Aquel extraño muchacho, dulce y amable, le había ofrecido un fin de semana de sexo y droga. Valeria había aceptado. Quizás algo decepcionada. Parecía diferente, y en cambio era igual a todos los demás. Bueno, paciencia, así es como estaba el mundo. Ella tenía algo que a él le interesaba mucho. Y él algo que le interesaba mucho a ella. Ella no sabía qué hacer con eso que le interesaba tanto a él. Y él había prometido ser generoso con eso que a ella le gustaba tanto. Peshawar de primerísima calidad. Quizás incluso demasiado pura. Hacía ya tiempo que iba tirando con mierda de poca calidad. «Así que, Valeria, atenta a la dosificación. O —qué carajo—, un buen chute y amén, y acabas de una vez por todas con esta vida de mierda…»
Durante el trayecto por la Pontina, carretera infestada de camiones articulados y paranoicos obsesionados con los cambios de carril, no habían intercambiado ni una palabra. Él conducía absolutamente concentrado; ella observaba, indiferente, el paisaje devastado por la expansión de la ciudad, las fábricas y los supermercados de Pomezia, los campos y los hangares de Aprilia, la silueta lúgubre de la periferia de Latina. En un momento dado, él puso un casete de música napolitana. Pero nada clásico, música melódica contemporánea. Ella le dejó claro que detestaba aquel rollo insoportable. Pino se ruborizó. Valeria toqueteó el sintonizador. Khaled no estaría mal. Se durmió al son de Didi. Al despertar se encontró junto a la playa de Sabaudia.
—Mis padres me traían aquí de niña —dijo, sin más, por romper el hielo, con una punta de nostalgia.
—La casa es de un amigo —respondió Pino Marino, sonriendo. Y añadió, por algún motivo—: es una casa segura.
Valeria se encogió de hombros. A ella le daba exactamente igual.
En cuanto bajaron del coche, ella le pidió caballo. Pino respondió que primero tenían que descargar el equipaje y ordenar un poco las cosas. Ella no se había llevado prácticamente nada, apenas un par de suéteres para el frío que venía del mar en otoño y una muda. Él cargó, sin esfuerzo, un saco y un maletón.
Una vez finalizada la fase de descarga, ella volvió a pedirle el caballo.
—¿No te apetece primero un baño?
—¡Tú estás como una cabra!
Pino renunció al baño. La playa, desierta. Él le hablaba de la belleza del monte. Le describía el perfil del monte Circeo, deteniéndose en la cumbre puntiaguda y en la capa de árboles verdísimos que se extendía hasta el mar. Aún no le había puesto la mano encima, y hablaba como un poeta. Ella, mientras tanto, sentía crecer la urgencia. No se metía un pico desde hacía doce, no, quince horas. Estaba llegando al límite.
—El caballo.
—¿No te apetece comer algo?
—No. Teníamos un acuerdo, joder. Fóllame rápido y dame la mierda. ¡O dame la mierda y vete a tomar por culo!
—Yo tengo hambre. Me parece que tendrás que esperar.
Carne a la parrilla. Vino tinto. Pino Marino hablaba de cuadros, de la belleza de Roma, de Caravaggio. Cosas sin sentido. Palabras que pertenecían a otra Valeria. Pero ¿qué coño quería aquel tipo? ¿Era un maniaco? ¿La cortaría en pedazos para luego asarla a la parrilla? En cualquier caso, estaba demasiado cansada hasta para sentir miedo de verdad. Cada vez más cansada. En su interior la droga la llamaba a gritos. La destrozaba por dentro. El caballo, el caballo. Él había dejado de hablar y la estaba observando. La intensidad de su mirada le provocó un escalofrío.
—Bebe.
Se dio cuenta de que enfrente tenía una copa llena. Olió. Vino. No le iba el vino. No le atraía lo más mínimo. Quería la droga, maldito bastardo, pedazo de mierda, hijo de puta cabronazo, la droga…
Pero él repitió:
—Bebe.
Con una sonrisa tranquila. Desafiándola con una sonrisa tranquila.
Valeria bebió. En aquel momento, de algún lugar de algún pueblo de alrededor, en Terracina o en San Felice Circeo, explotaron decenas de fuegos artificiales. Valeria agachó la cabeza. Pino Marino le acarició el cabello y por fin se la cargó sobre el hombro, como si fuera una niña adormilada.
Valeria se despertó en plena noche. Con el estómago encogido por los calambres, el frío que le atenazaba los miembros y unas arcadas que hacían que deseara morir.
Pino Marino estaba fuera de la habitación en la que la había cerrado. Esperaba aquel momento desde hacía horas. Intentó adoptar un aire dulce. Tranquilizador.
—En el vino había un poco de somnífero. En la mesita de noche te he dejado Narcan. Te ayudará a pasar la crisis. El baño está a la izquierda. También hay agua caliente. Yo estaré por aquí, para lo que sea…
—¡Ábreme, imbécil!
—Eso es lo único que no puedes pedirme.
Valeria empezó a gritar. Sus peores pesadillas se estaban materializando. Y aquel dolor…, simplemente no podía soportarlo. Y la humillación, la rabia, la furia… Valeria gritó. Y gritó. Y volvió a gritar.
Así pasaron tres días. Valeria gritaba. Cuando el dolor arreciaba, perdía el sentido. Al despertarse, gritaba. En el sueño, poblado de monstruosas pesadillas, gritaba. Al despertarse, gritaba. Gritaba. Gritaba. Gritaba.
Al amanecer del cuarto día se encontró de nuevo en un mar de luz. Las ganas de gritar se habían desvanecido. El dolor había desaparecido. Valeria tenía hambre. Miró alrededor. La habitación era un estercolero. El baño estaba en condiciones indescriptibles. Abrió la ventana. Al otro lado de los barrotes veía el ir y venir de las olas con la resaca. Había un pálido sol que a duras penas atravesaba una neblina fresca. El mundo, allí fuera, olía a fresco y a limpio.
—Quiero darme un baño —dijo, en voz baja.
Oyó cómo él se agitaba al otro lado de la puerta cerrada.
—No te oigo.
—¡He dicho que quiero darme un baño!
—El baño está a la izquierda…
—No me has entendido. ¡Quiero darme un baño en el mar!
Oyó cómo la llave giraba en la cerradura. Se acercó despacio a la puerta. Probó a mover la manija, que cedió a la primera. Salió. Él no estaba. Desde la puerta con ventana vio cómo corría hacia el coche. Un instante después el vehículo subía la cuesta hacia la cerca que daba al paseo marítimo de Sabaudia.
Él volvió al anochecer. Ella le esperaba.
Valeria era alta y tenía el cabello corto y rubio. Valeria tocaba el clarinete y vivía en una vieja casa familiar detrás de la Piazza Navona. Valeria llevaba camisetas blancas y vaqueros negros. Valeria un día les había dicho a sus padres que se fueran al diablo. Valeria se había ido a vivir sola. Valeria quería ser libre. Sus padres habían muerto en un accidente. Valeria había vuelto a la gran casa familiar detrás de la Piazza Navona. Valeria había tocado el clarinete por su padre, escultor, y por su madre, pianista. Aficionados. De profesión eran periodistas. Periodistas y comunistas. Valeria había crecido en el partido. Valeria odiaba el partido. Valeria había odiado a sus padres. Valeria había llorado por su soledad. Valeria había llorado porque no había podido despedirse. B.G. la había conocido en una fiesta de niñatos ricos. B.G., el de la televisión. La historia se había prolongado casi un año. El mundo de B.G. era un mundo «estupeeendo», donde todos se besuqueaban y se sentían obligados a ser «estupeeendos» con todo el mundo. El mundo de B.G. era un mundo falso y de mierda. A Valeria le parecía detestable, pero no podía evitar sentir cierta atracción. El mundo de B.G. era justo lo que sus austeros camaradas padres habían odiado siempre. Por eso, en cierto sentido, era inevitable que le atrajera. Después, un día, B.G. había encontrado algo mejor. El descubrimiento de la soledad había sido un golpe demasiado fuerte. Se había sentido tan débil cuando ella se había presentado, con su sonrisa cálida y sus promesas de ternura… ¿Cómo que quién? Lady Hero, ¿no? Se encontraron una noche, seis meses atrás, en los bares de San Lorenzo. Se habían gustado mutuamente desde el primer momento. Desde entonces nunca más se habían separado.
—¿Qué curioso, no? En el mundo de B.G., el caballo ya no está de moda. Es algo para viejos. En el mundo de B.G. se viaja a mil por hora sobre papelinas de boliviana rosa… En el fondo, me pregunto si no era precisamente eso lo que estaba buscando. Quiero decir, algo que no estuviera de moda. Y algo que te mate con una muerte pasada de moda. No lo sé, no lo sé, hablo por hablar, ya me doy cuenta. Bueno, ésa soy yo. De momento. ¿Y tú? ¿Tú quién demonios eres, señor Pino Marino? ¿Uno de esos curas que recorren las calles en busca de ángeles caídos que recoger del suelo? ¿Quién eres tú?
Pino la cogió de la mano y la llevó a la terraza. Encendió las luces y le enseñó las telas. Doce grandes telas que había pintado durante su crisis de abstinencia. Valeria con la jeringa. Valeria con traje de astronauta, soltándose de un enorme cordón umbilical en forma de jeringa. Valeria rodeada de monstruos de sonrisa sarcástica de rostro destrozado. Valeria que caminaba sobre nubes rosas que eran cuerpos de niños lacerados. Valeria en todos los cuadros. Valeria con la túnica rosa y azul de la Virgen. En el centro del último cuadro, Valeria se levantaba, invicta pero incrédula por encima de unos cuerpos retorcidos con el rostro desfigurado por el impacto de numerosos proyectiles. A unos pasos de distancia, de rodillas, había un caballero con camisa hawaiana con una metralleta Uzi y una cartuchera en bandolera. Dos alas de arcángel asomaban por encima de sus huesudos hombros.
—Mira —dijo, señalando aquel personaje—: ése soy yo.
Valeria se echó a reír. Poco a poco la risa fue convirtiéndose en un sollozo histérico. Luego llegaron las lágrimas. Un río de lágrimas.