1
Artesanos, asesinos, arquitectos, azafatas, abuelas, antifascistas, anticomunistas, artistas. Bergantes, boyantes, boyardas y boyardos. Cambistas, cantantes, camareros, censores, cronistas, comunistas, confidentes y chivos expiatorios. Damas desmitificadas, damiselas divinizadas, directores dirigidos, divas dolientes, democristianos dispersos. Efebos, eunucos, escoltas, encubridores, ex comunistas, editores, estilistas, estiletes, extremistas y exportadores. Fascistas, facinerosos, filisteos y frailes fondones. Golfillas, gerentes, geriatras, geógrafos, gargantas profundas. Honestos, heteros, horteras, hugonotes y humillados. Ignorantes, iluminados, intrigantes, intelectuales, indispuestos. Libertinos, liantes, licenciados, lamentosos lloricones, licenciosas y lamentosas. Madamas, minotauros, miserables, monicacos, medievalistas. Narcisos, napolitanos y novelistas. Oráculos, obstaculizados, obscenos onanistas ofuscados. Prelados, primados, premiados, procuradores, poscomunistas, productores, posfascistas, padanos y padrinos. Quasimodos, querindongas y quebrantahuesos quitamiedos. Rebeldes, radicales, románticos y radicados. Sin techo, santeros, socialistas sobreactuados, súbditos soñadores, sobrealimentados y soberbios. Tahúres, terroni[6], turineses, trogloditas. Undívagas universitarias, ultranacionalistas, utópicos uticenses. Vencedores, vejados, viticultores, vanagloriosos, vengadores y la Virgen santísima. Zorras zarrapastrosas, zoroástricos zurdos y zafios zaborreros.
Y, naturalmente, masones.
La casa del siglo XVIII donde vivía Trebbi, el director de cine.
Roma. La Gran Elite de Pacotilla.
Con la sonrisa fría y amable que se había convertido ya en su uniforme, Scialoja recibía el homenaje de los siervos que se creían poderosos y de poderosos con actitud de siervos.
Patrizia, elegantísima con su vestido negro minimalista que ponía en evidencia su largo cuello blanco y el óvalo eslavo de su rostro, lo observaba moverse por entre la multitud de los que le mendigaban con la habilidad de un experto comediante. Patrizia lo veía planear, socarrón e inalcanzable, por encima de susurros y frases ocurrentes pronunciadas demasiado en alto, por encima de los guiños esperanzados de las inevitables putas de altos vuelos, concediéndose a aquél por unos segundos, a aquélla negándole el beneficio de un mínimo gesto de atención… Cuando lo había dejado era un poli tímido y apasionado, y ahora se encontraba con un sofisticado dominador. Scialoja había cambiado. El mundo entero se había rendido a sus pies. Y él lo gobernaba desapasionadamente, en voz baja, permitiéndose incluso soltar distraídamente una opinión despectiva, una condena sin posibilidad de apelación. Y sin embargo…, sin embargo a veces se detenía, como preso de una duda. Entonces miraba a su alrededor y buscaba la mirada de aprobación de Patrizia. Dependía de ella. El antiguo vínculo nunca se había roto. Rey de su mundo, pero, a su vez, devoto de su reina. «Stalin diría que lo tengo en un puño», pensó ella. Curiosamente, aquello no le producía ninguna excitación.
—Vengan. Les presento al señor de la casa…, por así decirlo…
Camporesi, con una torpe galantería, se ofrecía a guiar a Patrizia tras los pasos de su jefe, que se dirigía hacia un hombre alto, distinguido, sonriente. Una muralla humana se interpuso, en el último instante, entre Scialoja y su objetivo. Patrizia observó una serie de movimientos diversos: rostros que adoptaban unas muecas incomprensibles…, furiosos gestos tocándose el cuello del traje o las agujas de corbata…, dedos que se cruzaban.
—Creo que son saludos masónicos —susurró Camporesi.
—¿Ah, sí? No sabía que él fuera masón.
—Cuando lo son, nunca lo dicen.
—¿Y usted?
—No. No… Creo que no tengo la categoría suficiente, señora.
Y al decirlo se había puesto rojo. Patrizia reprimió una risita. Con ella siempre había demostrado una educación que rozaba la pedantería. El legado de la estirpe, sostenía Scialoja: Camporesi descendía de una antigua familia toscana.
Scialoja, mientras tanto, intentaba defenderse del afectuoso asalto de sus cofrades.
Había sido el Viejo quien lo había inscrito directamente en la poderosa logia Sirena. Una logia «reservada», obviamente.
—Deme las gracias. Le he ahorrado los capirotes y las espadas y le he llevado directamente a la esencia del poder —le había anunciado después, a cosa hecha.
—¿Qué es esto de la logia Sirena? ¿Una especie de revival de la P2[7]?
Scialoja había visto cómo los pequeños y hundidos ojos del Viejo se iluminaban con una chispa divertida. Era la primera vez que lo veía de buen humor desde que sabía que tenía los días contados. Sería también la última.
—¿Se ha preguntado alguna vez por qué llamaron a aquella maldita logia Propaganda 2? ¿No? Bueno, pues se lo explico yo, jovencito. Porque evidentemente, en algún lugar, debe existir una logia Propaganda 1…
—Y quizás en algún otro lugar, una Propaganda 3 ó 4 ó 5…
—No podría excluir la posibilidad…
No volvieron nunca más a tratar del tema. Por falta de tiempo —el Viejo se iría pocos días después— o quizá porque su tono de indiferencia le había sentado mal.
La noticia de la nueva afiliación se había extendido con extrema rapidez. Scialoja se había encontrado de pronto rodeado de cofrades, presa de un jubiloso asedio que a ratos amenazaba con sofocarlo. En su vida anterior, cuando era un simple poli lleno de ideales, nunca habría podido imaginar que en las altas esferas también tuvieran tantos. Una noche, en un salón especialmente atestado de encapuchados, se había divertido fingiendo sorpresa ante un apretón de manos ritual con el que se había presentado un cofrade. Éste, un oficial de los carabinieri en uniforme de gala, se había batido en retirada, temblando de la vergüenza, farfullando excusas incomprensibles. Cuando volvieron a verse, fue Scialoja el primero en saludarlo al estilo masón. El oficial había soltado un suspiro de alivio, e inmediatamente adoptó una aire de espabilado: «Aaah, ya entiendo, tú no querías que un tercero, que a lo mejor nos estaba observando en aquel momento, comprendiera que los dos, tú y yo…».
Scialoja lanzó a Patrizia una mirada implorante. Ella dejó atrás a Camporesi y se abrió camino hacia el anfitrión.
—Creo que necesita ayuda —le susurró, indicando a Scialoja.
Trebbi asintió. Dejó plantada a la pareja agée por la que hasta aquel momento había simulado el máximo interés, arremetió contra el grupito y, haciendo caso omiso de las protestas de los cofrades, cogió a Scialoja del brazo y lo arrastró hasta un terreno más seguro.
2
«También Trebbi, el director de cine, es una creación del Viejo», pensaba Scialoja, mientras éste se lo llevaba por la escalera interna hasta la buhardilla.
Trebbi. Un hombre alto y ceremonioso, de sonrisa amable, de aspecto charmant. El director Trebbi había dirigido una única película, diecisiete años atrás. De título pomposo y escenas arriesgadas. Creada con la intención de revolucionar el cine italiano. Elogios de algún crítico amigo, un paso rápido por algunos festivales periféricos. Rápidamente olvidado. El director Trebbi había pasado de enfant gaté con futuro a mosca cojonera. El director Trebbi había llenado diez estantes de guiones que nunca se producirían.
Sin embargo, el director Trebbi no había perdido el ánimo. Se había llevado a la cama a una noble madura de escasas gracias y en decadencia, pero que se había hecho cargo del contrato de alquiler de su elegante ático con vistas a la Piazza Navona. El director Trebbi lo cedía periódicamente para la grabación de producciones pornográficas semiclandestinas. El director Trebbi organizaba discretas reuniones entre las estrellas de dichas producciones y de personalidades a la vista de la Gran Elite de Pacotilla. Al enterarse de aquella actividad, el Viejo había decidido ocuparse de él. El hombre era simpático y afable, un gran conversador. El hombre conocía vida, muerte y milagros de la Gran Elite de Pacotilla. El hombre podía resultarle útil.
Alabado fuera el Viejo. Alabada fuera su infinita y clarividente sabiduría.
El Viejo había fichado el ático. Trebbi sacaba un alquiler y un sueldo regular. Inscripción en la cuenta de salidas del registro de fondos reservados: recogida de datos. La misión de Trebbi: crear un salón. Suscitar discusiones. Estimular encuentros. Y, naturalmente, observar e informar, informar y observar. Tras un par de años de ensayos generales, el Viejo había hecho correr la voz. La fama del director Trebbi se había consolidado. El salón se había convertido en una feliz «cámara de compensación». Acudía a él todo el que tenía algo que comunicar a alguien, algo que vender a alguien. Acudía quien quería saber algo de alguien, quien quería comprarle algo a alguien. En el salón de Trebbi se respiraba el aire de libertad y soltura de un viejo zoco. En el reino de Trebbi, donde todos intentaban liar a todos, y todos eran perfectamente conscientes, dominaba la más absoluta e indefectible lealtad. A cambio del favor que le había concedido, el Viejo había puesto una única condición: que el director Trebbi renunciara para siempre a la idea de una segunda película.
—No es lo tuyo. ¡Es lo que hay!
El director Trebbi había respetado el pacto. Había vertido lágrimas de auténtico dolor sobre el catafalco del Viejo, y del campo santo se había dirigido inmediatamente a presentar sus respetos a Scialoja.
El director Trebbi abrió la puerta de la buhardilla y se retiró con una media reverencia.
Angelino Lo Mastro se dirigió al encuentro de Scialoja.
3
Al pasar a su lado, con Trebbi, Scialoja le había sonreído, agradecido. Pero en su mirada Patrizia había detectado los signos evidentes de una excitación cargada de inquietud. ¿Adónde se dirigía su pareja con tantas prisas, del bracito del anfitrión? La agradable velada no era más que una apariencia. Scialoja estaba «trabajando». No debía perderlo de vista. Pero Camporesi no se separaba de ella. Scialoja se la había confiado, y el teniente hacía todo lo que podía para cumplir la misión.
El aire a su alrededor estaba impregnado de los más refinados perfumes. Camareros en librea trazaban un eslalon entre montaditos, tartitas, gambitas, copitas y bocaditos. Un bardo del librepensamiento lamentaba la desaparición del risotto espolvoreado con oro que en los viejos tiempos se servía en chez Marchesi, para los amigos sólo «Gualtiero». Un presentador de televisión evocaba, riendo, ridículas reprimendas recibidas por un director general en el ocaso de su carrera.
Patrizia rebuscó en el interior de su microscópico bolso. Se llevó a los labios un cigarrillo. El chasquido de una llama. Camporesi sostenía el encendedor, ruborizándose a ojos vista, y casi no se atrevía a mirarla a la cara. ¿Le resultaba antipática? ¿O eran los preliminares de un cortejo? Se preguntó si el jovencito estaría al corriente de su pasado. Hay hombres que no soportan encontrarse cara a cara con una ex prostituta. Otros que se sienten con el deber de probar. Ninguno se queda indiferente.
—¿Me haría el favor de ir a buscarme una copa, teniente?
Vio cómo salía disparado, como si hubiera recibido la orden decisiva en una batalla.
Todo aquello, en el fondo, le gustaba. Le gustaba la curiosidad de las miradas. Le gustaba la avidez famélica de ciertos señores que parecían querer decir: «sabemos lo suyo». ¿Habría algún antiguo cliente entre ellos? Mejor. Ella no lo reconocería. Y ellos ya no podían tenerla. Ya no era una Patrizia cualquiera. Le gustaba, le gustaba… que la tomaran por un apéndice del poderoso policía, por una pieza para exhibir. Ella también tenía un «trabajo» que llevar a cabo.
—¡Dom Pérignon!
Le dio las gracias a Camporesi con una sonrisa de las suyas. Otro sonrojo. «Está cortejándome, instintivamente», decidió. Y aquello también le gustaba. Se bebió la copa de un trago. El champán era excelente. Había tenido clientes de cierta categoría que le regalaban botellas caras. El Dandi las compraba a cajas. Una vez habían llenado el jacuzzi de champán. Él se había divertido de lo lindo, pobrecito. Scialoja y Trebbi habían atravesado una puertecita al fondo del salón. Patrizia le entregó su copa a Camporesi y le ordenó que la esperara.
4
Después de intercambiar el saludo masónico, Scialoja y Angelino Lo Mastro tomaron asiento en dos cómodas butacas y se sirvieron dos dedos de una botella de bourbon que, junto a una bandeja de dulces de la reputada pastelería Mondi, ocupaba la mesita estratégicamente dispuesta por el dueño de la casa.
Se sentaron, rígidos, escrutándose. Los dos esperaban que fuera el otro quien diera el primer paso.
Desde el piso inferior llegaba, a ratos, el eco de alguna risa estridente, el ruido de algún portazo.
Por fin, con un suspiro, Angelino dijo que la desaparición del Viejo era una pérdida irreparable.
—Sí —susurró Scialoja. Después, mirándolo fijamente a los ojos, añadió—: Pero, dado que, en su lugar, ahora estoy yo…
Angelino se relajó. Había salvado la cara. El poli era «experto». Se podía empezar a hablar en serio. Y dado que había sido el poli quien se había puesto al descubierto, le tocaba hablar a él.
—Me ha buscado. He venido, dottor Scialoja. Le escucho.
—Me han encargado que busque, con usted, una solución para detener esta… guerra…
—Nosotros sólo estamos defendiendo nuestra existencia, comisario.
—Pero ¿a qué precio? ¿La destrucción total? ¿Le parece… razonable?
—La razón no importa lo más mínimo, cuando es cuestión de vida o muerte.
—Digamos entonces: ¿le parece…, les parece que hay «conveniencia»?
Angelino apreció la matización y asintió. «Pero la sangre llama a la sangre, la sangre excava agujeros que no es fácil rellenar», observó. En el fondo, el Estado y la mafia eran instituciones que convivían desde la noche de los tiempos. Siempre había habido un pacto. Un pacto que no excluía acciones de guerra, aunque siempre con vistas a alcanzar un equilibrio que contuviera la guerra dentro de límites aceptables. Límites establecidos, por decirlo así. Ahora bien, la institución que él representaba se encontraba en unas circunstancias equivalentes a las de una empresa que denuncia un contrato excesivamente oneroso. Porque el otro contrayente no ha respetado las reglas, porque se han entrometido terceras partes en el juego, porque la historia lo ha querido así…, no tiene mayor importancia. Por todas aquellas razones, no podía decir que no estuviera de acuerdo, al menos en teoría, con Scialoja.
—Lo importante es que se redefinan los términos del acuerdo.
Un nuevo pacto. Y los ataques cesarían. Era imprescindible para el bien de ambas partes.
Scialoja sonreía. ¿Cómo habría reaccionado Camporesi si oyera definir a la mafia como una institución, y además al mismo nivel que el Estado? ¿Habría disparado al mafioso allí mismo, sin pensárselo? ¿Le habría desafiado a un duelo? ¿Le habría anunciado pomposamente que estaba detenido?
Angelino Lo Mastro se correspondía exactamente con el retrato que había hecho de él el Viejo. Un hombre de nuestro tiempo, había anotado el Viejo sobre la ficha, subrayando dos veces un explícito «por fin».
Era razonable, el joven mafioso. Razonable y lúcido. Uno siempre acaba descubriendo, en un momento dado, que los que llamamos «asesinos» o «terroristas» no pertenecen al reino de la locura, sino a la democracia del raciocinio. Y la «conveniencia» es la vía de referencia para todos, tanto para «los nuestros» como para «los suyos».
Angelino Lo Mastro lo miraba fijamente, con un cigarrillo en un extremo de la boca. Antes de responder, Scialoja se tomó un poco de tiempo. Después intentó explicarle la situación desde el punto de vista de su «institución».
En los días previos al encuentro, Scialoja había seguido, por así decirlo, la ruta de las siete iglesias. A todos les había planteado una única pregunta: «¿Qué puedo ofrecerles?». En otras palabras: «¿Cuáles son los límites de mi poder?». Oficialmente, todos le repetían que con la mafia no se negocia, que el Estado no puede prometer nada. Oficialmente eran todos «camporesianos». En realidad, aparte de una exigua minoría de revolucionarios capitaneados por el senador Argenti, tanta dureza no era más que una fachada.
El problema radicaba todo en el poder. En aquel momento —le confió al mafioso con un tono sentido—, en Italia no existía un verdadero poder. En unos meses, un referéndum podía hacer que se pasara del sistema proporcional al mayoritario. Los viejos partidos, que los jueces ya habían puesto contra las cuerdas en Milán, podrían desaparecer. Iban a nacer nuevas coaliciones. En aquel caso, sería inevitable el recurso de las elecciones anticipadas. Sólo quien venciera esas elecciones podría garantizar un gobierno estable y seguro.
Mientras escuchaba al poli, Angelino Lo Mastro pensaba que, en el fondo, las instituciones que ambos representaban tenían más de un punto en común. Las dos, por ejemplo, se presentaban como monolíticas y bien sólidas. Y en cambio estaban quebradas por dentro. Las dos se jactaban de seguir una única dirección, de tener una capacidad de liderazgo que, en cambio, ya no poseían.
—Bonitas palabras, dottore. Pero yo, a los de allí abajo, ¿qué les cuento?
Scialoja estaba a punto de responder, pero en ese momento la puerta de la buhardilla se abrió. Los dos hombres se pusieron en pie de golpe. Scialoja vio que Angelino se llevaba una mano hacia el bolsillo de la chaqueta Armani, y se precipitó hacia el umbral. Maldita sea, se suponía que nadie tenía que interrumpirlos. Había sido clarísimo al respecto. ¿Dónde se había metido Trebbi? ¡Sólo faltaba que el mafioso pensara que era una trampa!
Sin embargo, la intrusa era Patrizia. Con aire distraído miraba en dirección a la penumbra de la sala, sin atreverse a adentrarse.
—Pero ¿qué haces aquí?
—Te buscaba. ¡Has desaparecido!
—Espérame abajo. Estaré contigo dentro de unos minutos.
Volvió a cerrar la puerta a sus espaldas, con un rastro de sudor frío por la espalda. Angelino se había sentado de nuevo. Lo observaba sonriendo. Scialoja se dirigió a él esforzándose por sonreír.
—Tiene que perdonarme. Una amiga.
—¿Muy amiga?
—Sí, muy amiga.
—¿Me permite que le felicite por la elección?
—Estoy acostumbrado.
Angelino registró la información. Intrusión involuntaria. La reacción en caliente del poli había sido demasiado sincera como para dudar de él. ¡Al dottor Scialoja, la elegante señorita que había entrevisto en el umbral de la puerta le hacía bullir la sangre!
Desde un punto de vista humano, le entendía perfectamente. Otra cosa era el perfil de seguridad. Cuando menos, era un descuido por parte del poli, aquello de mezclar el tálamo con la «conveniencia».
—No ha respondido a mi pregunta, comisario.
—Han hecho demasiado ruido. Cualquier acción sobre penas o sobre prisiones especiales…, y no hablemos de los procesos…, actualmente no lo aprobarían. La gente está demasiado cabreada con ustedes. Hace falta un poco de silencio.
—¿Y esperar a que nos liquiden uno a uno? ¡El silencio del que habla usted, para nosotros equivale al fin!
—¡Estoy hablando de una tregua, Lo Mastro! Cojamos aliento los dos. Bajen la cresta durante un tiempo…, un año…, quizá menos…, esperen a las elecciones… Después, poco a poco, se podrá empezar de nuevo a tejer la tela…
—¿Y ustedes a cambio qué ofrecen?
—Se podría empezar con alguna información discreta que los proteja de algunos investigadores demasiado celosos de su trabajo…, como decir: tal sitio ya no es seguro…, se está organizando algo en la zona X o Y… Todo para garantizar la tregua, podríamos…
—¡Una tregua! —le interrumpió Angelino—. Pero ¿a nosotros quién nos garantiza que los que ganen no serán peores que los de hoy… o los de ayer? ¿Quién nos lo garantiza, eh?
La cuestión de fondo —tuvo que aceptar Scialoja— estaba precisamente ahí. Todos los indicadores de opinión y los sondeos daban por segura la victoria de la izquierda. Y la izquierda hacía de la lucha contra la mafia una bandera. Pero la izquierda no era toda igual. No todos los hombres de la izquierda pensaban del mismo modo. La izquierda era garantista, por ejemplo. La izquierda tenía que demostrar que podía gobernar en paz un gran país…, así que sólo había una respuesta posible.
—Nadie. Nadie se lo puede garantizar. Sólo pueden confiar. ¡Confiar y esperar!
—Pero ¿confiar en quién?
—En mí.
Era el arriesgado final, y el único punto verdaderamente importante del coloquio. Angelino se levantó, sacudiendo la cabeza.
—Tengo que dar parte.
—Yo también. ¡Y eso —murmuró Scialoja, como si se tratase, para él, de una revelación— será porque en algo nos parecemos!
—¡Nosotros nunca nos pareceremos! —se le escapó al siciliano, con una risita que denotaba un punto cruel y hasta chabacano.
Lo que se correspondía con la segunda parte de la nota del Viejo. Hombre nuevo, Lo Mastro, pero… «en cualquier caso, mafioso». Y orgulloso de serlo.
Antes de despedirse, Scialoja le entregó a Lo Mastro un teléfono móvil «seguro».
—Es una línea protegida. A prueba de escuchas. Y no deja ningún rastro en los registros. Cuando tenga alguna novedad, llámeme.
Angelino se metió el aparato en el bolsillo con un gesto seco y desapareció. Rechazarlo habría sido de mala educación, teniendo en cuenta que se trataba de la oferta de un hombre que había formulado una propuesta razonable y con el cual podían llegar a establecerse nuevos contactos. Entre otras cosas, se lo había entregado educadamente, con un respeto que no merecía un desprecio. Por otra parte, no dejaba de ser un regalo de un poli, y por tanto un potencial caballo de Troya. Deshacerse de él habría sido lo sensato. Lo que le convenció, no obstante, a quedarse con el aparato, fue la «conveniencia» del hecho. En primer lugar, el poli parecía sincero. No porque fuera mejor ni diferente a cualquier otro poli, sino porque parecía desesperado. Si la Cosa Nostra estaba nerviosa, el Estado se estaba tirando de los pelos. Si no, ¿por qué se iban a dirigir a ellos? En segundo lugar, desde aquel momento, era él, Angelino, el único depositario del contacto. El interlocutor privilegiado. Y por tanto, también bajo el punto de vista de las relaciones internas de la organización, la conveniencia estaba garantizada.
Una vez resuelta la angustiosa duda, Angelino se fue al cine. Era la cuarta o quinta vez que veía Uno de los nuestros y, como siempre, la película le suscitó violentas emociones. Scorsese había sabido capturar, como nadie, aquella fuerza salvaje que les había hecho no sólo célebres y celebrados, sino, sobre todo, únicos y —por lo menos Angelino lo esperaba— eternos. Incluso el horrible final, con su insostenible apología del delator que vendía a los amigos, incluso con su asqueroso moralismo, contenía un atisbo de sabiduría. Aquel final decía que toda la energía, sin una trayectoria, una dirección, un carril, un objetivo…, toda aquella enorme fuerza estaba destinada a desvanecerse en un estéril vivir el día a día. Hacía falta un poco más de cerebro para que cambiaran las cosas. Había que renovar los viejos métodos. El verdadero problema era el bastón de mando. Eso era. Ante aquella película, Angelino Lo Mastro se atrevía a confesarse a sí mismo su fe ciega en el verdadero objetivo de la propia existencia: convertirse en el nuevo líder de la Cosa Nostra. El hombre que sacaría a flote una organización desgastada, agotada, contra las cuerdas, y que la llevaría a un brillante futuro de dominio y de «conveniencia».
5
Patrizia, en négligé negro de satén, se estaba desmaquillando. Scialoja la besó en la base del cuello. El vago perfume de su piel, unido al sutil aroma de un poco de colorete, le excitaba.
—¿Ha resultado muy aburrida la noche?
—Todo lo contrario. Tu tenientito es de lo más entretenido.
—¿Camporesi?
—El mismo. ¡Aún no he descubierto si me tiene miedo o me hace la corte!
—¿Debería preocuparme?
—¿Por qué no?
—Tomaré medidas.
—Mantén esas manotas lejos del pobre muchacho, Scialoja. Y también de una servidora. Necesito una ducha.
Desde que habían vuelto a verse, era la primera vez que Patrizia aceptaba quedarse a pasar la noche. Había vuelto de verdad.
Scialoja era un hombre feliz. Su presencia luminosa le daba la seguridad para afrontar el legado del Viejo. Todo se resolvería, de un modo o de otro…, mientras pudiera contar con ella.
Patrizia salía de la ducha. Desnuda. Con el pelo aún empapado. Los pequeños senos con los pezones en punta. Patrizia le lanzó una mirada torva. Scialoja inició un lento acercamiento progresivo, casi una danza. Ella se rio y se lanzó entre sus brazos.
Era pasión, desde luego, pensó después Scialoja mientras se acariciaban, satisfechos, en la gran cama redonda rodeada de espejos. Pero una pasión madura. Pasión de amantes que se toman el tiempo necesario. Y no se pierden, no, el placer del amor de antaño, cuando los besos que se intercambiaban eran besos robados, y el sentimiento, para ambos, era sólo una máscara. Ahora ya no había máscaras. Cambiaban ambos a la vez.
—Perdóname por lo de antes. Si hubiera sabido que estabas ocupado en una reunión tan privada no habría ido a tocarte las narices.
—No ha pasado nada.
—¿Quién era aquél?
—Un…, uno.
—¿Un masón?
—¡Camporesi debería tener la boca cerrada!
—Lo habría deducido por mí misma, querido. También el Dandi era un «hermano». ¡Por lo que parece, para llegar a lo más alto hay que serlo!
—En cualquier caso, ese tipo es siciliano.
—¿Mafioso?
—¿Tú eres de esas que creen que todos los sicilianos son mafiosos?
—¿Cuántos sicilianos elegantemente vestidos… y guapotes, entre nosotros…, se reúnen cada día en privado con el poderosísimo dottor Scialoja en una salita reservada, y se ponen en pie de un salto al presentarse inesperadamente una señora…?
—Patrizia…, ¿podríamos hablar de otra cosa? Tengo un hambre…
Ella se apoyó sobre los codos. Su voz tenía un leve tono desafiante.
—Has sido tú quien ha insistido en que conociera «tu mundo». Me has retado a que observara. ¡Y yo lo he hecho!
—Escúchame, Patrizia: hay cosas de las que no puedo hablar ni siquiera contigo.
—¿Porque la adorable cabecita de tu putita preferida no sería capaz de entenderlas?
—Sólo por protegerte, amor mío.
Vio cómo se retiraba. Herida, desconcertada. Patrizia empezó a vestirse con una furia gélida.
—Me habías prometido que te quedabas —murmuró él.
—Ya te he causado suficientes problemas por esta noche.
—Te acompaño.
—Preferiría que no.
—¡Deja al menos que llame un taxi!
Su tono decepcionado. El aire de perrito apaleado. El gesto servicial con el que se dirigía hacia el teléfono… respetaba su voluntad. Dejaba que lo abandonara, en aquella noche, que tenía que ser tan especial. La primera que iban a pasar juntos. ¡Desde luego Scialoja había cambiado! La otra cara de la seguridad de que hacía gala en público era aquella agresividad desmochada, blanda, incluso abandonista. Pero en aquella sumisión había algo que le mosqueaba. ¿Por qué no se había puesto a gritar? ¿Por qué no le había impuesto límites: «éste es mi espacio, y éste es el tuyo»? Habría tenido todo el derecho de hacerlo, porque… Era sincero cuando afirmaba que quería protegerla. Era su modo de decirle: «Eres una presencia esencial en mi vida. Quiero tenerte apartada del peligro. No quiero perderte».
—Sí, querría un taxi en la calle…
Patrizia apretó la horquilla del teléfono, cortando la conversación. Él se quedó mirándola, desconcertado.
—Dejémoslo correr. He cambiado de idea. ¿Hay algo en la nevera?
La larga sonrisa franca, casi incrédula, en el rostro de él. El gesto ágil con el que se ponía de nuevo en pie, apretando los puños en un infantil gesto de victoria.
—Sushi. Antes de la fiesta he desvalijado Hamasei…
—¡Sushi! ¡Desde luego, has pensado en todo!
Scialoja había ironizado cierto día sobre su recientísimo apasionamiento por la cocina japonesa. Ella lo había mandado al diablo. ¿Qué problema había en comer sano? Ahora era ella la que ironizaba sobre la premura de él. Pero Scialoja se estaba aplicando, agitado y contento, con la cena. No era capaz siquiera de percibir ciertos matices. ¡Qué bien había aprendido a fingir Patrizia! Stalin estaría orgulloso de ella. La idea le provocó una desazón inesperada. Se obligó a sobreponerse. Las cosas iban bien. Más tarde, mientras iban navegando por los canales de televisión, se preguntó si aquel almíbar que desprendía Scialoja sería alguna especie de enfermedad contagiosa. ¿Cómo se justificaba, si no, aquella sutil sensación de ternura que le inspiraba el hombre que le susurraba frases dulces mientras se enredaba entre sus piernas, al tiempo que con la mano en que no tenía el mando a distancia le acariciaba un costado…? ¿Una pareja de toda la vida que se hace compañía pasando la noche frente al televisor? ¿Una pareja como tantas otras? ¿Era aquello lo que la enternecía?
—¡Mira, mira! ¡Un poco de sana política-espectáculo!
Atraído de pronto por la pantalla, Scialoja había dejado de tocarla.
—¿Quiénes son esos tipos?
—Ese del centro se llama Maurizio Costanzo…
—¡Muchas gracias, dottore!
—El de la izquierda es un comunista. Se llama Mario Argenti; si por él fuera, me despedía de una patada mañana mismo.
—¡Qué simpático!
—Ya. El otro, el que desprende hielo con cada sonrisa fingida, es el doctor Emanuele Carú. Tiempo atrás trabajaba para nosotros.
—¿Policía?
—No exactamente. El Viejo le pagaba a cambio de ciertas informaciones.
—El Viejo… ¡Por lo que tú dices, debía de ser una especie de dios en la Tierra!
—Él podía ser mucho más que un dios, si hacía falta…
—Háblame de él…
—Lo haría si pudiera. La verdad es que, aunque nos vimos bastante…, asiduamente…, nunca lo conocí de verdad…
—Parecen más bien tensos, esos dos de la tele…
—Es como si estuvieran a punto de iniciar un combate de sumo…