La bella y la bestia

Stalin Rossetti aparcó el BMW en el aparcamiento del área de servicio de Riofreddo y salió con los brazos bien separados del cuerpo.

Angelino Lo Mastro fumaba un cigarrillo apoyado en el quitamiedos, con la mirada perdida en un atardecer de colores encendidos. Stalin se le acercó con la mano extendida. El mafioso apartó la mirada. «Empezamos bien», se dijo Stalin. Por otra parte, la dureza con la que Angelino le había tratado dos horas antes al teléfono no presagiaba otra cosa.

—Muy bien, nos has hecho un favor. Lo tendremos presente. ¡Pero ahora deja de tocar las pelotas y dime qué andas buscando!

Stalin suspiró. El resentimiento de Angelino Lo Mastro era tan previsible como justificado. Había tenido al muchacho en ascuas un buen rato. Era hora de concederle algo.

—Estáis en una situación difícil. Los de Operaciones Especiales quieren joderos. Scialoja no cuenta una mierda. Si queréis salir de ésta, tenemos que hacerlo juntos.

—¿Juntos? ¿Tú con nosotros? ¿Estás chocho, Rossetti?

—Estáis en un callejón sin salida.

—¡Eso lo dices tú!

—Lo dicen los hechos. Tenéis la isla invadida por el Ejército. Vuestros jefes, en las cárceles especiales, son sometidos a humillaciones sistemáticas. El régimen de vigilancia especial, el 41 bis, es una fábrica de arrepentidos. Vosotros vais soltando amenazas y en Roma fingen que no os oyen. ¡Habéis matado a Lima, a Falcone, a Borsellino, a Salvo, y no ha servido de nada! Os ofrecen una tregua, y mientras tanto traman a vuestras espaldas para joderos. ¿Cómo pensáis salir de ésta?

—¡Daremos algún otro golpecito!

—¡Ah, ya entiendo!

—¡Ya está decidido!

Había movimientos, estados de ánimo, intenciones, que Stalin Rossetti reconocía antes que nadie. Una especie de instinto. Y conocimiento de la naturaleza humana, obviamente. No basta con saber manejar un kalashnikov para convertirse en un jefe respetado y temido. Es el cerebro el que marca la diferencia. A aquel muchacho no le faltaba cerebro. En cuanto a la ambición, le devoraba por completo. Aquella historia de los «golpecitos» no encajaba con él. Stalin Rossetti le ofreció un cigarrillo, cogió otro para él y, tras dos o tres bocanadas meditabundas, serio de pronto, casi hierático, le dijo:

—Pero tú…, Angelino Lo Mastro…, ¿tú qué piensas?

El mafioso sonrió. Una sonrisa increíble, serena e inteligente, tal como la definiría posteriormente Stalin. Nada que ver con el estereotipo del mafioso.

—¡Hay quien dice que esta historia del golpecito es una gilipollez!

Stalin hizo esfuerzos por dominar su entusiasmo. Había franqueado la barrera. Habían instaurado la comunicación. Por fin Angelino se quitaba la careta de la organización y empezaba a hablar por sí mismo.

—Y tienen razón, Angelino. Está clarísimo que cuando cae un hombre ponen enseguida a otro en su lugar.

—¡Hasta Falcone lo decía siempre! —confirmó el mafioso, con el aire hipócrita de quien rinde homenaje al valor del enemigo apenas degollado—. Pero… tenemos que ganar algo con ello. ¡Si no, al final de esta historia habrá más muertos que espinas en una chumbera!

A veces, le confió Angelino, a veces tenía la sensación de que se volvía loco. Hablaba con uno, hablaba con otro, pero era como hablar con todos y con ninguno. A veces —¡y desde luego no era el único!— echaba de menos los viejos tiempos. Los democristianos untuosos; aquellos socialdemócratas de pueblo que no se quejaban aunque hicieran de rueda de recambio; las batallas de los socialistas por el garantismo; algún amigo republicano que sabía escoger el momento para soltar la palabra justa… Y tampoco habían faltado incluso comunistas, en casos raros y esporádicos, pero algunos había habido que, en el momento de meterle mano al pizzo[13], no se habían echado atrás. Aquél era un mundo ordenado, donde todos jugaban el papel que tenían asignado y en el que, cuando alguien se desviaba, siempre había alguien dispuesto a meterlo en vereda. Pero aquello era antes. Ahora… El problema es que ellos tenían una necesidad desesperada de negociar. Pero no sabían con quién. ¿Quién coño había en el otro lado? ¿Quién demonios mandaba realmente en Italia? ¿Los jueces de Milán? ¿Sabía Stalin, lo sabía, que alguien en Palermo había propuesto matar a Di Pietro, que estaba tocando demasiado los cojones…? ¿Era consciente de que algún otro había preguntado a quién le estaba tocando los cojones?: «¿A esos cornudos que nunca se han mojado? ¡Pues bien por Di Pietro!». Y algún otro había dicho: «Pero ¿y si a Di Pietro le da por meter mano en ciertas cuentas y en ciertos negocios?». Y entonces la cuestión se había reabierto. Estaba, por decirlo así, en suspenso. Pero incluso la resolución de aquel asunto, en el fondo, dependía de la consabida pregunta: «¿Quién manda hoy en Italia?».

—Nadie —le explicó, paciente, Stalin—. O, mejor dicho, todos y ninguno. Los de antes están en las últimas. Y los que vendrán después aún no han llegado. Es una guerra aún desconocida para quien tome el control del país. Se trata de aguantar mientras no sepamos quién ganará. Pero, sea quien sea, al final tendrá que hacer cuentas con vosotros.

—Me parece estar oyendo a ese poli, Scialoja…

—Scialoja quiere que paréis. Yo, en cambio, creo que tenéis que seguir adelante. Que tenemos que seguir adelante. Hay que ponerlos entre la espada y la pared. ¡Si mantenemos alta la tensión, habrá «conveniencia» para todos!

—¡Yo no te entiendo, Rossetti! ¡Estás dando la razón a los que quieren dar el golpecito!

—Pero depende de qué golpecito.

Posteriormente, por mucho que intentara rebuscar en la memoria, recorriendo paso a paso cada momento de aquella conversación que no dudaría en calificar de «surrealista», Stalin Rossetti nunca conseguiría determinar con exactitud la paternidad de la idea. ¿Había sido él quien la había sugerido, o el mafioso? ¿O habían llegado juntos a la misma conclusión, razonando con diligencia matemática sobre los pocos elementos de valoración de los que disponían? ¿O había sido la desesperación la que se había apoderado de sus mentes, insinuándose hasta imponerse? El caso es que en cierto momento la idea se materializó. Tenía la forma inconfundible de la Torre de Pisa. El brillo atornasolado de la Cúpula de San Pedro en una maravillosa mañana romana de octubre. La elegancia compuesta y distante de la Loggia della Signoria. Tenía el sugerente rostro de la belleza pura. Era la belleza. La belleza ajada. La belleza corrompida. Era Italia, en el fondo.

La enormidad de la revelación tomaba forma lentamente. Stalin y Angelino se sintieron de pronto casi iluminados. Y paralizados. Era una intuición colosal. Un diseño titánico. Una obra maestra absoluta. Excesiva, extrema como todas las obras de arte. La iconoclastia fruto de la negociación. La muerte de una ciudad. La muerte de cien ciudades. Y una ciudad que muere hace mucho, mucho más ruido que un juez que cae. Podía ser el triunfo del proyecto. Lanzarlos adelante. Romper los vínculos. Detenerlos en el instante mágico del exceso. Ni un momento antes ni un momento después. Concederles algo. Quizá más de una cosa. Detenerlos. El país habría invocado el armisticio. Detenerlos. Tener el país en la mano. Dominarlo. Y para siempre.

Naturalmente, quedaba aquel pequeño detalle. Scialoja. Pero no era el momento de pensar en él. Era el momento de las decisiones históricas. En los detalles ya pensarían más adelante.

En el apretón de manos que intercambiaron había algo más que un recuperado respeto.

Había un pacto de sangre.

Antes de irse, Angelino dijo que, siguiendo las reglas, tendría que hablar del asunto con los otros jefes. Stalin estuvo de acuerdo. Angelino suspiró.

—¿Me puedes resolver una curiosidad?

—Claro.

—¡Stalin! Pero ¿qué nombre es ése?

—¡Mi padre era comunista!

A su vuelta a Sicilia, Angelino le contó a tío Cosimo la nueva propuesta.

El tío Cosimo, que estaba podando amorosamente un pequeño seto en el refugio a las afueras de Siracusa donde había tenido que ocultarse tras escapar milagrosamente al arresto en el centro comercial La Vampa —«Te lo dissi, fighiu, che quella era mala gente!»—, se limpió el sudor de la frente y soltó una carcajada.

—Por lo que parece, todos te quieren…

—¡Eso parece!

—Pero nadie nos compra… ¿Tú te fías, Angelino?

—¡Yo me fío sólo de la Cosa Nostra, tío Cosimo!

El tío Cosimo sonrió. El chaval no perdía el norte.

El tío Cosimo organizó una rápida ronda de consultas.

El tío Cosimo le dijo a Angelino que harían como el asno que come de dos pajares: un poco de uno, y un poco del otro.

Angelino le comunicó a Scialoja que habían acordado la tregua.

Y a Stalin Rossetti le hizo saber que muy pronto tendría noticias suyas.