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DECLARACIONES DEL ARREPENTIDO LEONARDO MESSINA A LA COMISIÓN ANTIMAFIA
4 DE DICIEMBRE DE 1992
La Cosa Nostra está renovando el sueño de volverse independiente, de convertirse en dueña y señora de un ala del país, un Estado suyo, nuestro.
En todo eso la Cosa Nostra no está sola…, son formaciones nuevas, no tradicionales…, no vienen de Sicilia… La Cosa Nostra no puede continuar sometida al Estado, a sus leyes. La Cosa Nostra se quiere imponer y tener su propio Estado.
La separación debería afectar a Sicilia, Campania, Calabria, Apulia… Si lo consiguen, habrá un nuevo compromiso con quien represente al nuevo Estado.
Ellos tienen que alcanzar un fin; sea la masonería, sea la Iglesia u otra cosa, tienen que alcanzar el objetivo. La Cosa Nostra tiene que alcanzar el objetivo, por cualquier medio.
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Para poder expresarse correctamente sobre un tema —pensaba el senador Argenti— era necesario hacerse con la mayor cantidad posible de información.
En otros términos, hay que estudiar, estudiar y estudiar.
Desde el momento en que había leído las declaraciones del arrepentido Messina, el senador se había puesto a estudiar a fondo la masonería.
La idea de base consistía en la localización de un núcleo seleccionado que habría adoptado la ingrata misión de conducir el desordenado rebaño humano hacia los verdes pastos del progreso, del orden y de la justicia. La masonería había sido decisiva para la unidad de Italia. Muchos de ellos eran de buena familia. Se podía decir entonces que se trataba de logias desviadas. Pero se podía decir también que la idea en sí era peligrosa.
Una idea elitista: deja fuera a todos los demás. No obstante, podría decirse que ésa era también la idea de Lenin: la vanguardia del proletariado, revolucionarios de acero dispuestos a derramar sangre por la conquista del Palacio de Invierno. En realidad, los bolcheviques habían derramado sangre a torrentes. En su mayoría, sangre de otros.
Horrorizado, Argenti levantó la mirada de los papeles y se pasó una mano por la frente. Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Qué vergüenza! Realmente la nueva promoción estaba rompiendo todos los cauces. Ya no había límite. Ni siquiera para un viejo comunista como él. Un paso más y se pondría a teorizar que Stalin había sido un asesino en serie.
Había que encontrar un punto de referencia.
Logias desviadas que reclutan mafiosos.
¿Y los comunistas?
Podía descartar, con toda seguridad, que alguno de sus compañeros…, quizás entre los más jóvenes y ambiciosos… Pero ¿por qué «jóvenes y ambiciosos»? ¿No había también alguno de su generación que había hecho de todo por aliarse con los socialistas de Craxi, «a cualquier precio»? Los socialistas que soltaban espumarajos de rabia por la boca. Agredían a los jueces de Milán. Usando dos varas de medir diferentes. Despiadados con el «antiguo régimen», indulgentes con los comunistas. Con aquella mezcla de cinismo y admiración que los italianos tributan a los listillos que se salen con la suya, se vociferaba que los comunistas saldrían indemnes de la tormenta judicial porque eran demasiado listos como para dejarse pillar.
Deshonestos, y por tanto diferentes a los demás.
Sólo que más pelotas.
Sin embargo, Argenti no había aceptado nunca una lira de dinero sucio en toda su vida. Y le habían educado en el culto a la ética del partido en contraposición con la inmunda Babilonia de los torrezneros clérigo-fascistas.
Por ello se había resistido a cualquier tentación de compromiso, para que el partido no se viera afectado por las investigaciones. Pero había que admitir que el partido estaba lleno de compañeros, jóvenes o mayores, que habían digerido mal su intransigencia. Aquéllos ya estaban «listos». ¡Habría tenido que presentárselos a Scialoja!
Volvió a concentrarse en el tema: masonería y poder.
Idea noble, pero por tanto peligrosa. Y no sólo eso, porque cada secta se considera la única. Son ideas que no toleran la competencia. Cada grupo cree actuar con el mejor de los fines. Y el objetivo es sólo uno: el poder.
Mafia y masonería.
Messina hablaba de un proyecto separatista.
Argenti examinó su archivo. Ahí estaba: separatismo siciliano. Movimiento nacido durante la Segunda Guerra Mundial que propugnaba la escisión de Sicilia de Italia y su afiliación a los Estados Unidos de América. Más o menos. Argenti releyó los apuntes sobre el separatista Giuliano. El atentado de Portella della Ginestra. Las nuevas hipótesis de los historiadores sobre el papel de fuerzas externas a la mafia. La ejecución de Giuliano. El café envenenado de su lugarteniente Pisciotta[16].
Había otro café envenenado en la historia reciente de Italia.
Se lo habían servido al empresario Sindona en la cárcel de Pavía.
Sindona, que en 1979 hizo que el médico Miceli-Crimi le disparara en una pierna.
Sindona, que había vuelto a Sicilia con un proyecto separatista.
Sindona masón.
Sindona envenenado.
¿Cómo decía aquella cancioncilla burlona? «Venga a tomarse un café con nosotros. Ucciardone[17], celda treinta y seis…»
La declaración de Messina dibujaba un contexto ambiguo.
¿A quién se refería la expresión «nuevo Estado»? ¿Al nuevo Estado nacido del separatismo? ¿O al Nuevo Estado italiano que habría tenido que llegar a algún acuerdo con la mafia?
¿Y si a la izquierda le llegara «realmente» el momento de gobernar?
¿Habría aceptado hacer pactos con la mafia?
¿Era eso lo que pensaban Riina y sus acólitos?
Sin duda, eso era lo que pensaba Scialoja.
Le entraron ganas de reír.
«Camarada Argenti —le diría un día una voz—. Hay que hacer algo por nuestros hermanos mafiosos.»
¿Y qué habría respondido? ¿Habría obedecido? ¿O los habría enviado a todos a tomar por culo? ¿A la espera de que colocaran en su lugar a alguien con mayor predisposición?
¿Quizás un camarada más joven y ambicioso? ¿O un viejo con ganas de revancha? Uno «predispuesto», en cualquier caso.
Se le pasaron las ganas de reír. El senador Argenti sintió un escalofrío de terror. Un miedo de otro tiempo. El miedo de un niño que en una tarde de lluvia pierde la seguridad del contacto con la mano materna y se encuentra vagando por entre una selva de piernas desconocidas, hostiles, y grita desesperado, y nadie acude en su ayuda.
La mafia. La masonería. ¿Eran realmente las piedras angulares del poder italiano?
¿Realmente era imposible prescindir de ellas?
La mafia. La masonería. Y los norteamericanos. Los habían mantenido alejados del poder durante todos aquellos años. Los largos años de la Guerra Fría. Ahora que la Guerra Fría se había acabado y que los norteamericanos ya no daban miedo, ¿quién se ocupaba de tener controlados a los ex comunistas?
¿Y cómo?
¿Con sutiles engaños?
¿Con otras bombas?
¿O convenciéndolos de que pactaran?
¿Y no era mejor, entonces, perder?
¿No era más justo, entonces, perder?
¿Y renunciar a la posibilidad de cambiar las cosas?
Pero ¿las cosas pueden cambiar algún día?
Cuando Beatrice volvió de uno de aquellos aburridísimos vernissages a los que iba ella, con la piel fresca por el aire de invierno que sabía a nieve y con un rayo de luna en los cabellos, lo encontró acurrucado en el sillón, a oscuras, con las gafas en la frente, presa de un sueño pesado que le daba la expresión de un niño asustado.
En la mesita frente al televisor apagado aún estaban los restos de una pizza con peperoni.
Beatrice lo sacudió levemente. El senador murmuró algo que su compañera no comprendió.
—Yo no quiero nada de todo eso —murmuró Argenti—. No permitiré que suceda.
A la mañana siguiente irrumpió en la oficina de Scialoja enarbolando la declaración del arrepentido Messina.
—¿Es esto lo que está tramando, Scialoja? ¿Quiere regalarle a Sicilia la independencia? ¿Quiere que nombremos a Riina senador vitalicio?
Scialoja cogió la declaración y la dejó a un lado con una mirada triste. Después le invitó a que se sentara. Argenti se avergonzó de su propia agresividad y sintió la tentación de disculparse. Scialoja parecía demacrado, chupado, como si hubiera perdido la energía. Llevaba incluso una barba de uno o dos días.
—Ya no hay nadie que crea en el separatismo, senador. En cuanto a mí, me contentaría con mucho menos. Un gesto humanitario, por ejemplo. Permitir que un viejo capo muriera en su casa. Trasladarlo a una cárcel menos inhumana. Alguna pequeñez, un pequeño gesto. El Estado no se vendrá abajo por tan poco.
—Significa negociar, Scialoja. ¡Y eso el Estado no puede hacerlo!
—Ustedes los comunistas no cambian nunca, ¿eh? Como en los tiempos de Moro: no se negocia, no se negocia, y mientras tanto…
—Fue una decisión dolorosa… ¡y obligada!
—Ya, ¿quién lo niega? ¡Y un año más tarde hemos pagado a los de las Brigadas Rojas y a los de la Camorra para liberar a Cirillo! Venga, hombre, usted tiene en la mente un Estado que no existe, senador.
—Cualquiera que sea el Estado que tengo yo en la mente, Scialoja, gente como usted no debería formar parte de él.
Argenti se levantó, volvió a coger la declaración y se despidió con un gesto más bien forzado. Scialoja se pasó una mano por el pelo.
—¿Le envidio, sabe? Envidio su seguridad…, o es blanco o negro, los buenos aquí, los malos allí… Aquí, en la zona gris, las cosas las vemos algo diferentes… Aquí los colores se confunden todos… y… ¿Quiere saber otra cosa? Al cabo de cierto tiempo, uno se acostumbra. Le deseo que pueda mantenerse el máximo tiempo posible del otro lado de la barrera.
Y aquéllas no eran las palabras del hijo de puta que gestionaba los archivos clandestinos del Viejo. Eran las palabras de un hombre amargado y mucho, mucho más complejo de lo que su papel actual y su historia personal dejaran entrever. Sólo mucho después, durante su último encuentro, entendería Argenti que, a su modo, en aquel momento, Scialoja le estaba pidiendo ayuda.