El amigo americano

1

Apenas habían puesto el pie en la elegante suite que Scialoja había reservado en el Pierre cuando él le dijo que no la llevaría consigo a Washington.

—Tendrás que conformarte con Nueva York, me temo.

—Pero ¿por qué?

—No sabría cómo justificar tu presencia.

—¡Siempre puedes decirles que soy tu secretaria!

—No es tan simple, con esos puritanos…, pero dentro de dos días estoy de vuelta. ¡Te lo prometo!

Había durado una semana. Patrizia había aprovechado la ocasión para visitar Nueva York de cabo a rabo. Había experimentado la espontaneidad y la velocidad de los neoyorquinos. Había quedado impresionada por los rascacielos. Había gastado tres carretes de fotografías estudiando los enfoques más absurdos de las Torres Gemelas. Durante sus largos paseos, o mientras se relajaba en el jacuzzi o en el bar del hotel, donde había distribuido propinas a los camareros para que mantuvieran alejados a los inoportunos, había tenido la ocasión de descubrir un nuevo placer. El placer de la libertad. Por primera vez, tras tanto tiempo, la soledad no le parecía temible, sino seductora. Había vuelto a sentirse dueña de sí misma, de su tiempo, de sus decisiones e incluso de sus indecisiones. Le habían aflorado a la mente recuerdos que le habían provocado una gran turbación. Y, tras la estela de los recuerdos había empezado a proyectar vagamente algo parecido a un futuro. Ella, que nunca había creído en el futuro. Patrizia sentía que estaba al borde de una tormenta. La advertía con dolorosa lucidez: un torbellino inminente, un cambio, quizá. Había intentado hablar de ello con Scialoja. Hablaban por teléfono todas las noches. El tono de él, a veces expeditivo, otras formal hasta resultar frío, la había frenado. Era el tono de un hombre que trabaja, de un hombre que está «de servicio». Un hombre que nunca se esforzaría por penetrar más allá de la superficie de la conversación. Decidió dejarlo para mejor ocasión. Y sin embargo, aquel puntito indefinible que se le estaba formando dentro antes o después explotaría. En su soledad hizo otro descubrimiento. Cuanto más tiempo pasaba, más se desvanecía en su recuerdo la imagen de Stalin. Una sensación nueva, en ocasiones devastadora. Stalin, por su parte, le había prohibido cualquier contacto hasta su vuelta a Italia. La prohibición, que en un primer momento la había irritado, había resultado ser una auténtica bendición. No era a Stalin a quien quería hablarle de la tormenta, sino a Scialoja. Y ahora que él había vuelto, ahora que lo veía venir hacia ella por la Quinta Avenida, con su abrigo de corte elegante y los cabellos ligeramente enmarañados, ahora tenía ganas de decirle que estaba contenta de tenerlo de nuevo a su lado, que Nueva York sería un lugar excelente para partir de cero. Pero el beso que intercambiaron era frío, demasiado frío, como la tarde que el sol se apresuraba por abandonar. Scialoja tenía un aspecto hosco, devorado por una angustia que ni siquiera el cálido contacto de su piel conseguiría aplacar.

—Mañana te llevo a Maine, Patrizia.

—¿A Maine? ¿Y qué hay en Maine?

—Oh, un montón de cosas. Ballenas, por ejemplo.

—¿Y desde cuándo te interesan las ballenas?

Las ballenas, a decir verdad, no le importaban demasiado. Pero en Maine estaba un tipo, un tal Billy Goat, que quizá podría darle las respuestas que había venido a buscar a Estados Unidos. Patrizia le lanzó una mirada de decepción y se dejó absorber por una tienda de moda italiana.

Scialoja aprovechó para encenderse un puro. Hacía un tiempo que había vuelto a fumar. En Estados Unidos era un problema. Los norteamericanos se estaban volviendo intolerantes con el humo, como con tantas otras cosas.

En teoría, habría podido perfectamente ir a Maine solo. Patrizia desde luego habría preferido quedarse un poco más a orillas del Hudson. Pero ya se había sentido solo bastante tiempo. En Washington le había resultado duro.

Le habían llevado de un despacho a otro, había sido recibido en todas partes con un respeto incluso ofensivo por parte de una banda de impasibles hijos de puta que lo negaban todo fingiendo escandalizarse: «¿Nosotros, desestabilizar Italia? Come on, Mr. Scialoja, come on! ¡Nuestros queridos amigos italianos! ¡Nuestros mejores aliados!». Ni siquiera el Libanés y sus muchachos negaban algo con tanto ahínco.

Todo aquello apestaba a patraña. Tanta negación era un insulto a su inteligencia. Pero ni siquiera lanzándose a los pies de los más experimentados contactos del Viejo, Scialoja había conseguido abrir una grieta en aquel muro de silencio. Y se preguntó si también el Viejo, cuando volaba a Washington para sus «consultas» periódicas, habría tenido aquella misma sensación de ser tratado como un vasallo insignificante. «Quizás el Viejo no iba a Washington. El Viejo “era convocado” a Washington», se dijo con una punta de maligna satisfacción.

En fin. Estaba a punto de izar la bandera blanca cuando Freddy M., un joven analista homosexual, tras atizarse el quinto o sexto Martini e informarse sobre el estado del movimiento de liberación homosexual en Italia, le había puesto una mano en la rodilla y, mirándolo fijamente a los ojos, le había dicho:

—Tendrías que hablar con Billy Goat. Es el único que puede ayudarte.

Scialoja había apartado delicadamente la mano, encajando la sonrisa dócil y decepcionada del otro, y le había rogado que le organizara un encuentro.

—Te costará un pico —le anunció Freddy.

—Tú organízame el encuentro.

Al día siguiente había ordenado a Camporesi que efectuara el ingreso en un banco de la isla de Guernsey. Su ayudante se había puesto a gritar.

—¡Pero son doscientos mil dólares!

—¿Y? ¡Sáquelos de los fondos que ya sabe y no me maree!

—¿Y si fuera un timo?

—Camporesi, está adquiriendo un feo vicio: habla demasiado. ¡Ejecute y basta!

Sí, podía ser un timo. En los discos que llevaba consigo, una pequeña selección del archivo del Viejo de la serie «Véase la voz EE. UU.», ese Billy Goat no aparecía. ¿Podía ser que se le hubiera escapado al Viejo un contacto potencial como aquél, al más alto nivel? Pero aunque fuera un timo…, él tenía que saberlo. Y aquel tipo que se había retirado a vivir en Maine, tras lo que Freddy M. había definido como «una vida pública de novela», era la única conexión que le quedaba con «el proyecto americano».

Patrizia salió de la tienda con las manos vacías.

En toda la noche no se dirigieron la palabra.

2

Mientras conducía su descapotable de color naranja hacia el pequeño aeropuerto de Bangor, Billy Goat pensaba en el mejor modo de resolver el asunto.

El italiano había pagado, así que se había ganado el derecho a acceder a la información solicitada. Enviarlo a casa con las manos vacías iba en contra de la ética protestante a la que la mitad americana de Billy prestaba ciega obediencia.

Sin embargo, su otra mitad, la que llevaba en el ADN de un niño nacido como Santo Mastropasqua en un barrio popular de Milwaukee y que se había convertido en Billy Goat por vergüenza, a pesar de las burlas y el racismo de los buitres anglosajones, le decía que no se fiara. Los italianos eran retorcidos, ambiguos, poco claros, paranoicos, propensos a faltar a su palabra, enamorados de la traición, que cultivan como un arte sublime. Con los italianos había que estar siempre en guardia.

Por otra parte, una divulgación de datos excesiva podría resultar contraproducente, incluso pensando puramente en la «conveniencia».

Tres años antes, cuando habían ganado la guerra santa contra el Satanás rojo de Oriente, Billy Goat, al igual que muchos otros oscuros héroes que se habían cubierto de gloria en acciones que oficialmente nunca habían tenido lugar, había sido desplazado brutalmente.

Ya no hacía falta gente como él. Es lo que habían decidido en las altas esferas.

Billy había contactado con Freddy M., un mariquita tirando a radical obsesionado con la historia secreta de la guerra al comunismo, y en el momento de la despedida le había dado a olisquear un poco del material que había llevado hasta allí de un modo no del todo transparente. La historia de la operación Cóndor, en la que en realidad apenas había profundizado, al jovencito de mejillas rosadas le había fascinado. Ciertos detalles —se hablaba de cuando, con los muchachos de la Dina, la Policía secreta de Pinochet, cargaban a los prisioneros en los aviones y los descargaban en el océano tras haberles aturdido con morfina con fines humanitarios— habían provocado en él indignación y conmoción. Una indignación y una conmoción que se habían traducido en un buen fajo de billetes cuando Freddy M. había presentado el proyecto My Life as a State Killer a un importante editor. El editor había abierto inmediatamente el grifo del dinero. En aquel punto, Billy había hecho correr la voz de su nueva pasión literaria, y había llegado a algunos elementos destacados que desde luego no iban a dar saltos de alegría al publicarse el libro. Pero la voz iba acompañada de una siniestra y muy sagaz profecía: «Si me ocurriera cualquier cosa, las páginas, depositadas en un lugar seguro, serán publicadas con nombres y apellidos. Los de verdad».

Así Billy tenía por un lado pendiente al mariquita, que saboreaba sus relatos e informaciones con vistas a la publicación de una obra maestra destinada, con suerte, a aparecer a título póstumo; y por otro lado, se había asegurado una sinecura nada despreciable, financiada por sus antiguos compañeros.

Mientras tanto, no les hacía ascos a otros trabajitos. Como el que tanto interés despertaba en el italiano. El hombre que había ocupado el lugar del Viejo.

Al salir a su encuentro en el vestíbulo del aeropuerto, con la mano extendida y una amplia sonrisa estampada en la cara, Billy decidió que le diría algo, pero no todo. Tendría que ser él quien interpretara la señal. Por lo demás, no era asunto suyo.

El italiano, Scialoja, se había traído consigo a su amiguita. Un tipo notable, aunque algo huraño. Billy, tras conducir a sus invitados al cottage que había adquirido unos meses antes en Blue Hill, confió a miss Patrizia a los cuidados de su nueva esposa, Ingrid, una mujerona medio noruega y medio india o, para ser políticamente correctos, native American.

La impaciencia del italiano se reflejaba en cada uno de sus gestos, en cada una de sus frases. Se mostraba desesperado por cualquier información. Billy, haciendo gala de la hospitalidad que dictaban las antiguas tradiciones de Maine, le daba largas, se tomaba su tiempo. Obligó al italiano y a su hermosa acompañante a dar un paseo turístico por el pueblo mientras él iba alabando las bellezas de Maine. Maine era un puerto de llegada. Maine era una conquista. Maine era un nido de jodidos radicales, pero también un pedazo de la vieja América inmortal que ejercía sobre los hijos de los inmigrantes una atracción casi enfermiza.

Para cenar se sirvió bogavante con mashed potatoes. Scialoja, resignado a aquel intercambio de palabras insulso, picoteó el crustáceo, pero apenas probó el Chardonnay Lorenzo Mondavi, que a su gusto adolecía de un retrogusto a melaza. Hasta el punto que Billy Goat, sacudiendo la cabeza con un gesto de desaprobación, se vio obligado a destapar un mediocre rosado de Oregón. En cuanto a las mujeres, aunque no estaba claro en qué idioma se comunicaban, parecían entenderse de maravilla, como si se conocieran desde siempre.

Por fin, mientras Ingrid y Patrizia, al final del embarcadero que penetraba en el océano, disfrutaban en un éxtasis silencioso de una de las últimas y maravillosas noches estrelladas de la temporada, Billy decidió que ya tenía bastante de jueguecitos y, mirando a Scialoja fijamente a los ojos, le dijo:

—No ha habido nunca, a nivel gubernativo, un proyecto para desestabilizar Italia.

—¿Me está diciendo que acabo de apostar doscientos de los grandes al caballo equivocado?

—¡He dicho «a nivel gubernativo», mister Scialoja!

—Entonces hábleme de los otros niveles.

—Mejor hablemos un poco de política. Periódicamente, mis compatriotas parecen advertir una perniciosa necesidad de libertades constitucionales y derechos civiles, de tutela de las minorías y de recuperación del sueño americano, y éste, amigo mío, es precisamente uno de esos momentos…

—¿Podría intentar hablar más claro?

La mirada de Billy adoptó un aire de maldad y su tono de voz se volvió duro.

—Clinton será elegido presidente. Clinton toca el saxofón como los negros…, oh, perdón, como los ciudadanos de color… Clinton babea por el Papa. A Clinton le da igual si en Italia o en cualquier otra parte del viejo continente los rojos se hacen con el poder. Clinton mira a Oriente. A Clinton le pierden los buenos sentimientos. Clinton mira a su alrededor y no ve más que odio. Clinton se pregunta: «pero ¿por qué nos odian? ¡Nosotros somos una gran nación! ¡Tienen que querernos!». Clinton hará lo imposible por hacerse querer por los beduinos, por los mugiki, por las lesbianas con los ojos almendrados, por los defensores de los derechos de las focas monje y por la Liga por el desarme unilateral… Los norteamericanos adoran a Clinton, y Clinton meterá a su país en líos. ¡Pero no siempre ha sido así!

—Creo que empiezo a comprender.

—Ya. No siempre ha sido así. Y no todos pensamos igual. No me sorprendería si, dada la situación que le acabo de exponer, en un pasado reciente algún ciudadano con las ideas claras en esta parte del océano se hubiera dirigido a algún ciudadano con las mismas ideas en la otra parte del océano… Los vínculos entre nuestras comunidades siempre han sido muy estrechos y profundos, pero convendrá conmigo, mister Scialoja…

—¡Desde luego, mister Billy Goat! Muchos hablan aún el mismo idioma. Quizás el siciliano…

—Algunos se han sentido autorizados a ir más allá. Han pensado que determinada isla estaría mejor bajo la bandera de barras y estrellas que bajo la tricolor…

—Pero…

—¡Pero quizá se hayan pasado!

—Ha sido muy ilustrativo, mister Goat. Y muy útil.

«Útil, quizá», pensó Billy, mientras avivaba el fuego del puro. Claro, hasta cierto punto. Pero si el italiano quería leer la historia en términos de mafia de aquí y mafia de allá, estupendo. Las cosas eran mucho, mucho más complejas. Por otra parte, había pagado, y se merecía alguna otra aportación. Billy repitió a Scialoja, obviamente sin citar las fuentes, el discursito que le habían hecho en julio, cuando la victoria de Clinton ya parecía inevitable, a sus amigos texanos.

—Pero todo eso ya es historia pasada. Es como cuando compras una maravillosa vaca de ancha grupa y a la primera monta te das cuenta de que la mala bestia es estéril. Desde luego podrías tomarla con el hijo de puta que te la ha vendido, o llevarla a un especialista para ver si hay algún remedio nuevo, pero sólo perderías un montón de tiempo y de energía. ¡Casi es mejor comprarse otra vaca!

Las mujeres entraron en la casa con la cara rosada por el frío y los ojos brillantes. La conversación se había agotado. Scialoja y Patrizia cerraron tras de sí la puerta del pequeño apartamento decorado en madera donde les había conducido la presurosa Ingrid. Patrizia sintió que algo le rozaba la pierna. Gritó. Scialoja lanzó una mano instintivamente y logró aferrar al vuelo al intruso. Era un chipmunk, una ardilla americana. Lo miraba con una expresión entre furiosa y aterrada. Se debatía en una serie de esfuerzos patéticos por morderle los dedos.

—¿No es mona? —preguntó Scialoja. Patrizia estaba pálida, con los puños apretados y una expresión de terror en el rostro—. ¡Podríamos llevárnosla a Italia!

—¡Suéltala! ¡Por favor, deja que se vaya!

—Pero ¿por qué? Si aquí está calentita, con nosotros… Deja que sea ella la que escoja, ¿no?

—¡Nadie escoge nunca, nadie! ¡Deja que se vaya!

Él llevó al inquieto animalito hasta la ventana, deslizó el doble cristal y lo puso en libertad. En un momento, la larga cola había desaparecido entre el follaje de un enorme nogal americano. Patrizia lo abrazó. Scialoja se tendió a su lado. Nunca la había visto tan frágil, tan desesperada. Se quedó acariciándole el pelo, hasta que el sueño la venció.

3

Un atardecer en el Gianicolo. Por debajo de ellos se iban encendiendo, una tras otras, las luces de la Roma inmortal. Patrizia tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si tuviera frío. A lo mejor no se le había pasado aún el jetlag. O quizás había algo más.

Stalin le rodeó los hombros con un abrazo tierno y posesivo. Ella se dejó hacer.

—¿Algún problema, cariño?

—No, no, ninguno. Será que estoy algo cansada.

Vaya por Dios. En Estados Unidos había pasado algo. Patrizia aún no le había contado nada útil sobre el viaje de Scialoja. Había sucedido algo. Algo que la había acercado a Scialoja y la había alejado de él. Pasado cierto límite, ninguna mujer consigue fingir de forma convincente. Patrizia no era una excepción. Había tensado demasiado la cuerda. Había sobrevalorado a la puta. No quería siquiera contemplar otra posibilidad: que Scialoja poseyera recursos insospechados en el campo del «factor humano». Se impuso mantener la calma.

—Perdóname. ¡Pero es que estaba tan contento de volver a verte, después de tantos días!

Una duda cruzó el rostro de Patrizia como un relámpago. Stalin humilde. Stalin sumiso. Stalin que se disculpaba. Stalin le rozó los dedos con una serie de besos encadenados. La capacidad que tenía de presentar como verdad la más insignificante mentira le llenaba de orgullo. Patrizia, apoyada en una inestable barandilla, contemplaba Roma iluminada. El amo se había dado cuenta por fin de que la perrita se había alejado demasiado y la llamaba al orden con un simple silbido.

—¿Cuándo acabará este juego, Stalin?

—Cuando consiga lo que me corresponde.

—¿Cuándo?

—Pronto. ¡Muy pronto!

—¿Y después?

—Y después empezará por fin nuestra vida de verdad.

—¿Debo creerte?

—¡Eres mi mujer!

—En Maine se ha reunido con un tipo, un tal Billy Goat…

—¿De verdad?

—Sí. Scialoja dice que es… una especie de killer

¿Una especie de killer? Una definición tan limitada era típica de la mentalidad de nuevo rico de Scialoja. Él y Billy se habían conocido en 1985. Un comando capitaneado por Abú Abbás, primo de Arafat, se había apoderado de un crucero. Tras una larga negociación, los heroicos combatientes palestinos se habían rendido a la justicia italiana: mientras tanto habían ajusticiado heroicamente a un viejo judío norteamericano en silla de ruedas, tirándolo a las azules aguas del Mediterráneo ante los ojos de su mujer.

Abbás había sido cargado en un avión militar que tenía que devolverle la libertad. Los norteamericanos habían interceptado el vuelo. El avión había aterrizado en una base de la OTAN en Sicilia. Los marines exigían la entrega de Abbás. Bettino Craxi, jefe del Gobierno, había ordenado formar a los carabinieri en armas contra el más poderoso aliado de Italia. Bettino Craxi tenía cojones.

Los norteamericanos despotricaban: en aquel avión podía estar Abú Abbás. El Gobierno italiano aparentaba estupor: «¡Estáis equivocados!». A los norteamericanos se los llevaban todos los demonios: «Estamos seguros de que en ese avión está Abú Abbás». El Gobierno italiano lo desmentía oficialmente.

Mientras tanto, el avión rodaba por la pista. Los soldados de ambos bandos iban poniéndose nerviosos. Nadie quería un conflicto armado. Nadie quería quedar como un tonto. El avión rodaba por la pista. Los soldados de ambas partes estaban cada vez más nerviosos. Se olía el incidente diplomático.

El Viejo había llamado a un contacto suyo en Washington. Enseguida se organizó una reunión. Stalin Rossetti y Billy se habían encontrado al borde de la pista. Stalin había dejado que el norteamericano se desfogara. Le bastó una única pregunta para desmontarlo.

—¿Cómo podéis estar tan seguros de que está en ese avión?

—Eso es un secreto militar.

—Mentira. Lo sabemos todo, del satélite. Hace años que espiáis nuestras comunicaciones reservadas. Espiáis a un país aliado. ¡Muy bonito, amigo!

—No estoy autorizado a hablar del tema.

—Me parece que en nuestro país los rojos darían saltos de alegría si se hiciera pública la noticia…

—No lo haréis…

—¡Tú no conoces al Viejo!

—¿El Viejo es un rojo?

—El Viejo es el Viejo, y con eso basta. El Viejo os aconseja olvidaros del paleto de la kaffiyah y que os quedéis con vuestro satélite.

Billy Goat había llamado a Washington por teléfono. El avión había vuelto a despegar con su preciosa carga. Se había remendado el descosido. Billy Goat y Stalin Rossetti recibieron elogios de sus respectivos mandos. Stalin Rossetti se había buscado dos chicas para descargar la adrenalina, y juntos se habían pasado toda la noche bebiendo Moscato de Pantelleria.

A continuación hubo otras misiones, otros encuentros. La última vez que se habían comunicado había sido durante el exilio en Salento. Había sido precisamente Billy quien le había dicho que sería Scialoja quien ocupara el lugar del Viejo. Aquella noche Stalin había destrozado un precioso billar de principios de siglo. Y había decidido que volvería a la lucha.

Todo aquello era Billy Goat. Todo aquello y algo más. Que Scialoja se hubiera dirigido a él era preocupante por dos aspectos. Primero: porque Billy, aunque involuntariamente, podía haber enviado al poli tras su rastro. Segundo: porque ¿qué demonios tenía que ver Billy con los asuntos internos actuales de Italia?

Cuando Stalin le llamó, Billy se mostró más tranquilizador que nunca. No, no le había hablado a Scialoja de él. Nunca habría traicionado a un amigo, a menos que fuera por una solicitud explícita generosamente recompensada; siguiendo la práctica habitual, vamos. Con el italiano se había hablado de cosas completamente diferentes.

—Supongo que el contenido de vuestra conversación será confidencial, Billy…

—Bueno, el tipo ha pagado por cierta información…

—¿Cuánto?

—Para ti cien mil.

—¿Te has pasado últimamente al departamento de extorsiones?

—Es un precio de favor. En nombre de la antigua amistad.

—Puedo hacértelos llegar dentro de un par de días.

—¡Entonces hablaremos dentro de un par de días!

Después, una vez concluida la transacción, Billy se preguntó cómo se habría enterado Stalin de la visita del italiano. ¿Alguien en Washington? O si no… ¿la chica? ¡Pero entonces lo espiaba! ¡Stalin espiaba a Scialoja! Billy Goat recordó la cara de perro que había puesto Stalin cuando le había revelado que Scialoja había sido nombrado sucesor del Viejo. Espiar. Odiar. Scialoja tenía un enemigo. Billy Goat se preguntó si la información podía valer, digamos, unos cincuenta o sesenta mil dólares. La idea de la traición lo sedujo por un instante. Pero al final decidió que no informaría a Scialoja. En primer lugar, la codicia excesiva repugnaba a su parte protestante. De aquel asunto ya había sacado todo lo posible, así que mejor dejarlo así. En segundo lugar, Clinton, a fin de cuentas, no era eterno. En tercer lugar: un amigo como Stalin siempre podía resultar práctico. Y como era de amistad de lo que se hablaba, en el fondo Billy se sintió obligado a añadir al dosier una tarjeta con una frase ocurrente: «Take care of the lady», es decir: «Cuida a la señora». «Pero también ten cuidado con ella, amigo. Úsala todo lo que quieras, pero ten cuidado.»

4

Un proyecto, por tanto, sí que había habido. Alguien, en Estados Unidos, no veía con buenos ojos la nueva Italia. La mafia norteamericana había sido avisada. La mafia norteamericana se había puesto en contacto con sus primos Corleone. Se había acordado montar un poco de jaleo. Se habían garantizado ciertas protecciones. Se había planteado el espejismo del separatismo. Hacer de Sicilia el nuevo estado de Estados Unidos. Mafialand. Como ya había proyectado el banquero Sindona quince años antes. La Cosa Nostra había apuntado alto. Demasiado alto. Las matanzas de Capaci y de Via D'Amelio habían desencadenado reacciones imprevisibles al otro lado del océano, donde a Falcone y a Borsellino se les tenía más respeto que en su propia patria. Los norteamericanos se habían asustado. Y luego estaba Clinton, a punto de llegar. Clinton el demócrata. Los estadounidenses se habían echado atrás. Así que asunto cerrado. No valía de nada perder tiempo en busca de responsables que nunca encontrarían. ¿Algún republicano emponzoñado? ¿O algún elemento escindido de la CIA que hubiera enloquecido? No tenía ninguna importancia. El terminal italiano era sólo uno: la mafia. La mafia, que se había quedado sola. Aquél fue el meollo del discurso que le hizo Scialoja a Camporesi cuando volvió.

—Por eso han venido a buscarnos. ¡Porque están solos!

—En realidad hemos sido nosotros quienes hemos ido a buscarlos…

—No exactamente. A su modo, los homicidios son una oferta de negociación. ¡Han sido ellos los primeros en dar el paso! Ahora sólo tenemos que intentar convencer a los capullos de los jefazos que es necesario hacer alguna concesión. Una concesión cualquiera…

El tema, por lo que a él respectaba, acababa ahí. Pero Camporesi seguía frente al escritorio, tieso, con una pregunta no pronunciada en la mirada.

—¿Y bien? ¿Se puede saber qué pasa ahora?

—¿Cómo ha ido el viaje?

—Aparte del trabajo bien, diría…

—La señorita…

—¿Sí?

—Ella…, ella ha asistido a alguna reunión, se ha informado sobre el trabajo, ha…

—¿Qué quiere decir, Camporesi? —Scialoja se puso tenso.

—¿Qué sabe exactamente de ella, dottore?

—¿Quiere que le cuente mi larga y atormentada historia de amor?

—Con todo el respeto, creo que ya estoy informado de los episodios más destacados.

—¡Entonces déjelo ahí y vuelva al trabajo!

—¿Por qué ha aparecido precisamente ahora, dottore? ¿Se lo ha preguntado alguna vez? Porque ahora que usted…

—¿Ahora que tengo los papeles del Viejo? ¿Es eso lo que le atormenta, Camporesi? ¿Tiene necesariamente que haber algo turbio?

Scialoja a veces era huraño, a veces complicado y contradictorio. Pero Camporesi nunca le había visto perder el control tan abiertamente. Quizás hubiera sido más sensato batirse en retirada. Pero en la ira de Scialoja había también algo de excesivo. ¡Sí que le había llegado dentro, aquella mujer!

—Si usted me autorizara, jefe, podría hacer alguna pequeña averiguación…

—Fuera de aquí. ¡Inmediatamente!

Pero ya había sembrado la duda. O mejor, la había desenterrado. Y una vez más la inseguridad volvía a golpear a Scialoja. No quería pensar que en el regreso de Patrizia hubiera algo de sospechoso. Él no era un poli de los que pierden la cabeza. Pero algo de falso, algún desajuste de fondo, alguna nota anómala, eso sí que lo había percibido. A Patrizia le gustaba viajar. A Patrizia le gustaban los encuentros que él le organizaba. Patrizia se movía con gracia y naturalidad por todos los ambientes en los que la había introducido. A Patrizia le gustaba la vida de un hombre de éxito. A Patrizia le gustaba un hombre de éxito. A Patrizia le gustaba el éxito.

Scialoja desapareció durante dos o tres días, con el pretexto de una misión imprevista. Las hizo él mismo, las «pequeñas averiguaciones». Descubrió un detalle que, en un principio, le desconcertó. Después le entró un ligero temor. Y por fin, una rabia que le quemaba por dentro. Decidió plantarle cara un domingo por la mañana. A pesar de la lluvia, ella hacía jogging por Villa Ada. Le cortó el paso y la bloqueó contra el imponente tronco de un cedro del Líbano, y le preguntó por qué le había mentido. Patrizia se quedó pálida. Scialoja sintió que el corazón se le encogía.

—He hablado con el Seco. No os veis desde la muerte del Dandi. Nunca habéis estado juntos. Me has mentido. ¡Quiero saber por qué!

Patrizia se apartó de la frente los cabellos mojados y se le quedó mirando, con una mueca desafiante.

—¿Y si te dijese que te he contado una pequeña mentira para darte celos?

—No te creo.

—¿Qué fantasías te estás imaginando?

—No lo sé. Eres tú quien tiene que explicármelo, Patrizia.

—¿Quieres estropearlo todo?

—Espero una respuesta.

—¡Vete a tomar por culo, poli!

El bofetón le cogió desprevenido. Dejó que se fuera. No intentó retenerla. Y sin embargo, nunca la había deseado tanto. Nunca había deseado tanto su complicidad, su protección, aquella sensación de ser aceptado por fin por lo que era. Con todos sus defectos y sus ambigüedades. Habría cedido todo su poder, habría quemado los malditos papeles del Viejo con tal de recuperar aquel mágico entendimiento que sus sospechas habían roto en pedazos. Pero desapareció ante sus ojos, a paso ligero, entre el follaje mojado. Sintió un escalofrío de frío. Sintió un escalofrío de miedo. ¿Estaba escrito que la perdería, ahora que la había vuelto a encontrar? Pero no podía fiarse de ella. Por la noche llamó a Camporesi.

—Sígala y tome nota de todos sus movimientos. Pínchele el teléfono. Quiero un informe detallado cada veinticuatro horas.