Lady Hero comes back

1

Nick Cave cantaba: «Tu funeral es mi juicio».

Valeria escuchaba con los ojos entrecerrados.

Valeria escuchaba la melodía oscura del señor de las tinieblas y soñaba con Pino Marino.

Valeria soñaba con Pino Marino y soñaba con Lady Hero.

Pero Lady Hero era una virgen vestida de negro y de beso envenenado.

Y Pino Marino un caballero demasiado indeciso.

Valeria se portaba bien.

Valeria se dejaba retratar por él.

Valeria tocaba el clarinete para él.

Valeria le explicaba el jazz y la música de frontera.

Pino descubría un mundo nuevo.

Valeria quería hacer el amor, pero él no se lo pedía.

Valeria había dicho: «Vámonos de aquí». Él le había respondido: «No puedo, ahora no, mañana, quizá, quién sabe, un día».

Valeria había insistido: «Nada de mañana, quizá, quién sabe, un día. Ahora».

Pino Marino le había dicho: «Espera».

Valeria esperaba.

Pero Lady Hero era impaciente.

Lady Hero llamaba a su puerta y la arrancaba de un sueño atormentado con su sueño seductor y un apretón de su mano diáfana y escurridiza.

Valeria recibió una llamada.

Era B.G. Estaba en Roma para grabar un espectáculo. Hacía un montón de tiempo que no hablaban. ¿Por qué no quedaban una noche para pasárselo bien, por los viejos tiempos?

—No —le dijo Valeria—. Estoy ocupada.

Valeria hizo una llamada.

Pino Marino no respondía.

B.G. volvió a llamar.

Valeria dijo que sí.

Lady Hero entró por la ventana.

Lady Hero le tendió su diáfana y escurridiza mano.

—Sígueme —le dijo.

Valeria la siguió.

2

Unos días después del episodio del tirón, Yáñez informó de que los teléfonos habían sido «liberados» y de que habían levantado la guardia. Ya no vigilaban a Patrizia. Stalin le envió al Tuerto.

—El dottore le ruega que prepare las maletas para una semana. Él ya está en Ciampino. El avión tendría que salir dentro de un par de horas.

—¿Avión? ¿Adónde?

—El dottore no me lo ha dicho, señorita. Creo que quiere darle una sorpresa. Pero me ha ordenado que le diga que coja algo de ropa de abrigo.

Patrizia, cariacontecida, miró a aquella bestia que Stalin le había presentado como «mi guardaespaldas». Era de una fealdad impresionante. Cuando le invito a entrar en casa se ruborizó y, una vez dentro, se sentó sobre una tonet, con la espalda tiesa y los brazos cruzados. Como si no supiera qué hacer con sus grotescas manazas. El fiel, obtuso ejecutor de órdenes. «El dottore me ha ordenado…» Pero también a ella le había dado una orden. Patrizia sintió que le afloraba dentro algo bastante parecido a un acto de rebeldía. No iría con él. No lo seguiría. Los últimos días había saboreado de nuevo la libertad. Había descubierto que la soledad puede convertirse en un estado cómodo. Siempre que se pueda decidir cómo y cuándo interrumpirlo. Pero aquel viaje no era una elección. Aquel viaje era una orden. Stalin no hacía más que atenerse al esquema que compartían. Él llamaba, ella acudía. Él desaparecía, ella esperaba. Era ella, Patrizia, el problema. Era su inquietud creciente, la «tormenta».

—Señorita, se está haciendo tarde… El dottore estará impaciente…

—¿El dottore se ha planteado la hipótesis de que yo no quiera ir?

El Tuerto se rascó la cabeza y empezó a frotarse las manos. La miraba con una mirada suplicante que quería decir: «No me metas en líos. No me metas en líos». Estaba claro que la orden era perentoria y no admitía réplica. Patrizia pensó en Scialoja. En sus legítimas sospechas. Se preguntó si, cuando le había mentido a propósito de su relación con el Seco, no había decidido dejar abierta una vía de fuga. Si no lo había provocado deliberadamente para que desvelara su gran mentira. Pero si era realmente la libertad lo que deseaba, había perdido la ocasión de conseguirla. Habría tenido que contárselo todo. No lo había hecho. ¿Por fidelidad? ¿Por miedo? ¿Porque aún no estaba lista para liberarse de su esclavitud? Así que ahora Stalin reivindicaba su legítimo derecho a la posesión. Mientras que el otro, Scialoja, la había dejado ir. «En tu vida no hay nobles caballeros dispuestos a escalar la torre para liberarte del dragón, pequeña Patrizia. En tu vida sólo hay un dueño llamado Stalin Rossetti.»

—Muy bien, enseguida estoy.

El Tuerto la condujo hasta el extremo de la pista donde un avión privado calentaba motores. Mientras la ayudaba a transportar la maleta, el Tuerto le susurró un tímido «Gracias». Patrizia le dio un beso en la mejilla. El Tuerto se ruborizó.

Stalin, ya a bordo, la acogió con una sonrisa y una copa de champán helado.

¡Sí, champán! ¡París! ¡La música desafinada de su vida! Stalin romántico. Stalin que piensa en cada mínimo detalle. Stalin que desaparece y vuelve a aparecer con un enorme ramo de flores. Stalin en las exposiciones y Stalin en las librerías de la Rive Gauche. Stalin en el Louvre y Stalin en Chez Lipp. Stalin que canta Les feuilles mortes a dúo con el pianista del viejo hotel de la Rue d'Aubuisson. Stalin, el de las tarjetas de crédito sin límite de disponibilidad. Stalin que, en una boîte detrás de la Bastilla, compra coca para ella a un matón pied-noir y que después se lo presenta: «Maurice algo, un viejo camarada del SDC, el servicio secreto francés». La mirada de admiración del hombre por Patrizia. El vómito en el baño del hotel, en plena noche. Stalin que le limpia el sudor. Stalin que tira al retrete la coca que ha sobrado. El desayuno en la gran cama de dosel violeta. El saqueo sistemático de las tiendas de la Rive Droite. La música desafinada que con sinuosa lentitud se transforma en una sinfonía. El poder mágico de Stalin sobre ella. La época de la gran confusión. La rendición. Stalin seductor y, por fin, Stalin inesperadamente frío, la última noche, en La Coupole.

—Las vacaciones han acabado. A partir de mañana volvemos al trabajo.

—No tiene sentido que yo me ponga a buscarlo, después de lo que ha sucedido.

—Exacto. Será él el que vuelva. Se ha puesto en ridículo. Tenemos la sartén por el mango, cariño.

Patrizia inclinó la cabeza. Stalin se concedió un suspiro de alivio. Ella se fue. Una semana de mierda, con todo ese almíbar y toda esa ternura, pero era el único modo de devolver el equilibrio al sistema.

3

La muchacha se presentó al alba. Al Tuerto le costó reconocerla. La última vez que se habían visto (ella paseaba abrazada a Pino Marino) le había parecido una de aquellas extrañas vírgenes que poblaban las fantasías pictóricas del chico. Una virgen guapa, había tenido que admitir el Tuerto, que iba mucho a misa y que lo hacía de buena gana, y que a veces limpiaba sus pecados en el transcurso de largas confesiones que suscitaban más de una mueca de incredulidad en el sacerdote de turno. Ahora que volvía a encontrarla, desaliñada y greñuda, con las ojeras amoratadas y un largo arañazo en la mejilla izquierda, el pelo sucio y el paso renqueante, veía de nuevo en ella a la drogadicta que, en el fondo, había sido siempre. Y siempre lo sería. Tanto era así que lo primero que ella le pidió fue una dosis de mierda. A cambio, le ofrecía aquel famoso trabajito con la boca.

El Tuerto no era una lumbrera, de acuerdo, pero algunas cosas, pocas y elementales, una vez que las había interiorizado, no había modo de quitárselas de la cabeza. Una de ellas era la ecuación Valeria igual a Pino Marino. Ecuación que llevaba como coletilla: Pino Marino igual a problemas. Él lo había visto en acción. Sabía de lo que era capaz aquel pequeño bastardo. Por eso, con toda la gracia y el garbo que su escasísima educación y su oligofrenia de fondo le permitían, le dejó claro a la tipa que, si tenía un poco de paciencia, la pondría en contacto lo antes posible con Pino Marino.

—Yo no quiero ver a ese capullo. Yo quiero la mierda. Si la tienes, bien. Si no, que te jodan.

El Tuerto sabía que los drogadictos suelen ser incontrolables. Lo sabía porque, de chaval, junto a otros grandullones, había tenido que participar en una larga serie de misiones de castigo contra ellos. El Tuerto recordaba con placer aquellos tiempos. Partían la cabeza a unos cuantos, distribuían un poco de mierda por la calle, usaban un poco de sana violencia para limpiar el barrio. La gente a veces les daba las gracias; otras veces manifestaban de un modo más tangible su reconocimiento. Todo un chollo. Y con los drogadictos también había tenido que tratar más tarde. Cuando lo habían aceptado en la Cadena y Stalin le había explicado que los drogadictos pueden convertirse en un recurso precioso: excelentes informadores, unos infiltrados aceptables, incluso, en caso de extrema necesidad, culpables ideales para alguna acción, si el correspondiente procedimiento de cobertura no funcionaba. Y al menos un par de veces se había dado el caso, con el secuestro y el estrangulamiento de un tipo al que se le había ocurrido hacer chantaje nada menos que a Stalin Rossetti. Al final, con los drogadictos incluso había salido ganando.

Sin embargo, sabía lo incontrolables que podían volverse. De modo que fingió pensárselo un poco, mientras la chica se balanceaba sobre una pierna, mordisqueándose las uñas ya descarnadas; después, como resignado de pronto, con un profundo suspiro le invitó a seguirla al Centro. Ella desconfió por un momento. El Tuerto le hizo el gesto de la jeringa y luego asintió con decisión. Valeria pasó incluso delante de él por las escaleras. El Tuerto observó sus medias con carreras y la amplia porción de muslo que asomaba bajo el ondear de la falda. Y fantaseó un poco con la imaginación. Sólo una inocente fantasía. Después, le vino a la mente la imagen de la hoja de la navaja de Pino Marino y la fantasía desapareció de golpe.

Cuando entraron en el Centro, antes de que Valiera se girara para pedirle la mercancía por enésima vez, el Tuerto le dio un golpetazo en la base del cuello. Un golpe inocuo, no quería hacerle «mucho» daño. Sólo deseaba quitársela de encima el tiempo necesario para buscar a Pino Marino. La cerró con llave dentro de un trastero. Por exceso de precaución, porque no se sabe nunca. La amordazó también, pero muy suavemente, con una servilleta que había anudado con mucho cuidado.

Encontrar a Pino Marino. Como si fuera fácil. El Tuerto lo intentó llamando al móvil. Con pocas esperanzas. Y efectivamente, estaba apagado. Pino parecía tener alergia a las comunicaciones. Nadie sabía dónde vivía Pino Marino. Ni siquiera Yáñez. Sólo Stalin tenía acceso a las estancias secretas. Pero Stalin estaba lejos, en París, con su amiguita. Patrizia había sido amable con él. No se había puesto a gritar ni lo había insultado, como le había pasado tantas veces en el pasado, cuando había tenido que ocuparse de mujeres. Con una así al lado —pensó el Tuerto— habría podido llegar a ser otra persona. Un capo. Pero él no era un capo, y no era Stalin. Sólo esperaba que aquel bastardo no le hiciera demasiado daño. Él no era un capo. De momento no era más que el guardián del Centro, donde, no obstante, no sucedía nunca nada. Se aburría mortalmente. Además, por si aquello no fuera suficiente, Stalin había prohibido hacer jaleo, lo que implicaba: nada de sexo. Una vida de monje de clausura, ¡y ahora la chica!

No quedaba más que ponerse en marcha. Visitar unos cuantos lugares posibles. Hacer alguna pregunta. Y también corría el riesgo de que Stalin volviera de pronto… El Tuerto sintió que le iba a estallar la cabeza. Siempre le daba dolor de cabeza, cuando se forzaba a elaborar alguna reflexión más compleja. El Tuerto se dejó caer en un pequeño sofá, después intentó ponerse en pie de nuevo, antes de que fuera demasiado tarde. Pero ya era demasiado tarde. Un dolor de cabeza que le quitaba el aliento, comparable sólo a aquella vez en que él y otro desgraciado de la Brigada Folgore se habían puesto a provocar a unos estibadores de Livorno. No habían contado con las mazas de hierro. No creían que se hubieran atrevido a tanto. Honor a los compañeros, en cualquier caso. Después de la paliza los habían reanimado a base de grappa y palmaditas en la espalda. Resultó que el desgraciado era medio comunista. El único rojo por el que el Tuerto había sentido algo vagamente similar a una sensación de agradecimiento.

El Tuerto se quitó las botas militares y se tumbó en el sofá. El Tuerto cerró los ojos y se sumergió en un sueño reparador.

Casualmente Pino Marino se dejó caer por el Centro unas horas más tarde, a primera hora de la tarde. El Tuerto se levantó de golpe. El dolor de cabeza había desaparecido. En cuanto a los ruidos y los gemidos procedentes del trastero, si le daba un momento, se lo explicaría todo.

4

Estaban en los montes de la Tolfa, al borde de un prado helado. El Tuerto y Yáñez controlaban los dos senderos de acceso. Pino Marino hacía saltar una lata tras otra con su tiro rápido y preciso. El valle resonaba con el canto inexorable de la pistola Astra que Stalin le había traído como regalo de París. Después de aquella aburrida semana con Patrizia, un poco de sano ejercicio viril era una bocanada de aire puro. Pero parecía ser que siempre tenía que haber algún problema. Problema Patrizia: resuelto. Ahora le tocaba a Pino. El muchacho estaba raro. Había algo que no andaba bien. Pino le tendió el arma, que quemaba.

—¿Echamos unos tiritos más, Pino?

—Por hoy tengo bastante.

—¿Algo no va bien?

—Todo va bien.

—Nunca se te ha dado bien mentir, Pino. A mí no. Venga, cuéntamelo todo…

—Stalin, yo… he conocido a una chica…

Stalin Rossetti suspiró. Antes o después tenía que suceder.

—Adelante. Te escucho.

—Se llama Valeria…

Stalin escuchó en silencio. Las palabras fluían a trompicones, frenadas por el esfuerzo de matizar, de minimizar. Pero había poco que matizar, poco que minimizar. La cosa era seria, muy seria. La cosa era grave. Era una crisis propiamente dicha. Stalin recordó la expresión desconfiada e irónica con la que había reaccionado el Viejo ante su decisión de ocuparse del chico.

—¿Qué hacía ahí ese Pino Marino?

—No tiene madre, sólo tiene una tía que hace la carrera en Secondigliano. Aquel día ella se lo había dejado a una amiga del gremio. Pasquale Settecorone tenía ganas de sexo. La desgraciada se lo había llevado consigo. Una pura casualidad. Eso es todo.

—¿Ha pensado en los aspectos burocráticos del asunto, Rossetti?

—Formalmente está bajo la tutela de la tía. En realidad, Pino se queda conmigo.

—¿Podría saber el motivo de esta decisión?

—Me gustan sus dibujos.

—En mi modesta opinión está cometiendo un error. Tenga presentes estas palabras, y recuérdelas cuando llegue el momento.

Por lo que parecía, el Viejo había acertado. Pero la siniestra profecía no se cumpliría. Y él no permitiría que el muchacho tomara el camino equivocado.

Durante todos aquellos años, Pino Marino había demostrado ser una excelente inversión. Había sido un…, un hijo leal, fiel y devoto. Sólo había habido un tema con el que no había nada que hacer: las mujeres. Pino Marino había matado, y volvería a hacerlo. Pero nada de mujeres. Era la única condición que había impuesto Pino, cuando Stalin le había explicado cómo sería su vida en el futuro. Yo no mato mujeres. Pino Marino no mataba mujeres y pintaba vírgenes. Stalin Rossetti aceptaba sus rarezas porque Pino Marino había demostrado ser una excelente inversión.

Al menos hasta aquel día.

Porque antes o después tenía que ocurrir. Pino se daría cuenta de que no era más que un muchacho. Un muchacho enamorado, con los ojos encendidos.

—Es una drogadicta, Pino. Los drogadictos no son de fiar.

—Se curará.

—Querría creerte, pero la experiencia…

—Sé que te debo mucho, Stalin. Y nunca te he pedido nada. Pero ahora…

Stalin Rossetti era un tipo pragmático.

Stalin Rossetti necesitaba a Pino Marino.

Stalin Rossetti sabía que, si le decía que no, le heriría irremediablemente.

Stalin Rossetti necesitaba a Pino Marino.

«Ganaré tiempo», decidió.

Stalin Rossetti le mostró una sonrisa tranquilizadora y abrazó a Pino.

—¡Deja que yo me ocupe, hijo!