Alta política

1

En el backstage, tras el cara a cara, tras una leve vacilación, Carú y el senador Argenti se dieron la mano.

—Has estado bien —dijo Carú, que retuvo un instante más de lo debido la mano de su rival.

Argenti, sorprendido por el inesperado cumplido, bajó instintivamente la mirada. Carú le soltó con una sonrisa benévola, se giró rápidamente y se refugió en el camerino que Costanzo le había preparado.

El camerino olía a cosméticos, con un leve rastro de ambientador. Carú se encendió un Hoyo de Monterrey Epicure I. Alguien, una vez, le había hecho notar que la pasión por los puros habanos era algo incoherente en un comunista declarado. Carú, educadamente, le había mandado a freír espárragos. ¿Desde cuándo un hombre tiene la obligación de ser coherente?

El espejo le devolvía la imagen de un cuarentón pulcro, aseado, respetable, elegante, comedido, atrincherado tras la nube azulada del humo. Los auxiliares de plató le habían felicitado por el éxito del programa. Costanzo le había dado un abrazo. Todo aquello no significaba absolutamente nada. Los auxiliares de plató felicitaban siempre a todos los invitados importantes. Costanzo era un viejo amigo, y si Argenti no le había dado un abrazo era sólo porque el senador era un tipo frío y poco efusivo.

La verdad es que había perdido. El mensaje transmitido a los espectadores era: Argenti es el futuro; Carú, el pasado.

—¡Está claro, señor Carú, que usted es como uno de aquellos japoneses que, treinta años después de acabar la guerra, seguían defendiendo el islote de un enemigo que ya no existía! Pero usted es también un hombre inteligente, Carú. ¡Y yo confío en que, gracias a su inteligencia, antes o después usted también entienda por fin que la guerra ya ha terminado!

Y con esta bromita, acogida por el público de la sala con una ovación, Argenti lo había mandado definitivamente a la lona.

Mientras consideraba la posibilidad de haber hecho una barbaridad al abandonar el partido, consideró las posibles consecuencias de un cambio de equipo. Podía tomarse un mes sabático, empezar a matizar el tono de sus editoriales, y después lanzar con gran estilo la «Operación Realineamiento».

«Me he equivocado, camaradas, no tenía que haberme ido, y he vuelto.»

Los camaradas eran lo suficientemente idiotas como para creer en el arrepentimiento. Pero también lo suficientemente rencorosos como para hacérselo pagar caro.

Así que no tenía otra opción más que seguir combatiendo.

Por otra parte, Carú era un periodista de batalla.

Carú era un articulista combativo.

Carú se exaltaba frente al enemigo.

Sus artículos eran fulminantes lecciones de sarcasmo. Sus apariciones televisivas eran arrolladoras incursiones arrasando territorio enemigo.

Carú se aferraba a su presa y no la soltaba hasta la muerte.

Carú clavaba dentelladas a diestro y siniestro. Carú tenía siempre para todos. Carú daba la impresión de ser malo, pero imparcial. A un observador imparcial podía parecerle que seguía una línea fluctuante, incluso irregular. En realidad, tras todos sus oponentes, había sólo uno. Y tras todos sus enemigos veía uno solo.

Los rojos.

No había sido él quien se había equivocado al irse.

Habían sido los rojos: habían cometido un error fatal alejándolo del partido.

Carú era el gran acusador de los rojos.

Carú había jurado destruir a los rojos.

Carú se había hecho célebre por su lucha sin tregua contra la dictadura cultural del marxismo.

Carú pensaba que, más que las alianzas, más que los proyectos, más que el recuento de las tropas, lo que realmente decidiría el resultado del enfrentamiento sería el control de las pulsiones más profundas.

Italia era un país de derechas y lo sería siempre.

Una derecha moderna, sin prejuicios, una derecha que, usando una de sus expresiones preferidas, «se anticipaba al paso de la historia, más que seguirlo».

Le había parecido encontrar esta derecha en los socialistas.

Pero los socialistas se estaban viniendo abajo ante el ataque de la Fiscalía de Milán.

Y los rojos se preparaban para clavar los dientes en el apetitoso pastel.

Carú se había quedado solo. En eso Argenti, su viejo ex amigo Argenti, metódico, algo cariacontecido pero sutilmente peligroso, tenía toda la razón.

Él era el pequeño soldado amarillo en una gran isla que nadie asediaba. La imagen tenía en sí misma algo de poético y de noble. Pero Carú despreciaba tanto la poesía como la nobleza.

Mejor concentrarse en los acontecimientos para comprender en qué se había equivocado, en qué se habían equivocado todos ellos. Y empezar desde allí.

El control de los impulsos profundos. Aquélla era la clave de todo.

Mientras en el resto del mundo, los rojos eran execrados y maldecidos, en Italia se preparaban para tomar las riendas.

Pero los italianos no se habían vuelto de pronto todos rojos.

Era sólo que se habían cometido trágicos errores. Eso era todo. Y ahora tocaba correr a refugiarse.

Carú se había empleado generosamente en promulgar la idea de «instaurar una nueva orientación cultural destinada a crear un sentimiento positivo en la opinión pública. Un sentimiento de repulsa hacia el radicalismo permisivo que ha pervertido nuestro país en los últimos años. Una señal para reaccionar ante el laxismo moral. Pero una señal laica, abierta a los fermentos sociales. Una señal de ataque, no de defensa».

Había tenido una acogida más bien tibia. Había tenido que responder con fuerza a las críticas del Movimiento Social Italiano, celosos guardianes de la «tradición». Celosos y fosilizados, con sus votos lanzados al viento. Porque nadie se había declarado aún dispuesto a una alianza con los herederos del Duce. Y nadie lo iba a hacer, a menos que ellos tuvieran el valor de cambiar. El verdadero problema de la derecha era que pensaba que aún podía salir adelante con la vieja trimurti: Dios-Patria-Familia… ¡Un contexto de lo más respetable, por supuesto! Pero los italianos estaban volviéndose laicos, pese a lo que pudiera decir el Papa. Los italianos iban en otra dirección. Había que alcanzarlos antes de que fuera demasiado tarde. Recuperar la sintonía con el italiano. El típico viejecito cagón que todos conocemos…, vive de miedos, se alimenta del sueño imposible de un milagro, necesita una madre protectora y un padre autoritario y severo…, adora que le regañen y al mismo tiempo que le complazcan, no le desagrada que le tomen el pelo con estilo, pero detesta pasar por idiota, y sobre todo no tolera que se entere todo el mundo…

¡Volver a llevar a los italianos a su casa de verdad!

Haría falta una gran paciencia. Habría que emplear una gran cantidad de energía y de inteligencia. Sobre todo, lo que hacía falta era una idea brillante. La Idea.

En aquel momento, Carú no sabía que la Idea estaba tomando forma entre la niebla de Milán. Que muy pronto de la Idea nacería un proyecto. Y que él se convertiría en uno de sus actores principales.

2

Un apartamento en el tercer piso de un bloque anónimo, burgués, en Viale Ippocrate. Una cantidad impresionante de libros, sobre todo ensayos históricos, pero también una colección de poesía, narrativa y teatro. Reproducciones de cuadros políticamente coherentes, desde el Guernica al Funeral del anarquista Pinelli. Música de jazz de fondo. Una joven y luminosa compañera, Beatrice, con el pelo recién lavado, camiseta blanca y un delicado perfume afrutado. La guarida del senador Argenti, pensó Scialoja con una punta de admiración, daba una sensación de sana y robusta serenidad «democrática». Scialoja se había quedado gratamente sorprendido ante la inmediata disponibilidad de Argenti al proponerle un encuentro.

—Creía que no le caía bien, senador.

—¿Usted? ¡Si apenas nos conocemos! Es su papel el que me deja algo perplejo, señor Scialoja.

El rápido apretón de manos que habían intercambiado le había servido a Scialoja para excluir la posibilidad de que Argenti fuera un cofrade, un hermano masón, lo cual lo complicaba todo mucho más. Scialoja sabía que lo que estaba a punto de decirle al senador no iba a gustarle. Sólo cabía esperar que Argenti fuera lo suficientemente elástico como para seguirle en una valoración «política» del caso. Que se diera cuenta de que, pese a sus evidentes diferencias, les unía la voluntad de evitar un baño de sangre.

—Permítame, en cualquier caso, felicitarle por el debate televisivo…

Argenti rebufó, más bien molesto. Sí, había ganado. Pero había sido todo demasiado fácil, demasiado mascado. Era como si, de pronto, todos los adversarios hubieran desaparecido.

—Parece que Carú está deprimido —prosiguió Scialoja—. A lo mejor uno de estos días lo ven volver al redil…

¡Por amor de Dios! Sólo faltaba eso. ¡En el partido serían capaces de acogerlo con los brazos abiertos! En el partido tenían debilidad por las inteligencias perversas, sobre todo por las de los enemigos. Dependía de la necesidad de aceptación de cada uno. De la voluntad feroz de sentirse considerado uno más. Miserias humanas, a su modo de ver.

Se extendió un aroma de café, y Beatrice se asomó por la puerta. Scialoja se apresuró a quitarle de las manos la pequeña bandeja. Ella se lo agradeció con una mirada amable.

—¿Se queda a cenar, dottor Scialoja?

—En realidad tenemos un compromiso. ¿Te acuerdas, Beatrice?

—Ah, sí, es cierto. Me olvidaba. ¡Disculpe, otra vez será!

Argenti, en silencio, le lanzó una mirada de agradecimiento. Ella le pasó la mano por el cabello, con una especie de sarcástica ternura. ¡Nunca aprendería a jugar al hombre de mundo, su querido Mario!

Después ella se fue, ligera, y la admiración despertada en Scialoja adoptó un matiz de envidia. Quizás algún día, con Patrizia, pudiera tener una compenetración tan profunda… Pero mientras tanto Argenti lo miraba fijamente, impaciente. Scialoja se mojó los labios en el café e intentó explicarle cómo estaban las cosas.

Más tarde —el policía se había ido hacía unos veinte minutos— ella irrumpió de nuevo en el estudio. Mario, refugiado tras el escritorio cubierto de papeles, tenía la mirada perdida. La tormenta estaba en el aire.

—No soportas a ese tipo, ¿eh?

—Si supieras lo que me ha dicho…

—¿Te apetece hablar de ello?

—Mejor no.

—Como quieras. ¡Pero no te olvides de que tenemos un compromiso!

—¿Qué compromiso…? Ah, sí, ya, gracias por lo de antes, Beatrice.

—¿Quieres ir al cine?

—Estoy trabajando.

—Nadie lo diría.

—¡Pues te aseguro que sí!

—¡Pero es domingo!

—¿Y?

—En el Rivoli dan Un corazón en invierno.

—¿Género?

—Comedia dramática, creo. Es una película francesa.

—Siempre puedes ir con alguna amiga.

—¡Pero yo quiero ir contigo!

—En otra ocasión.

Ella se retiró y cerró la puerta con exasperante cautela. Un gesto cargado de violencia reprimida. Beatrice estaba ofendida. Y no podía negarse que tenía razón. Bueno, él se había comportado como un animal. Y ahora tendría que compensarlo. ¡Qué bonito domingo! El encuentro con Scialoja le había dejado traspuesto, no servía de nada negarlo. Durante toda la reunión él había mantenido una actitud firme y resuelta, a veces hasta despreciativa. De comunista de la vieja escuela, para entendernos. Le había bastado con unas frases para comprender adónde quería llegar aquel ambiguo personaje: «Ustedes, los comunistas, están decididos a tomar Italia. Muy bien, ustedes mismos. Pero sepan que, de un modo u otro, tendrán que hacer frente a ciertas cuestiones problemáticas, digámoslo así, que van agitándose en nuestro querido y desdichado país. Y no será agradable, querido senador. Porque una cosa es llenarse la boca con la defensa de la legalidad y de la justicia desde la oposición, pero otra es mancharse las manos con el ejercicio del poder». Así que sería oportuno prepararse, para que la situación no los pillara desprevenidos… Estar «preparados». Pero ¿preparados para qué?

El senador repasó mentalmente sus inicios. El momento de la elección. Se había afiliado al partido por un impulso, o quizá como un desafío. Un desafío a un entorno académico en el que se olía la revolución tras cada esquina, y en el que los más espabilados y perseverantes —para el vulgo, los lameculos— iban construyéndose brillantes carreras como ejecutivos a la sombra del más desenfrenado e inocuo extremismo de salón. El partido era, para él, Berlinguer. Berlinguer había sido su luz, su guía. Berlinguer había sido su estrella.

Berlinguer veía el futuro.

Berlinguer sabía que Italia era un país de derechas.

Berlinguer había comprendido que no podían ganar solos, o pasaría lo que en Chile.

Berlinguer sabía que el socialismo real había generado monstruos.

Berlinguer intentaba dirigir a su mastodóntico partido hacia el mañana.

Berlinguer estaba muerto. El Muro había caído. Las cartas se habían vuelto a barajar. La antigua exclusión de la Iglesia ya no tenía razón de ser. Era impensable que el partido no se resintiera. Argenti no era hostil al cambio. El cambio es el alma de la política. Argenti creía en la política, a pesar de los políticos —se le escapaba alguna vez, sonriendo, entre los amigos más íntimos—. «A pesar de los políticos de mi partido», añadía, pero nunca en público. Argenti creía en la política. La militancia le había enseñado a distanciarse del entusiasmo y a practicar constantemente la disciplina de lo posible. Argenti desconfiaba de los grupos, las facciones y los movimientos. Cuando alguien se atribuía el derecho de hablar en nombre de la sociedad civil, le venían a la cabeza ideas homicidas. Él conocía la sociedad civil italiana muy bien. Brutal, la definiría, más que civil. A por el cambio, pues. Habían empezado por el nombre del partido. Aquel «comunista» había pasado a evocar siniestros escenarios. Argenti había conocido una vez a un intelectual polaco. El Muro acababa de caer. El polaco divagaba sobre los horrores del comunismo, horrores que había experimentado en su propia piel.

—Ustedes lo sabían, camarada Argenti. Y no movieron ni un dedo.

—Aquí es diferente —se había defendido, con cierto malestar—. Aquí el partido era algo bueno.

—Una cosa mala en Varsovia no puede ser buena en Roma, «camarada».

¡Ah, si se hubieran desmarcado antes, si hubieran sido más decididos en su condena…! Agua pasada. Ahora eran otros los problemas que había que afrontar. El cambio del partido estaba influyendo peligrosamente sobre los hombres. En lo negativo de la organización centralizada había algo innegablemente positivo: la acción anónima, el sentirse parte de un diseño más vasto, la pertenencia —sí, ¿por qué negarlo?— a una especie de Iglesia laica. Bueno, aquella tranquilizadora comunidad de fieles era la víctima más ilustre —y añorada, al menos por él— del cambio. Se podía ironizar sobre la devoción bovina de los viejos camaradas. Pero lo que Argenti veía pasar ante sus ojos superaba con mucho las previsiones más pesimistas. Una comedia humana propiamente dicha, en nombre del oportunismo, de la vida, del compromiso, del arribismo más desenfrenado. Los camaradas percibían el olor a puesto de mando y se abrían paso frenéticamente a codazos. Y los tipos como Scialoja habían llegado a la conclusión de que estaban «preparados». ¿Preparados para todo, entonces? ¿Preparados para tratar con la Cosa Nostra?

El senador se sentía cansado.

Era domingo.

Y él odiaba los domingos.

Había sido injusto con Beatrice, y él amaba a Beatrice.

Fue a buscarla al salón. Estaba leyendo una novela negra americana, con la larga melena iluminada por los últimos reflejos del sol. La besó en el cuello.

—Perdóname.

Beatrice no levantó la vista del libro. Argenti se puso a hojear con aire distraído un ejemplar de La Repubblica.

—¿Qué te parecería ir a ver Instinto básico?

—Ésa la vas a ver tú con tus amigotes, si tanto te apetece.

—Está bien, me rindo. Que sea Un corazón en invierno.

Beatrice encajó el triunfo con una sonrisa y, finalmente, le dio un beso.