los largos y duros años del apartheid, no había regateado a la hora de aportar fondos al partido de Nelson Mandela. No porque hubiera tenido una visión reveladora de camino a Damasco. Al contrario, los viejos sudafricanos blancos le parecían honestos en los negocios, correctos en las relaciones privadas, fascinantes conversadores, en fin, gente justa. El problema era otro. Se trataba de cálculo y de intereses. ¿Cuántos eran los negros, y cuántos hijos tenían? ¿Y cuánto podía resistir el fortín de los blancos? Así que el Fundador hacía negocios con el Gobierno racista y pagaba bajo cuerda al movimiento de liberación.
Ella era hija del cálculo y del interés.
Todos ellos lo eran.
Hablaron del tema al día siguiente. Por lo que Ilio decía, todo se había resuelto del mejor de los modos. No es que Ramino se hubiera excusado, pero al final se había quedado el suéter con la mancha y le había pasado a Jimmy un billete de cincuenta mil liras como resarcimiento.
Maya se imaginó la escena. Ramino que, con una sonrisa forzada, le metía el billete en el bolsillo al negro, y Jimmy lo aceptaba. ¡Lo aceptaba! Maya se imaginó la escena y explotó de rabia.
—¿Qué está sucediendo, Ilio? ¿Qué nos está sucediendo a todos?
Ilio no respondió. No había respuesta.
Todos ellos eran hijos del cálculo y del interés.
Ella dejaría de serlo.