1
A la puerta de Urgencias, ante la mirada preocupada de la médica que apenas una hora antes la había metido en la ambulancia, Maya fumaba su primer cigarrillo tras dieciocho meses de abstinencia.
Maya fumaba y esperaba. Esperaba a Ilio. Aunque el Saab había quedado hecho un guiñapo tras el choque contra el álamo, el teléfono de a bordo aún funcionaba. Típico de Ilio. El avance vertiginoso de la tecnología. La elección del modelo de última generación. Querer lo mejor de todo para todos los que le rodeaban. Ilio vivía rodeado del éxito social. Lo recibían con buena cara, pero a Maya, que a fin de cuentas era la rica de los dos, le habían insinuado claramente que lo consideraban un fanático provinciano. Un tipo corrompido por el éxito. Maya sabía que no era así. Tras la vanagloria se ocultaba la inseguridad. Y en la inseguridad, aquella profunda dulzura canalla que la había enamorado a primera vista.
Pero lo había buscado por todas partes y no lo encontraba.
Bajo la mirada ceñuda del primer enfermero que la había atendido, un estudiante que la exhortaba a que se tumbara y que farfullaba algo sobre posibles fracturas, había conseguido hablar por fin con Giulio Gioioso.
—Me he salido de la carretera. El coche está destrozado.
—Voy enseguida.
—No. Busca a Ilio. Por favor, Giulio. ¿Dónde está mi marido?
—Veré qué puedo hacer.
Así que ahora estaba esperando. Al jefe de los carabinieri, gordo, orondo y presuroso, le había dicho que no recordaba nada del «siniestro».
—He oído un claxon y me he apartado a la derecha para dejar paso…, pero será que la calzada era demasiado estrecha, o el tipo habría bebido…, el hecho es que me he encontrado en el desnivel, bueno…, no, eso no puedo decirlo…, en fin, estaba ese álamo que se me venía encima…, es decir, era yo, obviamente, la que me iba directa hacia el álamo…, en fin, ha sido un momento…
—¿Ha visto la matrícula? ¿El tipo de vehículo?
—Lo siento. Sólo puedo decir que era grande. Grande y oscuro.
El jefe de los carabinieri, la médica, los enfermeros y los camilleros tenían claro cómo había ido la cosa. Y de quién era la culpa: de uno de esos jovenzuelos dispuestos a atropellar a su propia madre para ir a ponerse ciegos a la discoteca.
Maya había asentido con una sonrisa dulce. Maya los había tranquilizado: esperaba a su marido, cuestión de momentos.
Al final la dejaron en paz. Por fin sola. Sola con su rabia y con su decepción.
Vaya una suerte, tenía que ser un paseo agradable, por hacer algo diferente y animar un domingo muerto: con la pequeña en el campamento de actividades del colegio, liberadas por fin de la insoportable presencia de la institutriz suiza… Raffaella la había apodado Annamaria Bigotes, la mujer de Samuel, como en el cuento de Beatrix Potter… Otra brillante idea de Ilio… Pero ¿por qué no aparecía?
Hacía tiempo que Ilio estaba raro. Más brusco, a veces arisco. Capaz incluso de pasarse horas en silencio. Debía de atormentarlo alguna preocupación secreta. Era como si estuviera perdiendo la alegría de vivir. ¿Estaría acabándose lo suyo, como solían augurar sus «amigas»? ¿Con el cansancio que cubre cada encuentro de una pátina de polvo? Ella no concebía un Ilio triste, un Ilio apagado. Le vino a la mente una tediosa reunión para tomar el té en casa de la Vingelli-Orsolatti. Todo, según parecía, giraba en torno al concepto de «entregarse o no entregarse». El sentido último en las palabras de la baronesa, curtida a base de saunas y ayunos para quitarse veinte años de más, era que no costaba nada entregarse. El problema es cuando él dejaba de pedir. Problema bastante común, por lo que se decía por ahí. Cuando le llegó su turno, cuando la amiga la sometió a un brutal interrogatorio sobre «la cuestión de entregarse o no», Maya había confesado cándidamente sus arrebatos de felicidad, los frecuentes y alegres encuentros amorosos, el placer recíproco que duraba tantos años. La Vingelli-Orsolatti había encendido una varilla de incienso y con una sonrisa forzada la había acusado de «esconderse». De mentir, en otras palabras, por falta de confianza en su confidente.
—¡Pero cuando tengas ganas de decirme la verdad, yo estaré encantada de escucharte, cariño!
En fin, que no era creíble que una pareja funcionara. Y en cambio, funcionaba. Incluso ahora, ahora que Ilio había descubierto el silencio y estaba cambiando ante sus propios ojos, aun así el entendimiento en la cama era perfecto. Y no sólo en la cama. Maya volvió a pensar con un escalofrío en ciertas escapadas de novios, en algunas chifladuras en la oficina, en el juego de la señora y el botones, en el baño de señoras del restaurante japonés la noche de aquella aburridísima reunión con unos dignatarios saudíes… Aquello excluía la posibilidad de una amante. Ilio le era fiel. Ojalá ella se fiara tanto de sí misma. Ojalá se diera cuenta por fin de que ella era la hija del Fundador no sólo y no tanto porque el Fundador le había dado los mejores colegios, una educación exquisita, todas las oportunidades que una chica pueda soñar… Ojalá hubiera comprendido lo parecidos que eran, en el fondo, los tres: el Fundador, ella, que era sangre de su sangre, y el propio Ilio…
Maya detuvo a un camillero que pasaba y le pidió un nuevo cigarrillo. Era oscuro, sin filtro, vulgar como el hombre de dedos toscos que lo había extraído de un paquete arrugado y cubierto de manchas indefinibles.
—Gracias.
—Si quiere que la lleve, señora, yo acabo dentro de veinte minutos.
Curioso —¿no?— que la encontraran aún deseable. Con el pequeño suéter de cachemir prácticamente hecho jirones por el golpe. El collarín que le daba arcadas. El maquillaje corrido. Un leve corte sobre el ojo izquierdo. No, no curioso. Típico. Mujer igual a vaca. Sólo sirve para una cosa. Maya aplastó la colilla contra el tacón del botín. Y sonrió. Era aquello precisamente lo que las señoronas como la Vingelli-Orsolatti no conseguían entender. Que se pudiera estar con alguien de igual a igual y amarse sin tapujos…
Pero ¿por qué tardaba tanto Ilio? ¿Dónde diablos se había metido? Habría hecho cien mil veces mejor en quedarse en casa, en vez de coger el cochazo de Ilio para ir a inspeccionar un terreno en venta por la zona de San Zenone. O a lo mejor habría tenido que volver antes. Quizás inmediatamente. Y no sería por falta de señales. Su tristeza inquieta frente al brillo difuso de las farolas que languidecían en la niebla creciente. El solo de saxo en la radio. Las persianas cerradas y las ventanas de seguridad de los pueblos de Broni y Casteggio, desiertos en aquella tarde de domingo. Las hileras de chopos sepulcrales. Antes de que aquel loco, borracho o lo que fuera, la sacara de la carretera. Maya se había sorprendido a sí misma, una vez más, sintiendo compasión al ver los arados y los tractores alineados a la entrada de los almacenes de las granjas. Padanos hacendosos. Padanos acorazados tras las vallas de una tristeza irredimible.
—¡Maya, gracias a Dios! ¿Cómo estás, cariño?
Giulio Gioioso le ofrecía sus brazos y su perfume.
Giulio Gioioso la había rodeado con su gabán color camello.
Giulio Gioioso la escoltaba, premuroso, hacia el reluciente Lamborghini con el que había llegado —desde luego quemando rueda— para estar a su lado en aquel momento de necesidad.
Maya se mostró frágil. Tenía frío. Giulio Gioioso le acariciaba el cabello. Las lágrimas le hacían sentir coherente consigo misma.
—Todo va bien, ya ha pasado todo, ya ha pasado todo.
Ilio no estaba a su lado. Ilio no estaba. Ilio.
2
Cuando Maya se quejó de la luz, estaban abrazados, intentando dormir.
—Apaga, Ilio, por favor, ¡estaba durmiendo tan a gusto!
—Pero si está apagada, cariño. ¡Está todo apagado!
Maya abrió los ojos. El dormitorio estaba inmerso en la oscuridad. Y sin embargo, veía una medialuna de color rojo, cegadora, palpitante, insoportable, en el cuadrante inferior del ojo izquierdo.
—¿Te importa encender la luz, Ilio?
—Pero ¿qué te pasa, Maya? Primero me despiertas porque ves una luz que no hay, y luego…
—¡Por favor!
Ilio accionó un interruptor. Maya se llevó las manos a los ojos, presa de un terror antiguo, irracional. Ahora la medialuna roja había dejado paso a un círculo negro. Cerró el ojo derecho. Con el izquierdo abierto percibía un temblor incierto, la silueta confusa de la étagére, el tocador con las cosas de maquillarse… Todo lo demás estaba negro, de un negro profundo, devastador, obsceno…
Una hora más tarde, el profesor Nivasi le diagnosticó un desprendimiento de retina. Consecuencia del accidente, sin duda. La llevaron al quirófano, tumbada sobre la camilla, cogida de la mano de Ilio, que le murmuraba frases tranquilizadoras, pero que tenía aspecto de estar conmocionado, más incluso que ella… Pero ya se sabe cómo son los hombres…, tan enérgicos y luego, cuando tienen que enfrentarse al dolor, querrían salir corriendo…, unos animalotes avergonzados, de pronto espantados al encontrarse ante la vida real… Mientras le inyectaban algo en el brazo, ella hizo jurar a Ilio que no le aplicarían anestesia total.
Quería estar consciente. Por nada del mundo se entregaría a la nube gaseosa de la inconsciencia. Oyó que Nivasi daba una orden. Ilio le apretó la mano más fuerte. Demasiado tarde. Todo estaba decidido. Intentó gritar, pero la parálisis iba subiendo poco a poco. La parálisis envenenaba su voluntad. Nunca más se despertaría. No…
Sin embargo, se despertó. Un martillo le introducía clavos en el ojo enfermo. Un dolor lacerante continuo, sin tregua. Un confuso borboteo de voces. Siluetas temblorosas al otro lado de las vendas que le cubrían ambos ojos. Intentó llamar su atención, pero no notaba el paladar. ¿Le habrían mentido? ¿Tendría alguna otra cosa, algo más grave? Se concentró en las voces, ya que parecía que el dolor estaba decidido a absorber cualquier chispa de su energía. Reconoció el modo de hablar profundo, cultivado de Ilio. Hablaba con alguien. Quizá Giulio Gioioso… Las palabras no conseguía distinguirlas. Pero los tonos, en cambio… El de Ilio revelaba rabia y un fondo de miedo. Y Giulio… Giulio parecía que tuviera que defenderse de alguna acusación… Maya hizo un esfuerzo por comprender. Empezaba a filtrar alguna palabra: «Están perdiendo la paciencia…», «No quiero verte más». Oscuridad. Alusiones. La sensación de una amenaza inminente. Se le escapó un quejido. Las voces callaron. Ruido de pasos. La mano fresca de Ilio sobre la frente. Su beso húmedo en el cuello. Maya se sumió en el sueño arrullada por las dulces frases tranquilizadoras de él: «Todo va bien, amor mío, todo va bien…».
3
Cuatro.
Ilio Donatoni nadaba alrededor del Nostromo: un tiburón sin aliento, un delfín entristecido.
El Nostromo, su Nostromo fondeado en un ridículo brazo de mar a la vista de la costa. El Nostromo: nacido para desplegar sus poderosas velas y navegar, ligero, sin límites ni horizontes.
Ilio Donatoni había decidido dar treinta vueltas alrededor del barco. Su barco, con las velas arriadas. Su barco, sacado del puerto con los obtusos motores de emergencia. Giulio Gioioso se mareaba. Giulio Gioioso era su invitado de honor. Giulio Gioioso había intentado matar a Maya. Giulio Gioioso había hecho sufrir a Maya.
Cinco.
Sobre el castillo de popa, Giulio Gioioso hablaba de los etruscos del Tirreno.
Los antiguos Tirsenoi. Insuperables constructores de torres. Excelentes marineros. Celosos guardianes del secreto de la fusión del bronce.
Sobre el castillo de popa, Maya se recuperaba de la intervención dando sorbitos a su champán helado. Sobre el castillo de popa, su hija escuchaba fascinada al improvisado conferenciante.
Seis.
—Menuda idea, ese baño fuera de temporada —había dicho Maya.
—Ponte al menos el traje de neopreno —le había aconsejado Gioioso.
Pues sí, menuda idea.
En el último mes: dos fábricas cerradas en Petralia Soprana; cuatro excavadoras desaparecidas; tres palas mecánicas que habían acabado en el fondo de un barranco; huelgas intermitentes de oficiales; el concurso para la licitación en aquel pueblucho de Sicilia (Italia, en teoría), perdido por un soborno millonario; dimisiones en masa de capataces. Una cabeza de cordero podrida enviada por paquete postal a Viggianò.
Y el accidente de Maya. En aquel coche tenía que haber estado él. Giulio Gioioso había llorado. Giulio Gioioso había jurado que los responsables recibirían su merecido. Giulio Gioioso había prometido que protegería a Maya como…, como a una hija. Como a la hija que nunca había tenido. Giulio Gioioso estaba enamorado de Maya. Aplastarle la cabeza. Como a una serpiente asquerosa.
Siete.
Giulio Gioioso estaba financiando una investigación sobre los antiguos Tirsenoi. Giulio Gioioso invertía en cultura. Giulio Gioioso había quedado seducido por los antiguos Tirsenoi al descubrir que no se habían extinguido, sino que estaban diseminados. Habían rechazado la batalla final y habían optado por la diáspora. Habían seguido existiendo durante milenios bajo falsos nombres. Existían aún, escondidos bajo apellidos improbables, etnias olvidadas, raíces que se perdían en la noche de los tiempos. Era una señal, decía Giulio Gioioso. La señal de que lo que es eterno nunca morirá.
Ocho.
En el último mes: fuga precipitada de amigos y aliados. Obsesivos contestadores telefónicos. Secretarios y ministros ilocalizables, reunidos, en viajes de negocios, en sus momentos íntimos, donde fuera, siempre que fuera lejos del alcance del tocapelotas de Donatoni. Invitaciones anuladas, cenas canceladas en el último minuto. Periodistas de batalla entregados de pronto a una reserva monacal. La prensa amiga volatilizada. Resultado: un montón de dinero pagado a fondo perdido. Sólo le quedaba Giulio Gioioso. Giulio Gioioso que deseaba a Maya.
Nueve.
Giulio Gioioso nunca había pateado la calle, apretado los puños, vertido una gota de sudor. Giulio Gioioso había nacido alto, rubio, comedido de modales y de palabras, lleno de detalles y de encanto. Sus caminos nunca se habrían cruzado si no lo hubiera buscado él. Había sido él quien había lanzado el grito de dolor. Giulio Gioioso lo había recogido y lo había vuelto a colocar en la cima. Pero aquella cima ahora se había convertido en un abismo.
Diez.
Giulio Gioioso nunca levantaba la voz. Giulio Gioioso no amenazaba. Giulio Gioioso miraba a los ojos y sacudía la cabeza.
Once.
Pensó en la lucha. Soñó con la resistencia. El Fundador habría organizado batallones armados. El Fundador habría pagado a los anárquicos y habría hecho saltar por los aires la sede central. El Fundador habría declarado la guerra y habría combatido hasta el final. El Fundador se ponía en pie cuando hablaba de los partisanos. El Fundador nunca se fiaría de alguien como Giulio Gioioso. Pero él no era el Fundador. Él era su sucesor. Un sucesor indigno.
Doce.
El corazón le iba a estallar. Tiburón sin aliento, delfín indigno. Nunca conseguiría hacer treinta. Había una solución. Desaparecer. Para siempre. Mandaría a la pequeña y a Maya al extranjero. Liquidaría toda actividad. Luego un balazo. Había una solución. Conjugar libertad y muerte. Había una solución. Pero el corazón le iba a estallar. Después, quizá después…
Ilio Donatoni trepó jadeando por la escalerilla de proa. Un marinero se aprestó a ayudarle a quitarse el traje de neopreno. Ilio se lo sacó de encima con un gesto decidido.
Giulio Gioioso lo miraba expectante, sorbiendo con aquella boca bien modelada de la boquilla de una pipa apagada.
—¿Entonces? ¿Has tomado una decisión?
—Está bien. Acepto.
Giulio Gioioso suspiró aliviado.
4
Maya adoraba el Fuerte. Maya adoraba el color apagado del mar fuera de temporada, las olas que levantaban espumarajos y reflejaban el blanco cegador de los Alpes Apuanos, aquella luminosidad velada de una calina agresiva que parecía querer devorar hasta la curva del horizonte.
Maya adoraba el Fuerte. Echada sobre una tumbona entre dos cabañas, situada en la misma longitud de onda que el respiro inquieto de las aguas, conseguía incluso mantenerse impenetrable ante la insoportable perorata de los Bendonati-Richter sobre la dificultad de encontrar, hoy en día, criados que estuvieran a la altura. Ante el último cotilleo mundano de Bea Montalenti. Ante el relato de una negociación sindical durante la cual el ingeniero Perrot le había leído la cartilla a jefazos y jefecillos de la Tríada Roja. Ante el hastío con el que Ramino Rampoldi, joven promesa socialista, maldecía a su compañero Mario Chiesa por haberse dejado coger con las manos en la masa, o mejor dicho en el fajo de billetes, para arrastrar por el fango —de modo absolutamente inmerecido— el honroso nombre del partido.
—Ah, pero Craxi le ha cantado las cuarenta a ese sinvergüenza. ¡Y fuera del partido, así, cara a cara, sin perderse en divagaciones!
—¡Venga, Rami, si ese Craxi está ya más que acabado!
—¡Ya verás…, ya veréis todos!
A veces, cuando estaba segura de que nadie la observaba, Maya se levantaba la venda del ojo aún convaleciente y se esforzaba en enfocar la boya de un submarinista, o la vela temblorosa de una tabla de windsurf. El ojo se le había quedado débil. La retina corría peligro, así que se había acabado hacer deporte. A menos que probaran con ciertas técnicas de vanguardia, pero que aún estaban en fase de experimentación… Maya confiaba en la ciencia, pero sobre todo confiaba en su tenaz voluntad. ¡Era la hija del Fundador, diantres! El accidente le había proporcionado una pausa. El desprendimiento de la membrana como metáfora del distanciamiento de lo cotidiano. Época de balance. Infancia dorada, adolescencia de prestigio, juventud chispeante, matrimonio, procreación, destete de la prole. El Fundador se había ocupado de que tuviera lo mejor. Quizás hubiera otro modo de ver las cosas: treinta y dos años que habían volado. ¡Bueno! Por mucho que intentara rebuscar en el archivo de la memoria y de las posibilidades…, por muchos esfuerzos que hiciera…, no encontraba una cualidad que la hiciera única, inconfundible, irreemplazable. Maya, la… Maya, la que…, Maya la transparente, habría tenido que decir. Sintió el deseo, o quizá la nostalgia, de volver a empezar. Trabajaría. Había hablado de ello con Ilio. Él había asentido sin convicción: sí, un poco de voluntariado le habría ido bien. Por otra parte, todas sus amigas… Claro: en el mundo de Ilio, trabajo femenino igual a voluntariado. Pasatiempo. Ocio. Y en cambio para Maya se trataba…, se trataba de recuperar el control de su propia vida.
—Estoy hablando de trabajo. Trabajo de verdad. Con horarios, normas, encargos… y una retribución.
—Tú no necesitas una retribución.
—Yo necesito hacer algo que sea algo más que presentarme como la señora Donatoni.
—¿Es decir?
—Es decir: dame un puesto en la empresa. Uno cualquiera. Para empezar…
—La empresa es tuya, Maya.
—La empresa es nuestra, Ilio. Y eres tú el que la diriges.
—Encontraremos una solución también para esto, cariño.
Sucedía tras la extemporánea salida con el Nostromo y la performance natatoria de Ilio. En cuanto al fin de semana en Versilia, Ilio había decidido agregarse en el último momento. Soportaba tan poco a aquella chusma como ella, o aún menos, y se pasaba las horas nadando en el lago. A Ilio no le importaba el hielo ni el viento. Había vuelto a ser el Ilio de siempre: rápido, decidido, afectuoso y desenfrenado sexualmente. De algún modo que no conseguía explicarse, Maya sentía que todo aquello se debía al accidente. No es que no hubiera intentado hablar del tema. Pero Ilio lo había negado todo. No había existido ningún momento de crisis. Nunca había estado taciturno o distraído. ¡Todo eran fantasías suyas!
Ilio salía del agua. Bea Montalenti se le echó encima con una toalla en la mano. Ilio rechazó la oferta, molesto, y se dirigió con paso exageradamente lento hacia las duchas. ¡Ilio no podía mostrarse vulnerable al frío! Apareció Giulio Gioioso, con su camiseta estilo Capri y su pipa. Ilio, empapado como estaba, se le acercó y se puso a hablar con él.
Maya había resistido la tentación de unirse a ambos. Había otra cosa que Ilio juraba y perjuraba que no había ocurrido nunca: la conversación a los pies de su cama cuando se había despertado de la anestesia. Ni él ni Giulio Gioioso se encontraban allí. Sólo había una enfermera que le había contado que ella, Maya, había hablado en el duermevela, diciendo frases inconexas. Gritos, incluso. Por eso le habían tenido que administrar otro sedante más suave, y hasta la mañana siguiente no había recuperado completamente la conciencia. Ilio negaba con tanta convicción que, al final, Maya había acabado por ceder. ¿Le mentía Ilio?
En definitiva, todo aquello no tenía importancia. Conseguiría ese trabajo. Usaré un nom de plume, Ilio. ¡Venga, Maya, si todos te conocen! ¿Cómo se comportarían con ella los trabajadores? ¿Y los ejecutivos? Le darían algo serio que hacer o… El ojo, de pronto, dio señales de vida con una punzada lacerante. Se levantó la venda, preocupada. Nada de destellos, gracias a Dios. Los destellos eran el presagio de los desprendimientos, socarrones fuegos artificiales…
Con el sol, la calina se había disuelto.
Cicci Zandonel untaba de crema hidratante los hombros secos y cubiertos de pecas de Bea Montalenti. Por un instante, las dos «amigas» —por así decirlo— dejaron de lado su juego de sociedad predilecto: soltar paladas de mierda sobre los italianos del sur.
—Oye, Cicci, pero ese Gioioso…, ¿ya sabes que él también es siciliano?
—¡Qué tendrá que ver! ¡Él es diferente!