1
Scialoja se había reunido con un mafioso elegante y, justo después, con un político comunista. Es decir, un viaje entre dos potencias. La antigua y vacilante de los sicilianos y la de los nuevos señores. Si dos y dos son cuatro —había reflexionado Stalin Rossetti—, el business era la seguridad. Lógico. El Estado, sacudido por la ofensiva de la Cosa Nostra, corre a buscar refugio. Y se pone en manos del dottor Nicola Scialoja. ¡Ja, ja! ¡Qué risa! El mafioso elegante no podía ser otro que Angelino Lo Mastro. Stalin lo había conocido, años antes, haciendo de segundón del tío Cosimo. Era evidente que Angelino había hecho carrera. En otros tiempos, para alcanzar un acuerdo, le habría bastado con pronunciar el nombre del Viejo. El Viejo gozaba del máximo respeto en cualquier esfera más allá del estrecho. En otros tiempos, claro. Ahora, sólo para conseguir que Angelino condescendiera y accediera a un encuentro, había tenido que implorar e invocar la antigua amistad. Evidente. Él ya no era el delfín del Viejo. Él ya no era nadie. Y para convencer a los mafiosos de que se fiaran de él, no tenía más que un camino. Ofrecer algo a cambio. Pero se sacaría el conejo de la chistera en el momento oportuno. Antes tenía que darle un repasito a aquel estirado que parecía salido de un folleto publicitario del made in Italy. Aunque sólo fuera para recordarle con quién estaba tratando.
—Sé que te has reunido con Scialoja.
—Enhorabuena por tu servicio de información —sonrió Angelino, sin alterarse. Y añadió—: ¿Por casualidad ese James Bond no será la mujer que entró y nos vio juntos?
—Enhorabuena por tu capacidad de observación —replicó Stalin, con el mismo tono.
—Nos han pedido una tregua —dijo, serio, Angelino.
—¿Y vosotros?
—Estamos discutiéndolo.
—Me parece justo. ¡Pero acordaos de que ése no deja de ser un poli!
—¿Y tú? ¿Tú qué eres, dottor Rossetti?
—¡Yo estaba con el Viejo, no te olvides!
—En otra época, quizá. Pero ahora…, ahora es ese otro. Es él el que tiene las riendas ¡Y tú, diría que vas a pie!
¡Uuuh, la metáfora agrícola-ganadera, tan recurrente en el lenguaje de la vieja y honorable sociedad! ¡Pese a aquel aire de pijito, Angelino seguía siendo el pueblerino de siempre!
Angelino se levantó y se llevó una mano a la aguja de la corbata a modo de saludo. El diálogo, por lo que a él respectaba, había acabado.
Stalin Rossetti sonrió. Bien. El sepulcro ya estaba abierto. Había escupido el sapo. Ya había acabado el tiempo de los preliminares. Stalin se relajó sobre la butaca. Esperó a que el otro llegara a la puerta del estudio y se aclaró la voz. Habló, y lo hizo con tono socarrón.
—¿Aún os interesa Manuele Vitorchiano?
Esta vez Angelino no consiguió controlarse tan bien. Temblor, rubor, un sobresalto inesperado. Los consabidos signos de debilidad humana. ¡Aún tenía mucha mili por delante, el pichoncito!
—¿Y tú qué sabes de esa historia?
—¿Servicio de información, no? ¿Así pues? ¿Aún os interesa?
—Nuestros asuntos estamos acostumbrados a gestionárnoslos personalmente.
—En vuestra casa, quizá. Pero aquí, en la península, tengo entendido que tenéis algún problema…, ¿cómo decirlo…?, logístico… Entonces, ¿qué? ¿Otro vaso de Coca-Cola?
Más tarde, después de haber definido los términos del asunto y de haber acompañado hasta la puerta a un Angelino aún escéptico pero decididamente menos arrogante, Stalin llamó al Tuerto y le ordenó que le buscara inmediatamente a Pino Marino. Pero el Tuerto, que llevaba una tirita sobre el pómulo izquierdo y se frotaba un brazo dolorido, le dijo que no tenía noticias suyas al menos desde…, desde hacía una semana, sí, una semana.
Stalin consideró con cierta repulsa el aspecto miserable de su colaborador. Sabía que el Tuerto complementaba sus ingresos vendiendo algo de mercancía al detalle, y en principio no tenía nada en contra. Como defensor convencido de la libertad de empresa, la iniciativa individual no le preocupaba lo más mínimo. Yáñez, por ejemplo, colocaba sustancias químicas y vendía al mejor postor datos privados de empresas. Pero, al mismo tiempo, nunca permitiría que el libre mercado interfiriera con el cumplimiento de sus obligaciones. Hasta el momento lo había tolerado, pero ya no podían arriesgar. El juego se estaba endureciendo. Desde aquel momento no admitiría ningún error. ¡Sólo faltaba que un poli demasiado diligente fuera a meter la nariz en los asuntos de los bajos fondos!
—Desde hoy has acabado con eso de hacer de camello, Tuerto.
—Pero jefe…
—Nada de «si» y nada de «pero». Eso vale para ti, y también para Yáñez y sus trapicheos. ¡Desde este momento volvemos a estar operativos!
—¡Entonces es cierto, jefe! ¡Recuperamos la Cadena!
—Ya no hay ninguna Cadena, Tuerto. ¡Y ahora vete y tráeme a Pino!
Stalin lo vio salir con aire desconcertado y decepcionado. Se sirvió medio dedo de whisky y suspiró. No, ya no existía la Cadena. Nunca más habría una Cadena. «Las cosas cambian, pobre animal, viejo y patético Tuerto.» Aquella época exultante e irrepetible había quedado definitivamente atrás. Había que adaptarse a los nuevos escenarios, tal cual.
—Muchas personas de talento se han esforzado en vano en mejorar el mundo, sin caer en una verdad elemental: el mundo no soporta que lo mejoren. Por eso yo me propongo hacer caso al mundo, y empeorarlo. Por otra parte, soy un jugador, y sé que no siempre es posible ganar el pleno. Digamos, por tanto, que me contento con hacer lo que esté en mi mano para que las cosas sigan como están.
Así se había presentado ante el Viejo, tantos años atrás. Y el Viejo, tras leer su breve nota, se había echado a reír.
—Usted no me cuenta la verdad, Rossetti.
Touché. No era jugador, y detestaba perder. El mundo no le importaba un bledo, que siguiera su curso. Lo único que contaba era que, en lo alto de la pirámide, estuviera él, Stalin Rossetti.
Se había convertido en el jefe de la Cadena. El Viejo había premiado su propensión a la falsedad.
¡La Cadena! ¡La flor y nata de los agentes operativos!
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en todos los países occidentales las operaciones subterráneas de contención del avance comunista en Occidente habían sido confiadas «oficialmente» a una red de organizaciones secretas coordinadas por la OTAN. La rama italiana se llamaba Gladio. Se trataba, en realidad, de un reagrupamiento de «altos cargos» destinados a asumir decisiones de relieve en caso de victoria —incluso electoral— de los comunistas. La Gladio era un cuerpo semioficial, a fin de cuentas limpio. Había cursillos de adiestramiento en centros específicos, los comandantes iban rotando y algún alma cándida, de vez en cuando, se proponía hacer limpieza eliminando los elementos más extremistas.
Gladio no era más que un pequeño e inocuo batallón de reservistas.
¡Ahora se hablaba de la Cadena! ¡De los Doce del Patíbulo!
Gestión autónoma de unos fondos prácticamente ilimitados. Carta blanca en cualquier tipo de operación. Único referente: el Viejo. Una única misión: impedir, a toda costa, la difusión de la plaga roja.
Había sido emocionante. Mientras duró.
Poco a poco, su relación con el Viejo se había consolidado. El Viejo había empezado a usarlo para misiones que no tenían nada que ver con el acto constitutivo de la Cadena. Misiones extremadamente delicadas. Misiones que el Viejo, en otro tiempo, habría ejecutado personalmente.
Con él, el Viejo había adquirido una confianza que no había tenido nunca con nadie. El Viejo le había confesado a él incluso haber tenido, en algún tiempo, algo parecido a un corazón. Stalin había acabado convenciéndose de que era el único depositario de tal secreto. Era el único que podía leer dentro de lo que quedaba de aquel corazón.
Había sido emocionante. Mientras duró.
Pero había durado poco. Había durado lo que el respiro de una ilusión.
Un día el Viejo lo había convocado y le había dicho: «Ha acabado la guerra».
El Viejo había dicho: «Las cosas están cambiando».
El Viejo había destruido todos los documentos de la Cadena.
El Viejo había dicho: «Tómate unas vacaciones. Unas largas vacaciones».
Stalin Rossetti había sonreído educadamente.
Stalin Rossetti había bajado la cabeza.
Stalin Rossetti se había puesto en marcha.
Stalin Rossetti había eliminado en la destructora de documentos los papeles que le comprometían, y se había llevado y había escondido en un lugar seguro los papeles comprometedores para otros. Stalin Rossetti había vendido títulos, había liquidado negocios, había desbloqueado fondos.
Stalin Rossetti había convocado a los viejos camaradas en la cervecería de Via Merulana. Había bebido y cantado con ellos hasta entrada la noche. Había homenajeado con ellos al que ya no estaba allí. Había brindado con ellos por el triunfo de la libertad.
Y, al final, cuando todos estaban tan borrachos que no se aguantaban en pie, había dicho: «La guerra ha acabado. Las cosas están cambiando».
Los camaradas habían gritado: «¡Nos han traicionado!».
Los camaradas habían gritado: «¡Hemos librado la más sucia de las guerras y nos dejan tirados como chatarra!».
Los camaradas habían gritado: «¡El Viejo se vendió a los rojos!».
Los camaradas habían propuesto matar al Viejo.
Stalin Rossetti, con gesto apesadumbrado y con la voz convertida en un controlado susurro hipócrita, se había puesto de su parte, les había dado la razón, había estigmatizado la inhumana ingratitud.
Stalin Rossetti había dicho: «Considerémoslo un repliegue táctico temporal».
Stalin Rossetti había prometido: «¡Volveremos! ¡Seguirán necesitando a gente como nosotros!». Por eso no había lugar para iniciativas temerarias. Por eso había que mantener intacta la fuerza. ¡La fuerza de los ideales!
Stalin Rossetti había anunciado que emprendía un largo viaje.
Los camaradas habían gritado que era una injusticia, que Italia no se merecía a un héroe como él. Stalin Rossetti había tolerado la ovación bajando la mirada, con un noble suspiro. Y había empezado a repartir palabras amables.
Los camaradas se habían lanzado sobre los talonarios de cheques al portador.
El día siguiente, Stalin Rossetti había salido hacia su Salento natal. De toda su antigua vida sólo se llevó consigo a Yáñez, al Tuerto y, naturalmente, a Pino Marino.
Tenía apartado lo suficiente como para establecerse por su cuenta. Apulia era el terreno ideal para un hombre con tantas cosas aún por hacer.
En unas semanas había montado una pequeña empresa de navegación. Tres barquitos, un modesto despacho en la parte vieja de Bari, el mínimo personal. Como cobertura, una agencia de importación/exportación de mercancías varias.
Stalin Rossetti traficaba con la Sacra Corona Unita[9].
Stalin Rossetti traficaba con los serbios.
Stalin Rossetti traficaba con los albaneses.
Stalin Rossetti compraba a los serbios armas y municiones y se las hacía llegar a los pulleses de la Sacra Corona Unita a cambio de heroína turca que Manuele Vitorchiano, un siciliano condenado a muerte por la mafia, distribuía por el centro de Italia.
Stalin Rossetti se llevaba el diez por ciento de cada una de las putas que el Chef de Valona le enviaba semanalmente. La mercancía y las mujeres viajaban con documentos intachables. Stalin Rossetti les proporcionaba permisos de residencia. Ningún problema por parte de los supuestos controladores: la mitad de ellos formaban parte de la misma logia que Stalin Rossetti; los otros se contentaban con algún regalito.
En poco tiempo, el volumen de negocio se había quintuplicado. Stalin se había comprado un helicóptero y una casa de campo a las afueras de Ostuni.
Stalin Rossetti era un hombre rico.
Stalin Rossetti era un hombre deprimido.
Echaba de menos el olor a pólvora. Echaba de menos las misiones imposibles. Echaba de menos la acción. Echaba de menos el sabor del cuerpo a cuerpo.
Stalin Rossetti quería recuperar el puesto que le habían usurpado tan fraudulentamente. El heredero del Viejo era él. No podía acabar así. No podía acabar en Salento, entre paletos albaneses y putas malolientes.
Salento no era el principio de una nueva era. Salento era la caída, la degradación, el exilio. Salento era el finis terrae.
Así que decidió volver.
2
—La mercancía no es problema —le dijo el Tuerto—. Pero él, a cambio, exigía al menos un trabajito con la boca.
Valeria intentó arrancarle el ojo sano. El Tuerto le aferró la mano con dureza y la tiró por el suelo, haciendo caso omiso a sus gritos y a sus feroces insultos.
—¡Vete a tomar por culo, desgraciada!
Ella fingió resignación. El Tuerto se recompuso e hizo ademán de irse. Ella le sonrió y se lanzó contra el portal. El Tuerto la agarró por un brazo y la obligó a detenerse. Valeria consiguió soltarle una patada en el bajo vientre. El Tuerto apenas arrugó la frente, y se puso a retorcerle el brazo por la espalda.
—¡Ahora vas a pedirme perdón, zorra!
Ella gritó de dolor. Un par de transeúntes se pararon a mirar, curiosos y asustados. La sonrisa sarcástica del Tuerto les convenció y siguieron su camino con la cabeza gacha. La intensidad de la presión aumentaba. Pero Valeria no abría la boca. Había dejado incluso de quejarse. No quería pedirle perdón a aquella bestia. No quería pedirle perdón a nadie. Si había alguien a quien pedirle perdón, era a sí misma. Pero nunca lo haría, nunca. Y si tuviera un arma, habría vaciado su contenido en el cráneo de aquel bastardo. Y luego habría acabado con todo, de una vez y para siempre. Mientras tanto, el dolor aumentaba, y el Tuerto estaba a punto de romperle el brazo, y sentía el dolor que se mezclaba con el sudor, y su olor que se volvía ácido, el olor de los monos, y se odiaba por ello, y odiaba al mundo, y luego… Y luego la presión cedió, y ella se encontró libre, desplomada en el suelo, con el brazo anquilosado, pero libre. Y el Tuerto jadeaba, apoyado contra el lateral de la puerta del Centro de Estudios, y frente a él había un chico. Tenía los puños apretados y desafiaba al Tuerto. El Tuerto se tocó un costado y levantó una mano en señal de rendición, con una sonrisa humilde en el rostro.
—Vale, vale, ya lo he entendido. Pero no le digas nada al jefe, ¿eh? Ya sabes cómo es, se me ha escapado la mano…
El Tuerto desapareció del portal. El muchacho se le acercó y la ayudó a levantarse. Era un tipo alto, moreno, fuerte. Muy moreno. Quizá del sur. Pero con dos ojos de un azul casi transparente. Ella se apoyó en él, pero luego se lo quitó de encima de un empujón. No quería que notara su terrible olor. No quería tener que darle las gracias. No quería dar las gracias a nadie.
Se alejó de allí, intentando dominar el temblor que la sacudía de arriba abajo. El muchacho se le puso al lado.
—¿Qué coño quieres, eh? ¿Tengo que darte las gracias? Gracias. Y ahora vete a tomar por culo, ¿vale?
—¿Puedo ayudarte en algo?
—¡Tú no puedes ayudarme en nada!
—Prueba a pedirme algo.
—Déjalo estar.
—¡Tú prueba!
—¡Muy bien, muy bien! —gritó ella, exasperada—. Me iría bien medio gramito, ¿lo tienes?
—¿De qué?
—¿De qué va a ser? ¡De heroína, joder!
—Tengo el dinero. Y puedo acompañarte a buscarla, si me dices dónde.
Decidió seguirlo porque su calma le había impresionado. Era una calma de otro mundo, de otro tiempo. Y decidió seguirlo porque no había alternativa. El mono que tenía encaramado en la espalda le mordía rabioso en el cuello, y no había ni lágrimas ni gritos que pudieran ahuyentarlo.
Él tenía un cochazo blindado. Hizo que la llevara a las Termas de Diocleciano. Él le pasó un par de billetes. Ella le compró la mercancía a un par de egipcios. Después acabaron en el apartamento de Via del Banchi Vecchi. Una casa que debía de haber tenido una historia, y que ahora estaba hecha una ruina. Ella se metió media dosis y corrió al baño a darse una ducha. Se puso una batita corta y volvió al salón. Le ofreció un tirito, pero él lo rechazó. Dio un último repaso para limpiar el papel de aluminio. Por fin había dejado de sudar. Ahora se sentía feliz. Feliz y atontada. El muchacho jugueteaba con un retrato que tenía entre las manos. Mostraba a un hombre joven, con cara de televisión. Le decía algo. Una cara de goma, pero le decía algo. Cuando ella se dio cuenta del interés suscitado en él por la foto, se la quitó de las manos.
—¿Es tu novio? —preguntó él, educadamente.
—Es una historia que acabó.
—¿Te ha hecho daño?
—Métete en tus asuntos. ¿Quieres follar?
—No.
—¿Por qué no? ¡A lo mejor es una buena idea!
—No, no creo.
—Pero ¿por qué?
—Porque…, no sé por qué, pero no.
Ella cogió el clarinete y tocó unas notas de When the saints go marching in. Él la miraba como a una flor perfumada, como a un diamante extraordinario. A ella le faltó el aire.
—En otro tiempo sabía tocar.
—Sigue, por favor.
Pero el entumecimiento se estaba apoderando de ella. Fue a tumbarse en la cama.
—Ven aquí —le susurró.
Él se le colocó al lado, rígido, tenso. Ella se acurrucó entre sus brazos.
—Yo me llamo Valeria.
—Pino Marino.
—¡Qué gracioso!
Y se durmió enseguida.
Pino Marino acariciaba los cortos cabellos rubios de la muchacha dormida entre sus brazos. Ella era alta, esbelta, nerviosa. Y estaba enferma. Pino Marino decidió cuidar de ella. No había un porqué, no había un motivo.
Pensó que hay a quien le toca en suerte una bonita casa en el corazón de Roma y a quien le toca un cuchitril en un barrio de mala muerte de Nápoles, como Pallonetto di Santa Lucia. Chulitos que violan a las mujeres y cortan la garganta a sus hombres. Y un hombre amable llamado Stalin Rossetti.
Él no había hecho nada para merecerse el destino que estaba viviendo. Simplemente se lo había encontrado. Nunca había protestado. No se había rebelado. Ni siquiera se había preguntado si podía existir, en otro lugar, un destino diferente. Nunca, hasta aquel momento.
Con un brazo, sin darse cuenta, le rodeó el pecho. Echó la mano atrás, con una sensación de sacrilegio. Ella se movió lentamente. Olor a canela, con una leve reminiscencia del sudor ácido de antes. Pino Marino juró que eliminaría aquel rastro. Ella suspiró.
—¿Aún estás aquí?
—Sí.
—Me alegro. Es bonito.
La respiración se volvió regular, casi imperceptible. Sí, era bonito, pero no tenía ningún sentido. Y cuando no tiene sentido, no tiene futuro. Pino Marino liberó delicadamente el brazo. Habría tenido que tirársela. Cualquier otro, en su lugar, habría aprovechado la ocasión. La tapó delicadamente con una esquina de la sábana. Tenía que irse. Pero volvería. Era una promesa. Era un juramento.
Stalin le esperaba debajo de casa. Más bien cabreado. Le entregó las llaves de la Honda 750 que Yáñez había recogido por la tarde y le mandó ponerse en marcha enseguida.
3
Cuando llegó aquella nueva orden, Manuele Vitorchiano bajó la cabeza y dijo: «Sí, señor». Retiró el revólver y se puso en marcha, con paso cansino, ante la mirada indiferente de los paisanos que sorbían su café en el Bar dello Sport.
Con su cuñado, Lillo, habló a la mañana siguiente. Lillo se sorprendió al encontrárselo enfrente, ojeroso y con la boca pastosa.
—Ha llegado un encargo, Lillo.
—¿A quién le toca?
—A ti.
—Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho yo de malo?
—Nada. Pero ya no se fían. Dicen que uno que se ha rebotado una vez, en cualquier momento, puede rebotarse de nuevo.
Lillo recordó aquella noche en Bronte. Uno de los capos corleoneses había ofrecido una cena de reconciliación a la familia de don Saro. Se juntaron cuarenta, entre jefes, jefes de zona, oficiales caballeros y soldados. Lillo, del brazo de don Saro. «'U me' figghiu[10]», lo llamaba don Saro. Y él, en aquel momento, ya lo había traicionado. Grandes abrazos y grandes sonrisas, ningún registro, porque nadie habría soñado siquiera llevar un arma; en aquella época algunas cosas eran impensables. Cordero, vino tinto, quesos de Le Madonie. En el último brindis por la amistad, el corleonés hizo una señal a Manuele. Y empezó la matanza. No salió ni uno con vida. Todos degollados como cabritillos. Lillo, como prueba de su nueva fidelidad, se ocupó de don Saro. El corleonés asintió. Más tarde, mientras vertían ácido en las tinas y arrastraban uno a uno los cadáveres, Lillo le dijo a Manuele que él era dueño de su propia vida.
—Y una mierda. Eres el marido de mi hermana. Eres mi hermano. ¡Y acuérdate de que he dado la cara por ti!
Y precisamente porque había dado la cara por él, ahora le tocaba a él resolver la cuestión.
—Pero yo no lo siento así. ¡Y si no, ya verás!
Lillo abrazó a Manuele y se fue sin pasar siquiera por casa. Tal como iba vestido, con la ropa de cada día y en el bolsillo el dinero justo para un billete de segunda y un par de semanas de supervivencia.
Manuele había declarado que debían de haberle dado algún soplo porque él, pese a buscarlo tal como le habían ordenado, no lo había encontrado.
Sin embargo, cuando, una semana después, apareció en todos los periódicos la fotografía de Lillo en su nuevo papel de mafioso arrepentido, Manuele pensó que su suerte estaba echada. Y él también se dio a la fuga. Por supuesto, podía haber «cantado» él también. Y no es que no lo pensara. Pero ¿qué sería entonces de su familia? Mientras los jefes tuvieran la duda, mientras estuviera a cubierto, no les tocarían ni un pelo. En cuanto a él, sabía que no era más que cuestión de tiempo. Pero mientras durara…
La historia se alargaba desde hacía dos años y él se iba escondiendo y desafiando a todo y a todos, hasta que un día, a través de uno de Bari que había conocido en la cárcel de la Pianosa, el dottor Rossetti lo reclutó. Rossetti buscaba a alguien que le pudiera colocar mercancía en la zona centro de Italia. Manuele sólo tenía una pretensión: sobrevivir. Sellaron el pacto con un apretón de manos. Luego fueron cogiendo confianza. Manuele le contó su historia, y Rossetti lo alabó: «Es bueno no traicionar a los seres queridos», le dijo. Por su parte, le contó que tenía conocidos en la mafia y le prometió que hablaría en favor del pobre Manuele en cuanto se le presentara la ocasión. Después Rossetti le hizo saber que durante un tiempo el tráfico quedaba suspendido. Empezaron unos meses grises, de miseria, de miedo.
Y por fin llegó la llamada.
—Algo se mueve. He conseguido un trato. Los he convencido de que se olviden de ti. No te muevas. Te envío a un hombre.
Y renació la esperanza. Y Manuele pensó que podría volver a abrazar a su mujer y a sus hijos. Que recuperaría su lugar en la vida. Que todo lo que había oído decir de aquel Rossetti, cuando era un miembro feliz y respetado de la Cosa Nostra, era cierto: Rossetti era un hombre poderoso, tan poderoso que incluso los capos hacían pactos con él.
Y un hombre generoso, si se había acordado de él, si no lo había abandonado en aquel pueblecito perdido de Las Marcas…
Así, cuando la mañana tras la llamada, a las ocho en punto, fue a encontrarse con el desconocido con casco que le esperaba en la carretera provincial junto a una motocicleta de gran cilindrada, su sonrisa era la sonrisa de un hombre feliz y esperanzado.
Sin embargo, el desconocido sacó del bolsillo de la cazadora una pistola con silenciador y le disparó dos veces a quemarropa, con lo que le destrozó media cara.
Pino Marino dejó la moto en un aparcamiento público de Macerata y se volvió a Roma en tren. En un estanco cercano a la estación había comprado un cuadernito y una caja de rotuladores. Durante todo el viaje, se esforzó en trazar esbozos de sus vírgenes. Vírgenes con el rostro de Valeria. Pero los rotuladores y sus pensamientos seguían caminos diferentes, y el resultado eran unos garabatos indescifrables. Pensaba en el hombre que había matado. No era la primera vez, y quizá no sería la última. Pero aquel hombre le había dejado dentro una extraña sensación. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué culpa cargaba, a los ojos de Stalin? ¿Tendría una mujer esperándolo en algún lugar? ¿Hijos? «Nunca dejes que se conviertan en personas —le había advertido Stalin, durante su adiestramiento—. Para ti son sólo objetivos. Si se convirtieran en personas, sería el principio del fin.» Bueno, ahora él sabía que había matado a una persona. Stalin había ordenado y él había ejecutado. Pero había sido su mano la que había apretado el gatillo. Su mano, no la de Stalin. ¿Era el principio del fin? ¿Era aquella la «culpa» de la que hablaban algunos libros que había leído y que siempre había considerado con cierto desprecio? ¿Todo aquello tenía algo que ver con la chica? Pino estaba confundido. Quería volver a verla. Lo deseaba con todas las fuerzas de un despertar inesperado. Y aquel despertar le provocaba algo bastante parecido a un terror ancestral. «No tengo que buscarla» se dijo, por fin, y tiró el cuaderno y los rotuladores por la ventana. «No debo. Me apartará de mi camino. Me alejará de Stalin.»
Pero después, cuando llegó a la estación, la llamó desde un teléfono público.
También Stalin, aquella noche, hizo una llamada. A las doce en punto. Angelino Lo Mastro aún estaba despierto.
—¿Has visto la televisión?
—Sí, lo has hecho muy bien.
—Bien. La próxima vez hablaremos de cosas serias.
Colgó sin esperar respuesta. Casi inmediatamente, el móvil empezó a sonar furiosamente. Lo apagó. En su momento, en su momento. De vez en cuando también hay que concederse alguna pequeña satisfacción. En cuanto al pobre Manuele, bueno, en aquel caso también podía aplicarse aquel viejo proverbio chino: «Ninguna buena acción queda sin castigo».