1
Maya. Maya, tan dulce, fresca, desenvuelta. ¡Maya, tan excitante!
Al verla venir hacia él, a la entrada del alto edificio Donatoni, Giulio Gioioso simuló un educado estupor.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Darle una sorpresa a Ilio. ¿Y tú?
—Me parece que hemos tenido la misma idea. Pésima idea, por lo que parece.
—¿Ilio no está?
—Lo que es estar, está. Lo que pasa es que, desgraciadamente, también están los japoneses. Una de esas reuniones tremendas…
—¡Qué aburrimiento!
—Pues sí. Y tu querido maridito está de un humor decididamente pésimo. En tu lugar yo me volvería a casa. A menos que…
—¿A menos que…?
—Me han hablado bien de un nuevo local por Corso Buenos Aires. Una pastelería, creo.
—¿Siciliana?
—¡Ça va sans dire, querida!
Su rostro afilado se contrajo con un gesto pensativo. Una decisión rápida, comunicada con tono travieso.
—Venga, vamos. De hecho, aún hace sol…
Giulio la cogió del brazo, y juntos se pusieron en marcha en dirección a la Galleria. Una bonita tarde de otoño. También las hay en Milán. Gente guapa por las calles. Sensaciones agradables por todas partes. Y buena idea, la de esperar a la impredecible Maya. Una idea dictada por su innegable sentido de protección. Sólo faltaba la irrupción de la mujercita de Ilio en la oficina, con todo lo que estaba sucediendo. Por no hablar de lo que podría suceder. No, Maya debía mantenerse apartada de todo aquello. Protección. Como con una hija un poco atolondrada, se dijo Giulio Gioioso, aunque no es que la diferencia de edad fuera tan…, más o menos la misma diferencia de edad que entre ella y el idiota de Ilio Donatoni. Lástima que la dulcísima, la adorable, la tierna y sensual Maya hubiera decidido casarse con el idiota. Sí, realmente era una lástima.
—Ésta es.
Maya se dejó guiar por entre las mesitas decoradas con cestitas de limones y reproducciones del más convencional carrito isleño. Un eslalon entre parejas de señoritingos de barrio bien con aspecto de haber vivido mucho y ampulosos empresarios lombardos que se inclinaban a susurrar al oído de finas secretarias de aspecto lascivo. Música de fondo: Jam, de Michael Jackson. Desconsoladora mezcolanza de kitsch y de vanguardia. Sólo faltaba que en lugar del carrito hubieran puesto el carroccio milanés para provocar orgasmos en cadena a los más fieles militantes de la Liga Norte. ¡Dios Santo, qué horror! A lo lejos, el sonido frenético del ajetreo de la ciudad. A lo lejos, aquellos tonos de voz siempre una octava demasiado altos. Como si el mundo entero tuviera que ser informado necesariamente de los asuntos que hacían tan complicada, envidiable y, al mismo tiempo, única e irrepetible la existencia del insigne milanés del momento. El mundo a los pies de Milán, la capital de las finanzas y la economía… A Maya, los milaneses le parecían grotescos. Corrían como los norteamericanos. Pero los norteamericanos te daban siempre la sensación de estar a punto de conquistar alguna nueva frontera. Los milaneses parecían huir de quién sabe qué. Y más grotesco aún era que consideraran aquella actitud una especie de símbolo de una ciudad a la que no pertenecía. Un sentimiento confuso que aspiraba a un idílico regreso al campo. Casi un mestizaje ampliado a toda la provincia. De la parte sana, se entiende, y muy por encima de la Línea Gótica trazada por los alemanes en la Segunda Guerra Mundial… Grotesco. Ella, que venía de lo más profundo de la agreste y sensual Romaña. Ella, que de todo aquello, por dentro, se reía.
—Excelencia, discúlpeme. ¡No le había reconocido! ¿Qué puedo servirle a usted y a esta bella señora?
El camarero, de tipo rubio normando (Sicilia estuvo dominada durante mucho tiempo por los normandos, y Giulio Gioioso se sintió en el deber de explicárselo, como si la mujer que le acompañaba fuera una alumna de secundaria ignorante), se agachó tanto que casi rozó la superficie de la mesa; poco le faltaba para besarle las manos… Se decidieron por una cassata, «como manda la tradición». El camarero se retiró ceremoniosamente. Giulio Gioioso le rozó distraídamente una pierna pasando una mano, en un gesto como para comprobar la perfecta verticalidad de su traje de chaqueta cruzada, de fresca lana. De Caraceni, of course.
—Desde luego, Maya, si no hubiera llegado tan tarde a la fiesta, aquella noche…
Era el inocente jueguecito de siempre. Giulio que no encuentra el modo de quitarse de encima una amante molesta, llega con un inusitado retraso a la recepción de Fuffi Baldazzi-Striga y descubre a la divina criatura justo un instante después de que lo hiciera el apuesto y gallardo Ilio Donatoni. Quel dommage, chérie! Pero los dos sabían que aquel encuentro frustrado nunca había tenido lugar. Era su jueguecito. Giulio Gioioso ni siquiera estaba en Milán en aquella época. En realidad, nadie sabía dónde estaba, y él era el primero que se guardaba de descubrir sus cartas. Había aparecido de pronto. En un momento de crisis de la empresa, con Ilio asediado por pedidos por tramitar y acreedores enfurecidos. Ilio se lo había presentado como asesor de relaciones públicas del grupo. Llegaron las cassatas. El camarero se negó decididamente a aceptar la tarjeta de crédito oro que Giulio, con una complacencia que rayaba en la vulgaridad, exhibía con ostentación («invita la casa, es un honor para nuestro local tener a su señoría entre nosotros», etcétera; se hablaría en los salones, de aquel tête-à-tête entre ella y Giulio), y desapareció. Giulio Gioioso cerró los ojos. Como si estuviera saboreando el perfume de ella. A tiny flirt in a sweet afternoon in Milano…, todo tan vulgar, y sin embargo también tan cool… Maya sabía que el encuentro no había sido casual. Todo el mundo la tomaba por tonta, superficial y boba. Se olvidaban de que era la hija del Fundador. Maya se había dado cuenta de aquellas miradas encendidas que iban mucho más allá de los límites de su jueguecito inocente. No había nada de malo en flirtear. Al fin y al cabo, aquel hombre no poseía ni un gramo de la fuerza de Ilio. No imaginaba siquiera cuánto le había costado arrancarse del corazón al Fundador, confinarlo a un rincón, hacer suya aquella empresa, que era la criatura más querida de su padre, su única razón para vivir. Quedarse con el paquete entero, como decían las dinosaurias, esposas de los dinosaurios que se sentaban en el consejo de administración (bueno, el cedeá)… y ponerlo todo en manos de Ilio. Por amor, sólo por amor, ¿por qué si no? Así que Giulio Gioioso ya podía considerarla una conquista fácil, una tontita que llevarse a la cama. ¿Qué importancia podía tener? El amor es otra cosa. El amor está en otro lugar. El amor está con Ilio…
Cuando se separaron, él le besó la mano; ella se despidió apartándose sólo un poco, pero lo suficiente como para garantizar la distancia necesaria.
Más tarde, desde su apartamento con vistas al edificio Pirelli, Giulio Gioioso encargó por teléfono que le mandaran a Maya, como recuerdo de aquella deliciosa tarde, dos docenas de rosas escarlata. Angelino Lo Mastro, que comprobaba frente al espejo la caída de su nueva chaqueta de la colección Oliver, estalló en una sentida carcajada.
—¿Has mojado, por lo menos?
—¿Podrías evitar ser tan vulgar?
—Ya veo. No has mojado.
Giulio Gioioso sintió la tentación de mandarlo al diablo. A veces, los orígenes eran un peso insoportable. El propio pasado era un peso insoportable. No todo lo que se veía obligado a hacer le gustaba. A veces, un peligroso atisbo de depresión se insinuaba en el aire de seguridad que tanto le gustaba ostentar. Angelino Lo Mastro se le acercó y lo abrazó, cubriéndolo con una nube de perfume con un retrogusto de tabaco.
—¡Lassamu perdiri[8], Giulio, ya sabes que me gusta bromear!
—Lassamu perdiri.
—¿Qué te ha dicho Donatoni?
—Que no se hace nada.
—Mala cosa.
—Démosle un poco de tiempo y lo entenderá.
—No hay tiempo, Giulio.
—Con una semana basta y sobra.
—Que así sea. Ahora perdóname, pero tengo un compromiso ineludible.
—¿Vas a mojar? —insinuó Gioioso, dándole la réplica.
—¡Ojalá! ¡Vuelvo a casa, amigo mío!
—¡Buena suerte e hijos varones!
2
—¡Lo mando todo a paseo!
Ilio Donatoni era un hombre alto, fuerte, elegante, guapo y viril como un actor de cine americano. Ilio Donatoni se había hecho a sí mismo a partir de la nada, y de la nada había construido un imperio. Ilio Donatoni se había infiltrado en una poderosa dinastía avejentada por las arrugas del éxito y le había insuflado su sangre de filibustero. Ilio Donatoni siempre tenía una ocurrencia a punto y nunca perdía la calma. Con horror, el ingeniero Viggianò vio cómo tiraba del anaquel del escritorio el pesado busto de bronce del Fundador. Tras el estruendo se presentó una secretaria asustada. Con una sonrisa forzada, Ilio Donatoni le dijo que se volviera a su despacho. Después levantó delicadamente el busto y lo estrelló contra la vitrina que custodiaba los trofeos de su brillante carrera deportiva. El vidrio estalló. Placas, copas y diplomas desencuadernados emitieron un tintineo melancólico. El célebre palo de golf de mango historiado con la efigie de Ilio voló a los pies del ingeniero. Por los pasillos del inmenso edificio se oía el ir y venir del personal, la agitación de los vigilantes, los espasmos contenidos de los fieles colaboradores que veían cómo iba arreciando la tormenta. Su miedo tenía un olor ácido. Penetraba por los resquicios de las puertas. Impregnaba las pesadas cortinas de brocado, la chaise-longue destinada a las pausas de reflexión, la pantalla gigante sintonizada en el Canal 5, los terminales conectados con las principales bolsas del mundo que transmitían las cotizaciones.
—¡Todo a paseo!
El ingeniero Viggianò recogió el palo de golf y acarició la empuñadura.
—No tenemos elección —susurró.
—¿Quién lo dice?
—Giulio Gioioso. Ha sido categórico.
—¡Giulio Gioioso no es nadie!
—Es uno que nos tiene cogidos por el cuello. Y no es el único.
—¿Quién? ¿Quién más?
—Los balances.
—Los balances se ajustan.
—Tenemos a Hacienda en los talones.
—A Hacienda se le paga.
—Hemos alcanzado un acuerdo. No será tan fácil desdecirse. ¡Hemos sido nosotros quienes los hemos buscado!
—Trasladaremos las fábricas a los países del Este. Están apareciendo ocasiones increíbles por allí…
—Sin los sicilianos se acabarán los pedidos en el sur, señor. Y sin encargos en el sur no habrá fábricas.
—Entonces vendámoslo todo. Ya. ¡Enseguida!
—No sacaremos dinero suficiente para pagar a todos los acreedores.
—Venderé las propiedades familiares.
—Seguirá sin bastar. Si rompemos el trato, caemos en bancarrota fraudulenta. La cárcel, Ilio…
¡La cárcel! Viggianò la había llamado por su nombre. No sucedía desde hacía… ¿Cuántos años? Desde que se habían subido juntos, con una maleta llena de ambición y falta de escrúpulos, al galeón del éxito… Los sicilianos querían un 1,5 por ciento más de comisión. Los sicilianos le estaban chantajeando. Los sicilianos le habían parecido una idea genial para resolver la crisis. O los sicilianos o la cárcel. Como ahora. Los sicilianos le tenían cogido por las pelotas. Los sicilianos. La cárcel. La libertad. Y después, quizá, la muerte.
—No hacemos nada.
—Sólo esta última semana hemos tenido dos bombas en la fábrica de Partinico. Se han despedido quince vigilantes nocturnos. Los capataces cogen la baja y los camiones salen llenos de material y no vuelven…
—¡Me importa un carajo!
—¡Piénsatelo bien, Ilio! ¡Ésos son capaces de todo!
—Está decidido. Ya basta. Déjame solo, por favor.
¡La libertad! La libertad que había perseguido toda la vida. La libertad que había conquistado haciendo uso de ese conjunto de habilidades que tan generosamente el Todopoderoso le había concedido. La belleza. El savoir faire. La decisión. El arrojo. El gusto por la aventura. La libertad del viento del océano y de las carreras en moto entre las dunas. Recogió el busto del Fundador y volvió a ponerlo sobre el escritorio. Pese a los golpes, su austero perfil broncíneo seguía intacto. ¡Ni que lo mandara fundir borraría aquella expresión pueblerina! El Fundador le advertía que no debía vivir por encima de sus posibilidades. El Fundador había construido un imperio con calma y abnegación. El Fundador tenía mil ideas y descartaba novecientas noventa y nueve. Las más geniales, las más audaces. El Fundador seguía siempre la idea más elemental, la más simple, la única que se pudiera explicar en veinticinco palabras. Veinticinco palabras de oro. Él, las ideas, las había tenido siempre de una en una. Siempre la idónea. O la errónea. ¿Qué importaba? ¿Qué importa una vida sin poder ir más allá de sus posibilidades? ¿Una vida de empleado? ¿Una vida de vía estrecha?
De pronto, necesitaba a Maya. Sus labios enfurruñados. La pasión que nunca le había negado. Que nunca se habían negado. Se precipitó a casa. La niña practicaba al piano. Maya pintaba un paisaje. Imágenes de paz. De olvido. Maya, paradójicamente, su fijación.
—Antes de que cuelguen carteles en todas las fachadas de esta especie de pueblucho que te obstinas en llamar «metrópolis» con la noticia del día, querido, quiero que sepas que he pasado la tarde con tu amigo Giulio Gioioso…, ¡y sin acostarnos!
¡Giulio Gioioso! Ilio apretó los puños. Maya lo miró, sorprendida.
—No pensarás en serio…
Se le acercó. La abrazó con fuerza. Ella lo observaba, atenta. Maya era una chica inteligente. ¿Y si se lo dijera todo? ¿Si le dijera quién era realmente aquel galán de pacotilla de Giulio Gioioso…?
—Cuéntamelo todo, Ilio.
—Te quiero.