1
«Esto es lo bueno que tiene la zona gris: cuando estás dentro, estás en el centro del mundo, y nada que sea realmente interesante o que pueda llegar a ser conveniente se te puede escapar. Pero basta un pequeño momento de distracción y estás fuera. Y entonces la historia te pasa al lado, te mira con sus ojitos maliciosos y, en menos que canta un gallo, te descarta. Y volver al juego se hace cada vez más difícil. Y costoso», pensaba Stalin Rossetti. Aquella sanguijuela de Billy Goat le había exprimido bien. Y por si fuera poco, los mafiosos le habían recompensado a su modo por el cadeau del pobre Manuele Vitorchiano.
—Es cierto —había pontificado el tío Cosimo— que nuestro Rossetti nos trajo al «infame». Pero también es cierto que durante años hizo negocios con él, consciente de su situación como muerto andante. Así que, como él sacó partido, ahora nos toca a nosotros.
Conclusión: en lugar de su hombre, ahora para controlar la red de distribución por el centro de Italia habían colocado al pimpollo de una familia de Catania aliada de los Corleone. Un perfecto subnormal que aprovechaba su cargo para robar a hurtadillas. Y un treinta por ciento de las ganancias pasaban directamente de los bolsillos de Stalin a las voraces fauces de la Cosa Nostra. Al final de una reunión «operativa», con el debido respeto, le hizo notar a Angelino Lo Mastro la evidente pérdida de estilo de los sicilianos. Estaban en una casita del alegre pueblecito de Las Marcas que el joven había elegido como cuartel general, oficialmente para darle un empujón a una región de consumo bastante moderado; en realidad porque el ambiente del lugar le gustaba a su remilgada consorte.
—Habéis sido un poco puntillosos —observó, secamente, Stalin Rossetti.
—Sí, tienes razón. Se podía haber hecho la vista gorda —convino Angelino—, ¡pero mientras allí abajo estén los viejos, se hace a su modo!
—Está bien. Pero que valga la pena.
El mero hecho de que un uomo d'onore hubiera osado expresar una velada crítica a la organización en presencia de un «no bautizado» era de por sí una señal de excepcional benevolencia. Y por otra parte, era inútil insistir. Los mafiosos nunca cambiarían de idea. Era inútil insistir, cuando había otra mucha carne en el asador. Pero no se quedó con las ganas de dar una estocadita más, por puro placer.
—En Florencia no fue muy allá, ¿eh, Angelo?
Angelino se lo quedó mirando, con cara de pocos amigos. Unos días antes, en Florencia, los picciotti[14] habían depositado explosivos en los jardines de Bóboli. Hasta aquí todo bien: tenía que ser el inicio de la nueva fase. El problema fue que nadie se dio cuenta. Sucedió que el encargado de efectuar la llamada reivindicativa, la que explicara a quien correspondía que la mafia cambiara de estrategia, que a partir de ahora tendrían que esperarse otras medidas de presión diferentes a la eliminación de un juez ya condenado o de un viejo compadre que ya no convenía mantener con vida…, sucedió que el mafioso, un ignorante, un plebeyo, un mentecato, no se había explicado bien.
De modo que el aviso había caído en saco roto.
Y nadie se había enterado de nada.
—Pues sí, ¿qué quieres que te diga? Usamos a un picciotto algo cateto. Era el que teníamos a mano. ¡Pero que fuera tan cateto no me lo esperaba ni siquiera yo! ¡Joder, Stalin! ¡Desde luego la tienes tomada con nosotros!
—¿Yo? ¡Qué va! Estoy a punto de hacerte un buen regalo, amigo mío. Escúchame…
Mientras le contaba todo lo que le había explicado Billy Goat, Stalin se relamía con las expresiones del mafioso. Estupor. Consternación. Resentimiento. Orgullo herido. Era evidente que al joven Lo Mastro lo habían mantenido apartado de todo. Y se preguntaba: «¿De quién puedo fiarme ahora?». Y se preguntaba: «¿Dónde ha ido a parar la regla que impone al hombre de honor decir siempre la verdad en presencia de otro hombre de honor?». ¿Había existido realmente alguna vez, aquella regla? Los que estaban al corriente les han mandado al matadero, como corderitos de Pascua, y mientras tanto los parientes norteamericanos les decían adelante, adelante, y ellos seguían adelante, sin saber nada, iban haciendo. Después, al final, había sucedido lo que tenía que suceder. Y Stalin Rossetti, insinuante, que le apoyaba una mano sobre el hombro, y le repetía: «Sólo te puedes fiar de mí, sólo de mí…».
Angelino se sintió sofocado. Salió al balcón, se encendió un cigarrillo. El valle estaba sumergido en una neblina enfermiza, desvaída. Hacía frío. ¿Tenía que ir muriendo lentamente en su corazón la Cosa Nostra? Todos los que se habían arrepentido, antes o después, habían dicho aquello: que no eran ellos los traidores. Era la Cosa Nostra quien los había traicionado. Con un gesto horrorizado, Angelino se dio cuenta de que empezaba a entender a aquella gente. El cansancio de aquella gente. El non ne pozzu cchiú[15] de aquella gente. ¿Era aquello lo que se sentía cuando uno se quedaba huérfano? «Sólo de mí, sólo te puedes fiar de mí…» ¿Y tenía que ponerse en manos de aquel extraño? ¿Aquél era su destino? El cigarrillo se lo había fumado el viento. Un viento que producía escalofríos. Angelino volvió dentro. Stalin Rossetti, en un ataque de rabia, estampó el teléfono móvil contra una pared.
—Tengo que volver a Roma. Te diré algo muy pronto.
2
Salía por la mañana, temprano. Hacía compras. Volvía a la hora de comer. Después al cine. Por la noche, frente a la tele, con la pantalla encendida hasta tardísimo, a veces se dormía allí mismo. Los chicos del turno de noche no habían observado nada interesante. Camporesi les había dado el relevo a las once. Ahora estaba escondido en un coche con una matrícula civil. Ella llevaba media hora en la peluquería, y vete a saber para cuánto tenía. Una llovizna incómoda caía sobre Via Sabotino. Era uno de aquellos momentos en los que las personas sanas envidian a los enfermos adictos al humo. Un cigarrillo al menos habría atenuado la sensación de aburrimiento. Llevaba dos días así. Patrizia llevaba una vida quizás hasta demasiado normal. Poquísimas llamadas. Proveedores, el fontanero, una amiga fotógrafa que no había vuelto a llamar, el canal de televisión con el que colaboraba de vez en cuando, para acordar una grabación del programa de fitness. Todo muy normal. Todo demasiado normal. O si no, todo desoladoramente banal, si era cierto. ¿Había metido la pata? Patrizia no le gustaba. Tras la seducción le había parecido intuir una agresividad feroz, ultrajante. Pero, a veces, tras aquella agresividad asomaba una punta de timidez e indefensión que tenía la capacidad de desconcertar. ¿Quién era realmente Patrizia? Scialoja había perdido la cabeza por ella, y sin embargo no había rechazado sus sabios consejos. ¡Sabios consejos! Aquella mujer lo excitaba, ahí estaba el caso. Aquella mujer segregaba feromonas tóxicas. No podías estar en un mismo espacio con ella sin saturarte de ellas. Camporesi deseaba a Patrizia. Si consiguiera demostrar que era falsa, mentirosa, oportunista…, bueno, sólo le habría hecho daño a ella y a Scialoja, y a sí mismo. Pero ¿por qué, entonces, estaba Patrizia con Scialoja? ¿Por qué? De su jefe, Camporesi no quería opinar aún. Pero seguía preguntándose —como todos, desde luego— por qué el Viejo le había escogido precisamente a él. Tan gris, tan… ¿A lo mejor era precisamente aquello lo que le había convencido? ¿Su absoluta carencia de cualidades? Patrizia salía de la peluquería. Con un pañuelo para protegerse el pelo. Patrizia abría el paraguas rosa y se dirigía con paso decidido hacia el paso de peatones, en dirección, quizás, al célebre café Antonini. Camporesi oyó el rugido del motor de una moto que se acercaba y se giró de golpe. Eran dos, con cascos. Iban hacia ella. Camporesi abrió la puerta del Golf. Pero llegó demasiado tarde. Patrizia ya estaba por el suelo, con cara de susto. La moto desapareció de allí. El del asiento posterior llevaba apretado contra el pecho el bolso recién tironeado. Instintivamente, desenfundó la Beretta reglamentaria. Una mujer gritó. Se estaba formando un corrillo en torno a Patrizia. Un hombre de pelo gris la ayudaba a ponerse en pie. Un curioso que iba en un Volvo se detuvo, y no le dejó ver el corrillo. La mujer volvió a gritar. Camporesi la vio dar unos saltitos, señalando algo con la mano extendida. Dos o tres personas empezaron a exaltarse, señalando en su dirección. Había otros curiosos en la acera contraria. Lo miraban con expresión horrorizada. Por fin Camporesi se dio cuenta de la situación: estaba en medio de la calzada, pistola en mano, descompuesto. Un idiota descompuesto y armado. Un idiota que estaba cargándose su propia tapadera. Retrocedió hacia el Golf, esforzándose por lucir una sonrisa tranquilizadora. Pero seguía agitando la pistola, y ahora ya todo el mundo gritaba al verlo. Metió la pistola en su funda, arrancó y salió de allí quemando neumático. Por el rabillo del ojo vio a Patrizia y al hombre del pelo gris. Él la sostenía, ella caminaba trastabillando. Volvió a pasar por allí unos minutos después. Dos patrullas controlaban la zona. La mujer que había gritado reconoció el Golf y se puso a jalear furiosamente a un agente. Para evitar más jaleo, Camporesi se le acercó mostrando la placa. La gritona, decepcionada, se desinfló. Nada ni nadie le quitaría de la cabeza que el tirón no era más que una maniobra de distracción. Y a todo esto él había perdido a Patrizia.
3
Más tarde, en el salón del Centro de Estudios e Investigaciones, Stalin se excusó por la falta de pericia de los dos de la moto.
—Es que no había tiempo. ¡He tenido que buscarlos por la calle!
—¡Así que ha hecho que me siguieran!
—Tú también has visto a Camporesi, ¿no? Plantado en medio de la calle, como un pistolero majara… Ah, y también tienes los teléfonos pinchados.
—He seguido tus instrucciones.
—Y efectivamente no ha pasado nada.
—¿A eso le llamas tú «nada»?
Stalin la besó con ternura.
—Cálmate. Has estado muy valiente. Y ahora explícamelo todo.
—Hay poco que explicar. Ya no se fía de mí.
—Es por lo de la historia con el Seco, ¿no?
—Sí. Tenías razón. He sido una tonta.
—Es un error remediable.
—No creo.
—Sigues infravalorándote, Patrizia.
—Ya no me apetece hacerlo, Stalin. ¡Acabemos ya con esta historia, por favor!
Stalin no respondió. Puso su canción. Patrizia cerró los ojos. Acabar. O volver a empezar.
—Ahora vuelves a casa y retomas tu vida de siempre. Tenemos que convencerlo de que sus sospechas son infundadas. Fíate de mí, Patrizia. Todo irá bien.