La Muerte y la joven

1

El diputado Corazza tenía orígenes proletarios y un pasado oscuro. Había tenido relaciones con la escoria de la capital. Su cursus honorum político estaba plagado de traiciones y abjuraciones.

Aquello era precisamente lo que le hacía interesante a los ojos de Scialoja. De las cloacas, Corazza había heredado instinto, falta de prejuicios y visión de futuro.

Scialoja paseaba por el jardín de la clínica Salus. Era un día claro de octubre. Los árboles de la verde Suiza ya habían perdido sus hojas. A su alrededor, Lugano, somnolienta, resplandecía como en el canto anarquista[11]. Al cabo de unos minutos, tras la terapia, Corazza le recibiría.

Se sentó en un banco y revisó los documentos que se había traído de Roma.

CARTA ENVIADA POR EL DETENIDO ELIO CIOLINI

AL JUEZ INSTRUCTOR DE BOLONIA, DR. GRASSI

6 DE MARZO DE 1992

NUEVA ESTRATEGIA DE LA TENSIÓN EN ITALIA

PERIODO MARZO-JULIO 1992

En el periodo marzo-julio de este año se registrarán acciones orientadas a desestabilizar el orden público, como atentados con dinamita contra personas «comunes» en lugares públicos, el secuestro y eventual «homicidio» de personalidades políticas del PSI, PCI o de la DC, o el secuestro y eventual «homicidio» del futuro presidente de la República.

Todo esto se ha decidido en Zagreb, YU (septiembre, 1991), en el marco de un «reordenamiento político» de la derecha europea, y en Italia está orientado hacia un nuevo orden «general», con sus correspondientes ventajas económico-financieras (ya en curso) para sus responsables, basado en la comercialización de estupefacientes.

La «historia» se repite tras casi quince años, habrá un retorno a las estrategias homicidas para conseguir lo que no pudieron en sus intentos fallidos.

Vuelven, como el fénix árabe.

Había sido Camporesi quien le había recordado el affaire Ciolini. En un principio habían infravalorado las revelaciones sobre la «nueva estrategia de la tensión». Pero cuando, seis días después, la mafia había asesinado en Mondello al parlamentario Salvo Lima, el valor nominal de Ciolini se disparó de pronto. Acudieron a verle a la cárcel agentes del Cuerpo de Operaciones Especiales de los carabinieri. Ciolini había detallado su j'accuse.

ESTRATEGIA DE LA TENSIÓN

MARZO-JULIO 1992

Matriz masonería-política-mafia = Siderno Group Montreal-Cosa Nostra-Catania-Roma (DC-ANDREOTTI)-ANDREOTTI-vía D'ACQUISTO-LIMA. Sissan. Acuerdo futuro Gobierno croata (TUDJMANN) masón para protección trabajadores heroína-tránsito cocaína-cambio-reestructuración economía croata y reconocimiento República croata-inversión prevista 1.000 millones $ (ilegible)-Sissan-Acuerdo entre grupos extremistas para política de derechas en Europa comercial-Austria-Alemania-Francia-Italia-España-Portugal-Grecia. Comercialización heroína-cocaína-vía (ilegible) Sicilia-Yugoslavia (proc. heroína Turquía).

Comercialización-Sicilia-Yugo-transporte submarino proc.

URSS (mini) pers. croata.

Protección DC vía Mr. D'ACQUISTO y LIMA-previsto futuro presidencia ANDREOTTI.

DC pide votos en la cúpula para nueve elecciones.

Corriente DC izquierda no de acuerdo con votos cúpula.

ANDREOTTI según el desarrollo de la política de izquierdas y derechas, poco (inciso) reticente.

Se justifica LIMA, por presión a ANDREOTTI.

Prevista también, con acuerdo PSI, República presidencial Andreotti.

Cúpulas-Presión a Andreotti (con el fin de) nuevos desarrollos, dirección política, alianzas etcétera crean dificultades en la situación de la mafia, en Sicilia.

Estrategia.

Intimidación dirigida a los sujetos e instituciones del Estado (fuerzas de Policía, etc.) para que no quieran hacerlo y distraer a la opinión pública de la lucha contra la mafia, con un peligro diferente y mayor al de la mafia.

En fin, un escenario tan inquietante que más de uno apelaría al golpe de Estado. Camporesi le había preparado un completo dosier de prensa.

La Repubblica, 19 de marzo 1992

EL ESTADO ESTÁ EN PELIGRO.

EL MINISTERIO DEL INTERIOR: EXISTE UN PLAN

PARA DESESTABILIZAR EL PAÍS.

L'Unità, 19 DE MARZO DE 1992

SCOTTI LLAMA AL GOLPE DE ESTADO.

REVELADO UN PLAN SUBVERSIVO QUE PREVEÍA

EL ASESINATO DE MIEMBROS DE LOS TRES PARTIDOS PRINCIPALES.

EL MINISTRO NO HABLA HASTA AHORA Y NO HA DICHO

NADA AL PRESIDENTE. ¿POR QUÉ? ¿QUÉ SOSPECHA?

Corriere della Sera, 19 DE MARZO DE 1992

ALARMA: COMPLOT EN ITALIA.

Después, al cabo de menos de veinticuatro horas, todo se había deshinchado. Se había sabido que el tal Ciolini ya había sido condenado por calumnia y falso testimonio. Se le consideraba una fuente desacreditada. Y la alarma se quedó en falsa alarma.

La Repubblica, 20 DE MARZO 1992

EL BULO DEL GOLPE.

L'Indipendente, 20 DE MARZO 1992

UN COMPLOT QUE SE HA QUEDADO EN NADA.

Corriere della Sera, 20 DE MARZO 1992

UNA ALARMA EXAGERADA Y SIN FUNDAMENTO.

La noticia se había servido de un modo torpe y confuso: nadie podía creer realmente en la reunión al estilo de SPECTRE en Croacia, en las que, entre distendidas conversaciones, una banda de rufianes internacionales habría creado sin más un plan de desestabilización tan elaborado. Pero en el fondo había algo de verdad.

Falcone y su escolta habían saltado por los aires.

Borsellino y su escolta habían saltado por los aires.

Todo había sucedido entre marzo y julio.

Todo lo que había previsto Ciolini había pasado.

¿Y dónde estaba Scialoja cuando todo aquello se estaba preparando?

Ah, sí, estudiaba los documentos del Viejo, cogía práctica en el oficio, seguía sus propios sueños de gloria. Estaba tras la barrera, en otras palabras. Y mientras tanto la presión de la olla iba en aumento.

Sólo había una interpretación posible de lo sucedido. Alguien, informado de un proyecto efectivamente en marcha, había decidido aprovechar la fuente desacreditada para lanzar una señal. A cómplices potenciales o a los que tendrían que contrastarlo, eso no podía saberse. Lo retorcido de la génesis de aquella revelación tenía como fin evitar una investigación a fondo por parte de los jueces (que cuanto menos se metan en la zona gris, mejor para todos, como solía decir el Viejo) y, al mismo tiempo, hacer que saliera a escena quien pudiera ser útil en uno u otro sentido: para agilizar la maniobra o para obstaculizarla.

Una señal que el Viejo habría recogido inmediatamente.

Y una vez más se encontraba diciéndose a sí mismo: «¡No eres el Viejo! No lo eres, ni eres tampoco como él».

Historias como la de Ciolini corrían el riesgo de poner en jaque la efímera seguridad que creía haber conseguido con tanto esfuerzo. Su sensación de omnipotencia, demasiado reciente, demasiado frágil, se iba quebrando con una pregunta: ¿por qué diablos el Viejo le había escogido precisamente a él? En el momento de la investidura, el Viejo le había entregado una de sus famosas «cargas». Contenía toda la vida de Scialoja. «Ésta destrúyala. Es más seguro.»

Lo había hecho, pero primero lo había leído. No conseguía borrar de la mente aquellas palabras: «Inteligente. Fiel pero compulsivo. Hormonal. Se echará a perder».

Y si era aquello lo que pensaba el Viejo, ¿por qué diablos le había escogido precisamente a él?

No conseguía verlo claro.

Tenía que haber alguien que moviera los hilos detrás de Angelino Lo Mastro y de los suyos.

Pero ¿quién?

Corazza debía de saberlo. Corazza había sido el único que se había tomado en serio a Ciolini. Corazza había concedido entrevistas incendiarias. Había señalado con el dedo a los norteamericanos, y éstos habían reaccionado, indignados, con un desmentido. Corazza había profetizado el «bombazo» de Capaci[12].

Corazza y el Viejo se respetaban.

Una enfermera con bata blanca salió del edificio principal de la clínica. Era una joven alta, con una vistosa melena pelirroja. Miraba a su alrededor, como buscando a alguien. Lo localizó y sonrió, agitando una mano. Scialoja salió a su encuentro.

—El onorevole le espera.

—Gracias —respondió Scialoja, y añadió, tras echar un vistazo a la tarjeta prendida sobre un seno decididamente generoso—, Valentina.

Ella sonrió, con una sonrisa verdaderamente grande y bonita. Era una muchacha realmente guapa. Ojos verdes, piernas espectaculares y un perfume afrutado, nada agresivo. Scialoja dejó volar la imaginación pensando en ella mientras recorrían el pasillo inmaculado al que daban las puertas blindadas de las habitaciones de los internos. Scialoja pensó de pronto que era un animal: pero ¿qué le pasaba por la mente, en un momento tan delicado? ¡Qué cosas de pensar, con Patrizia esperándole en el hotel!

—Aquí es.

Al llamar con los nudillos a la número 15, Valentina lo rozó. Un contacto fugaz del seno contra el hombro. ¿Involuntario o malicioso?

—¡Pasa, pasa, Scialo'! ¡Perdóname si no me levanto, pero esta quimio te deja hecho polvo!

A Scialoja se le escapó una sonrisa melancólica. Su camino y el de Corazza se habían cruzado muchos años antes. Cuando él no era más que un simple policía e indagaba sobre la banda del Libanés. Corazza era uno de los que más había trabajado por la liberación de Moro. Al oír el acento romano del ex congresista se sintió transportado años atrás. Era la música de un pasado que no volvería.

¡Pero cómo se había quedado Corazza!

En su bata de seda rosa, jadeante, en una butaca giratoria, con el rostro pálido y hundido por la enfermedad, con una voz ronca y haciendo esfuerzos por articular sus ideas, el gesto agotado con el que liquidaba la oferta de un apretón de manos…

—¡La mano no te la doy porque no está nada claro que esta cosa no sea contagiosa, Scialo'!

—¡Pero qué dice, onorevole! Ya verá como pronto…

—¡Pronto se darán un banquetazo los gusanos, Scialo'! La única satisfacción que tengo es que les dejaré poco que comer… ¡Mira en qué me he quedado!

Todo, todo en aquella sala olía a muerte. Scialoja cogió otra butaca giratoria y se dejó caer en ella.

—He venido a verle porque hay algo que no alcanzo a entender…, y usted podría ayudarme.

—¡Habrías tenido que decidirte antes, Scialo'! Pero ¿cuánto tiempo has tardado? ¿Estabas ocupado jugando con soldaditos de plomo? Ya sé por qué has venido…, lo sé… ¿Y sabes una cosa, Scialo'? Demasiado tarde…

—¿Usted está detrás de todo esto, onorevole?

—¿Yo? Yo, como se dice, sólo he ejercitado la mente. Dos más dos: cuatro… ¡Nada más, Scialo'! ¡Pero ya es tarde!

—¿En qué sentido?

—¿Y cuántos sentidos quieres que tengan estas palabras? ¡Es tarde porque ya no hay nada que hacer! ¡Ganarán ellos, Scialo'!

—Pero ¿ellos? ¿Quiénes?

—Digamos que los desconocidos de siempre, ¿vale?

—¡Venga, onorevole! ¡Los desconocidos de siempre siguen siendo ustedes!

—No, querido. Los «otros de siempre». Aquí los que están moviéndose son los del banquillo, esos que no sacabas al campo ni aunque hubiera una epidemia en el primer equipo. Los marranos. Los impresentables. ¡Los que todos estos años…, mientras nosotros hacíamos el trabajo…, estaban escondidos en las catacumbas con la capucha y la espadita!

—¿El famoso complot masónico?

—¿Sabes qué es aquí la masonería? ¡Una careta! Un montaje teatral que esconde a todos los traficantes y trapicheros… ¡Pero qué te voy a decir a ti, que estás metido hasta el cuello!

—Porque usted, en cambio…

—La cuestión no es ésa, Scialo': se trata que desde que cayó el Muro, a los del banquillo se les ha metido en la cabeza dejarnos de lado…

—¿Y eso le parece tan dramático?

—¡Tú bromea; ya sabes que a mí me gusta la gente alegre! Escúchame bien: para bien o para mal, durante cincuenta años hemos dado de comer y de beber a todo el mundo…, comunistas incluidos…, pero estos capullos creen que sólo ellos tienen derecho a comer. ¿Me explico?

—No. ¡Sigo sin entender!

—¡Es porque no eres el Viejo! Perdona si te lo digo, Scialo', pero tenía razón el Dandi… ¿Te acuerdas o no, del pobre Dandi?

—Que Dios lo tenga en su gloria.

—Bueno, pues el Dandi dijo una vez: el poli…, no te ofendas, ¿eh?, el poli puede que tenga la ambición necesaria, pero en cuanto a pelotas… ¡Sobre todo no te ofendas! ¿Eh?

Scialoja se levantó de golpe, preso de una rabia sorda. Primero el Viejo, luego incluso aquel bandido callejero del Dandi…, muy listo, él, que había acabado tiroteado de día en pleno centro, como un payaso de feria en el pim-pam-pum…

—¿Qué podía hacer, onorevole? ¿Qué iba a hacer? ¿Abrir una investigación? ¿Presentarme ante los jueces y poner en sus manos los papeles del Viejo? ¿Qué demonios podía hacer?

—¡Vaya por Dios, cómo se ha puesto Scialoja! Siéntate, anda, que me da vueltas la cabeza… ¡Los jueces! ¡Buenas piezas! Pero ¿qué cojones dices? ¿Tú no has entendido que hasta los de Milán les hacen el juego?

—¡No faltaba más que eso!

—¡Ah! ¿No me crees? Pues escúchame bien: éstos tienen las ideas claras. Primero: acabar con la clase política y destruir los partidos…, como se dice, representativos, nosotros, los rojos y los socialistas. Segundo: apoyar a las formaciones locales: otra Liga en Palermo, y así Italia se va a tomar por culo de una vez por todas… Tercero: poner bombas, disparar y provocar daños, así la gente se acobarda y corre a refugiarse en sus brazos… Así que, recapitulando, nos atacan desde la calle con balas y dinamita, y desde arriba con investigaciones… Nos quieren machacar. Es el cambio de la guardia. ¿Me he explicado?

—¿Y entonces por qué no han reaccionado? ¿Usted qué carajo ha hecho, eh, onorevole?

—¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo solo, y con el cáncer que se me está comiendo el hígado? Son otros los que tienen que moverse, Scialo'. Tú. Los comunistas, porque son ellos los que más tienen que perder, junto a nosotros. Habría que unir fuerzas, eso es lo que habría que hacer. Todas las fuerzas razonables, por decir algo, y organizar un gobierno con un par de cojones… Empezar a hacer las cosas en serio, como se suele decir, y reformas, dar una señal de cambio…, pero es tarde, Scialo', es tarde…

—¡Si no le conociera me sentiría tentado de decir que me encuentro frente a un demócrata convencido!

—Yo quiero lo mejor para este país. Pero ¿tú qué te crees? Todos los de la vieja guardia le deseamos lo mejor… Claro que hemos hecho más de un chanchullo…, y no sólo nosotros, no te creas que los rojos son unos angelitos… ¡Yo no quiero que se rompa todo en pedazos! ¡Y ten la seguridad de que, si el golpe tiene éxito, echaremos de menos a los ladrones democristianos y compañía! Éstos son bandidos callejeros, Scialo'… Tú sabes de lo que hablo, me parece…

—Si le digo una cosa, con la máxima reserva…

—¡Estaré mudo como una tumba! —dijo Corazza con una risita socarrona.

—Estamos tratando con la mafia.

—¡Qué cojones! ¡Menuda novedad! ¿Y los comunistas lo saben?

—Se lo he insinuado a Argenti…

—Y te ha echado los perros, ¿no? Ése se cree más Robespierre que Borrelli… Pero tiene cojones… Ya le escribiré yo unas líneas… Pero tú negocia, negocia, Scialo'. ¡Total, los frutos no te los llevarás tú, sino esos otros!

Corazza emitió una especie de hipido reprimido, se llevó la mano a la garganta y cerró los ojos. La respiración se le había vuelto casi imperceptible. Scialoja se inclinó sobre él. Corazza tosió y luego, con un manotazo, le agarró una mano. En los ojos brillaba una chispa de sarcasmo.

—No, no estoy muerto. Aún no.

Scialoja intentaba liberarse de la presión, pero Corazza se aferraba a él, a la salud que corría por sus venas.

—Desde que la de la guadaña se ha apuntado la dirección de mi casa, me da vueltas una idea, Scialo'… ¡Esperemos que no me haya equivocado! Esperemos que Dios exista de verdad…, si no, ¿puedes decirme qué cojones hemos venido a hacer a este mundo?

Por fin Corazza lo soltó. Scialoja huyó de aquel lugar de muerte frotándose la mano, como si quisiera liberarse de un contacto impuro.

En aquella habitación no había sólo un hombre moribundo. Había toda una época que se iba pudriendo. Y él se sentía como si fuera de paso, como una serpiente cambiando piel: la antigua se descomponía a una velocidad impresionante, pero aún no le había salido la nueva.

Valentina coincidió con él en la recepción. Se había cambiado. Llevaba un traje chaqueta gris, con la falda justo por encima de la rodilla, un abrigo ligero de color anaranjado, algo ordinario, y botas que la hacían más bien alta. El perfume era algo más intenso. Se ofreció a acompañarlo hasta la ciudad. Cuando supo que se alojaba en el Splendide Royal le puso una mano sobre el brazo.

En el coche pasaron a tratarse de tú. Valentina le dijo que aquélla era la primera visita que recibía Corazza desde su ingreso. Sobre su futuro nadie se hacía ilusiones, él menos que nadie. Era un hombre un poco vulgar, pero generoso con los regalitos. Aunque a veces no conseguía tener las manos quietas.

En el aparcamiento del hotel, ella le confesó que nunca había estado en el Splendide Royal y que le haría muchísima ilusión verlo.

Scialoja propuso una copa. Zumo de naranja sin azúcar para ella; una copa de Châteauneuf-du-Pape para él.

Valentina había nacido en Mendrisio. Hablaba tres idiomas y el trabajo en aquella horrible clínica, tan «suiza» (lo que quería decir, en realidad, alemana, y, por tanto, hostil), era temporal.

¿Qué hacer? Llevársela a la habitación estaba fuera de toda consideración. ¿Quizás a casa de ella? ¿A otra habitación? ¿Ante las narices de Patrizia? Valentina le cogió una mano: «Se me da muy bien leer el futuro», dijo. Bajo la mesa, cruzó las piernas con las de él.

Patrizia atravesaba el vestíbulo. Un botones la seguía, cargado de paquetes.

Sus miradas se cruzaron por un instante.

Valentina sabía bailar y cantar. Su interpretación de I will survive había sido premiada en un concurso para aficionados en una radio suiza en italiano. Su sueño era, naturalmente, encontrar un lugar en el mundo del espectáculo. Si alguien le echara una mano, no lo decepcionaría.

Scialoja perdió todo interés en ella.

Le dijo al camarero que la muchacha era invitada suya y la dejó plantada, evitando su mirada de decepción y enojo.

2

Tras la decimoctava serie de los Cinco Ejercicios Tibetanos, Patrizia se detuvo, en perfecto equilibrio, frente al espejo, y se giró con aire despreocupado hacia el reflejo de la imagen de Scialoja.

—¿Tu nueva conquista te ha dejado a dos velas?

—No digas tonterías.

—¿O pensabas en un numerito a tres bandas?

—A veces sabes ser desagradable.

—Debe de ser el pasado que aflora, cariño. La puta que llevo dentro.

Scialoja se sentó en la cama.

—No es más que una pobre infeliz. Hemos tomado algo. Nada más. ¡Y no tengo ganas de discutir!

Ella se giró. Scialoja tenía el rostro desencajado. De pronto parecía como si hubiera envejecido varios años.

—¿Un día duro? —tanteó ella, rebajando la tensión.

Scialoja le explicó el encuentro con Corazza. Le habló del olor a muerte que se respiraba en aquella habitación. Y sí, si realmente le importaba, sí que había sentido alguna tentación con aquella fulanilla.

—Quería demostrarme a mí mismo que aún era capaz —susurró.

—¿Capaz de qué? ¿De traicionarme? Nunca te he pedido la exclusiva, que yo sepa.

—No. Estoy hablando de otra cosa. Algo que tiene que ver con la vida y con la muerte…

—¿No te parece que exageras?

—Hay un montón de gente que espera algo de mí, Patrizia. Pero yo soy el primero que no sabe dónde empezar. A veces no sé exactamente ni quién soy…

—¡Oh, Dios mío, no, por favor! ¡No la soporto, esa autocompasión! La próxima putilla que encuentres, tíratela, por favor. ¡Así después tendrás algo más serio por lo que lamentarte!

—¿Por qué eres tan mala conmigo, Patrizia?

Aquella frase infantil le tocó el corazón. Patrizia se quedó rígida. Mala. Había sido mala. Un niño que riñe a la mamá, y en su lamento se esconde el doloroso estupor del que no comprende. Porque no hay nada que comprender. Depende de cómo estás hecho. Y de lo que te han hecho. Su madre pasaba días enteros tumbada en la más absoluta oscuridad. Se quejaba continuamente de insistentes dolores. Si Patrizia se le acercaba, la echaba inexorablemente. Si insistía, la madre pasaba del lamento a los gritos. Un día Patrizia había recogido por la calle un perrillo abandonado. Cuando se lo enseñó a su madre, ésta se puso a gritar: «¡Llévate de aquí a esa bestia asquerosa, fuera de mi casa!». Patrizia se había echado a llorar. Un llanto inútil. Su madre dejó de dirigirle la palabra. Patrizia comprendió que su madre había muerto. Seguía alimentándose, lamentándose, vegetando. Pero estaba muerta. Y ella empezó a coleccionar animalitos de peluche. A ellos les confiaba sus penas, sus sueños. Pero un animalito de peluche no puede responderte. Un animalito de peluche es una cosa graciosa, pero muerta. Y fue entonces cuando ella, al igual que su madre, empezó a morir. Se sentó al lado de Scialoja. Él se lanzó entre sus pequeños senos. Aspiró su perfume, mezclado con el de la piel de la chaqueta. Ella le alborotó el cabello.

—Perdóname —susurró.

Y en aquel preciso instante comprendió, consternada, que empezaba a ser sincera.