Manos limpias

Al final, lo del trabajo había quedado en nada.

Las molestias en el ojo. La convalecencia. La sorda resistencia de Ilio, mascarada de empatía y muestra de afable pesar: «Pero querida, contra la opinión del médico, no se puede…».

Al final se había regalado unas vacaciones en el Casentino, en la Toscana, con la pequeña y la tata.

Así que ahora se encontraban en la casa de campo, a las afueras de Poppi, magnífico lugar escogido por el Fundador en el verano de 1973 por su lejanía con respecto a los centros habitados y porque el propietario, un campesino venido a más, tenía necesidad urgente de efectivo para correrse su última aventura con una bailarina de tango.

Era un final de otoño sorprendentemente suave. El invierno apenas se insinuaba a lo lejos. Sin embargo, a veces se formaba de pronto una neblina fría y húmeda. La silueta de las colinas destacaba tras alguna llovizna esporádica. Más allá de la casa, el bosque se poblaba de espesas sombras. Las copas de los cipreses se agitaban con gemidos pérfidos de los que parecía filtrarse el dolor de un sufrimiento antiguo. Ninguna otra tierra italiana ha producido tal cantidad de terribles leyendas como el Casentino. Raffaella había encontrado un libro de fábulas de Emma Perodi. Pretendía que Maya le leyese dos o tres seguidas. Aquellas oscuras historias de curas lujuriosos, campesinos decapitados y caballeros asesinados le arrancaban grititos de excitación. Se apretaba contra su madre y juraba que, de mayor, sería «directora de dibujos animados». Dibujos animados de terror, nada de esos dibujos de Walt Disney, con gatitos, conejitos y demás. Maya se preguntaba, preocupada, si todo aquello no tendría que ver con la tensión que había aflorado en los últimos meses entre Ilio y ella. No había conseguido disimularlo muy bien. No había sido la mejor de las madres. Y Raffaella se había resentido. Pero después el sol volvía a imponerse, imperioso, sobre las espléndidas colinas. Se podía salir. Y Maya y la pequeña descubrían los lentos caracoles, la ágil lagartija verde, el terrible ciervo volante, el peligrosísimo abejorro, la delicada pasionaria que nos recuerda la pasión de nuestro señor Jesucristo, y las setas que son el regalo que deja la lluvia tras de sí después de su fugaz paso, setas mágicas como las de Alicia en el país de las maravillas, pero que es mejor no comerlas, porque ¿cómo puedes saber cuál te vuelve pequeñita, pequeñita como Pulgarcito, y cuál grande, grande como un ogro?

Maya sabía que Ilio no había querido darle un empleo porque a la vista de todos habría sido inconcebible que la hija del Fundador se rebajase a trabajar.

Maya sospechaba que la había mandado a la Toscana porque habían vuelto los problemas y, en definitiva, no quería tenerla de por medio con sus preguntas mudas y su actitud de veneración.

Después, tras una serie de interminables días de naturaleza y aburrimiento, de pronto «la comitiva» anunció a bombo y platillo su llegada por sorpresa. El espacio no faltaba, y el servicio no era un problema. Ilio parecía en gran forma, espléndido como siempre y, como siempre, al lanzarse a sus brazos, Maya sintió enseguida el deseo.

No faltaba, naturalmente, Giulio Gioioso, con su aire de perrillo necesitado de una caricia urgente y, por lo que parecía, con un renovado contrato de estima recíproca con su marido.

Nanni Terrazzano había abierto una mágnum de Bollinger Gran Reserva y había brindado a la salud del juez Di Pietro.

—Que ha arrestado a ese fanático usurero de Malacore. ¡A ver si lo encierran y tiran la llave al mar de una vez!

Porque este señor, un terrone sin oficio ni beneficio ni siquiera en su tierra, en la Calabria Saudita, despreciado por todos, que le llamaban, jugando con el apellido, «Malacarne», ese apestoso no sólo se había hecho a golpe de comisión con todos los contratos para la reconstrucción de no sé qué isla del Caribe destruida por el tornado de turno, sino que…

—Tuvo el valor de decirme a mí, ¡a mí!, Nanni Terrazzano, a mí, hijo de unos padres que se tuteaban con el Rey y con el duce, que descanse en paz, mientras los suyos picaban carbón en las minas…

Pero ¿qué insensatez se le habría ocurrido decir a ese Malacore-Malacarne para ganarse el odio eterno del megafascista Terrazzano? Algo muy, muy simple: «Aunque pagues, y aunque pagues mucho, no te dejaré trabajar».

—¿Os dais cuenta? ¡Yo ofrecía el diez, y estaba dispuesto a subir hasta el quince, y ése nada! ¡Todo para mí, nada para ti! Bueno, pues toda para él, la cárcel.

En el jugoso episodio, interrumpido por una y otra copa de champán helado («Sublime —salmodiaba Terrazzano—. ¡Ah, los franceses, los franceses!»), se intercalaban otras voces, otras historias, otros detalles sobre la sucesión de chanchullos que un brillante cronista había tenido la idea de bautizar como «Tangentópolis».

Estaban exagerando.

Tenían demasiadas ganas.

Desde que el mundo es mundo, ya se sabe que para avanzar hay que engrasar las ruedas.

Pero todo tiene un límite.

Ésos ya no se contentaban con la comisión, la famosa «tangente».

Ésos decidían por su cuenta quién trabajaba y quién no. Cabrones.

Infames.

El más indignado de todos era Ramino Rampoldi. Figuraos: un amigo suyo gana un concurso para unas obras y se presenta al «cajero» para ingresar el óbolo. Aquél, amedrentado, lo abraza y después se atrinchera tras el escritorio. ¿Óbolo? ¿Es una broma? No, más bien es una locura, porque el «cajero» es napolitano (el típico terrone, ¡maldito sea! Pero la imitación de Rampoldi hacía que la pequeña se partiera de risa)… ¡Una locura! Resulta que el amigo es suegro de una muchacha que pertenece a la familia…, en fin, la sobrina del ministro. ¡De modo que, está claro, una petición de ese tipo sería de una mala educación inaudita!

—Mi amigo se guarda el dinero, tan contento, y se vuelve a casa. Dos días más tarde se presenta el secretario del ministro en cuestión, consternado. Y le dice: «Mira, yo ya sé cómo ha ido. Pero tienes que pagar igualmente». Y el amigo: «Pero ¿estamos locos? Pero si anteayer mismo…». «Sí, sí, lo sé. El “cajero” y compañía…, pero, en fin, el sistema es el que es. Tú lo conoces mejor que yo. Si se llega a saber que no has pagado, quedamos todos bien retratados… Y un día podría presentarse cualquiera y decir: “Mi hermana es amiga de Fulanito, mi madre jugaba al golf con la tía del presidente…, en fin, por el bien del partido, por el bien del sistema, por el bien de Italia… paga y no toques los cojones”.»

Cuando Ilio preguntó de qué partido estaban hablando, Rampoldi hizo un gesto vago. Alguien le preguntó si realmente había devuelto el carné socialista. Él asintió. Porque antes o después llegarían alto, muy alto. «Hasta Craxi, llegarán. Os lo garantizo. Así que mejor mirar alrededor y buscar otra casa. La Liga Norte, por ejemplo; ahí hay gente que habla claro y llama al pan pan y al vino vino…»

Se sirvió la última gota de la mágnum y se brindó por los jueces.

Fue entonces cuando Maya, con su voz dulce modulada con un toque de ironía quizás involuntaria, hizo su primera pregunta.

—O sea, que todos pagabais comisiones…

La comitiva se rio. Alguien gritó: «¡Que levante la mano quien no haya pagado nunca una comisión!». Todas las manos permanecieron abajo. Incluso la de Ilio. Maya sonrió y tomó en brazos a la pequeña, que había empezado a tocarse la oreja con un típico gesto que precede a un sueño inminente. Maya hizo su segunda pregunta.

—Pero ¿por qué no lo habéis denunciado a los jueces?

Todos se pusieron de pronto serios. Y se quedaron mirando a Ilio, que tenía la mirada baja, clavada en el plato. Se cambió enseguida de tema. Pero incluso el clima alrededor de la mesa había cambiado. Un silencio tenso e incómodo había venido a reemplazar la alegría de antes.