1
Por el lungotevere, ruido de fondo de tráfico. Un ocaso de plátanos acariciados por un moribundo viento de poniente. Desde la mesa que había sido del Viejo, Scialoja impartía instrucciones a Camporesi, el joven teniente de los carabinieri que había escogido como ayudante.
Marzo. Homicidio de Salvo Lima. El viejo equilibrio entre la política y la mafia había volado por los aires definitivamente. Falcone en mayo. Dos meses más tarde Borsellino. En medio, Scalfaro elegido presidente de la República. Y finalmente, en septiembre, homicidio de Salvo, el del fisco. El último de la lista. Al menos por el momento. La clase dirigente de la Primera República agonizante bajo el soplo impetuoso de Manos Limpias. Craxi se defiende como un león, pero su destino está marcado. Los poscomunistas se prueban el traje de los domingos, impacientes por irrumpir en la sala de los botones. La obligación de permanecer en el centro ha desaparecido con la caída del Muro de Berlín. Los pactos de una vida se han disuelto a golpe de Semtex-4. Todos contra todos. Absoluta libertad de acción para todos. Gran caos bajo el cielo, un momento excelente para hombres hábiles y sin prejuicios. Y antes o después acaba por volver el equilibrio. Pero ¿cuál? En el Estado, preocupación extendida por los círculos económicos y financieros. Ninguna garantía de rendimiento futuro. Posibilidad de que aparezcan coaliciones inconvenientes, cerebros peligrosos. Encapuchados latentes. Católicos vacilantes entre la derecha y la izquierda. El propio Papa, perplejo ante el enorme vacío abierto con la caída del comunismo. La mafia, una fuerza en juego. Tras Borsellino, el Ros había abierto un canal con la Cosa Nostra. Intermediario: Vito Ciancimino, ex alcalde de Palermo, hombre relacionado con los corleoneses de Riina. Actualmente en arresto domiciliario y con una dura condena. Ciancimino se había mostrado insospechadamente posibilista. No todos en la Cosa Nostra eran partidarios de aquella deriva sanguinaria. El Ros apuntaba a la rendición incondicional de los perseguidos. Riina quería algo, pero nadie sabía aún qué. Hechos conocidos para un círculo de personas bien informadas. Excluidos los magistrados: en su caso se imponía, desde siempre, la consigna del silencio. ¿El objeto de la apuesta? Para algunos el poder; para otros, simplemente, la supervivencia. La mafia, una potencia en juego. Los atentados, su mercancía.
En su opinión, había sido claro y convincente. Camporesi mostraba una expresión de pasmo.
—¿Me he explicado, teniente?
—A decir verdad…
—¿Quiere que sea más explícito? Bueno. Tenemos que tratar con la mafia. ¿Ahora lo ha entendido?
—¿Tratar con la mafia? Pero ¿nos hemos vuelto locos? ¡Es inmoral!
Scialoja no sabía si ponerse a gritar o a reír ante aquel tono de virgen ultrajada: «¡Por Dios, muchacho! Pero ¿de verdad me quieres hacer creer que no has oído hablar nunca del papel de la camorra y de la Onorata Società en la Expedición de los Mil[5]? ¿Entre la judicatura de los primeros tiempos de la República? ¿En el desembarco de los ingleses y de los norteamericanos en el 43? Pero ¿por qué no les dejas esas tonterías a los historiadores revisionistas?».
—No es cuestión de moral. Le he dado una orden. ¡Cúmplala!
Por otra parte, una reacción indignada era lo mínimo que se podía esperar de alguien que tenía sobre el escritorio la foto histórica de los jueces Falcone y Borsellino. En cualquier caso, lo sorprendente del asunto era otra cosa: ¿era posible que aún existieran italianos tan devotos de una interpretación del Estado que éste sería el primero en juzgar cuando menos contraproducente? ¿Camporesi era un ingenuo idealista o un hábil farsante?
Lo único que podían hacer era esperar a ver cómo se desarrollaba el asunto. En ciertos casos, sólo la muerte hace justicia de verdad. ¿No se había insinuado que Falcone se había organizado un falso atentado para conseguir fama y prestigio? ¿No se los definía con desprecio, a él y a Borsellino, como los profesionales de la Antimafia?
Falcone, Falcone… Borsellino, Borsellino… Los héroes… Los modelos… Los iconos de referencia del «italiano como Dios manda». Como no será nunca…
Scialoja había conocido a Falcone en enero. Una cena organizada para ponerlos en contacto. Un restaurante napolitano. Folclore y, para comer, casatiello y capón cocido. Una escolta discreta. Un conocido chansonnier que, con las persianas bajadas, echaba mano a la guitarra. Los colegas que se hacían ver. La eterna combinación, tan italiana, de exhibicionismo y tragedia. Quince años antes, cuando aún era un joven policía idealista, se había dirigido a Falcone en relación con una información delicada.
La respuesta había llegado dos semanas más tarde. En aquella segunda reunión se rieron recordando el episodio: en esencia, el juez lo había sometido a un examen antimafia. Pero cuando, en el momento de la despedida, le pidió a Falcone si habría aprobado de nuevo aquel examen, el otro le traspasó con su sonrisa leve, errabunda. Y no respondió. Se habían dicho todo, en aquel precioso instante. Le había bastado conocerlo por encima para comprender que aquel hombre daba miedo. Que la mafia haría cualquier cosa para eliminarlo. Por eso para él las cosas estaban claras desde hacía bastante tiempo. Al menos en líneas generales. Fuera lo que fuera lo que se cocía, personas como Falcone y Borsellino eran demasiado peligrosas para algunos.
—Intente no perder el sueño, Camporesi. Mañana le daré algún nombre en el que trabajar.
2
Más tarde, Scialoja llegó a un anónimo barracón industrial en Pavona, a las afueras de Roma. Aparcó el Thema azul en el centro de una inmensa plaza, a oscuras, bajó del coche con los brazos abiertos y dio una voz para identificarse.
—Soy yo, Rocco.
De algún lado, peligrosamente cerca, le respondió un gruñido sordo y un ladrido sofocado.
—¡Rocco, soy el dottore! —repitió, algo molesto.
—¡Tranquilo, Rolf! ¡Perdone, dottore, con esta oscuridad no le había reconocido!
—Tranquilo, no importa.
Los focos a los cuatro lados del aparcamiento llenaron todo de luz. El vigilante, con el fusil en bandolera, vino hacia él tirando del perro, un enorme rottweiler con collar de clavos.
—Pero podía haberme llamado por teléfono, ¿no?
—No se me ha ocurrido, Rocco. ¡Ve a darte una vuelta!
—¿Y el perro?
—Llévatelo.
—¿Cuánto tiempo necesita?
—Déjate caer dentro de una horita.
—Como quiera. Y… dottor Scialoja…
—¿Qué hay, Rocco?
—Es la primera vez que viene sin el Viejo…
—¿Y qué?
—Nada, nada…
—Lo echas de menos, ¿no?
—Ahora usted es el jefe.
Lo vio alejarse en la oscuridad. Iría a apostarse en algún otro lugar, donde pudiera tener a la vista el Thema, el barracón y a cualquiera que quisiera acercarse; a menos que fuera él mismo, Scialoja, quien le ordenara que dejara pasar al desconocido.
Rocco Lepore era otra invención del Viejo. Un bandido calabrés que se había manchado las manos de sangre en el infame invierno del 44 combatiendo con un batallón de SS ucranianos. El Viejo le había salvado de la furia de sus compañeros partisanos. Desde entonces la vida de Rocco había pertenecido al Viejo. Y desde la muerte de éste, aquella vida pertenecía a Scialoja.
Rocco Lepore. El guardián de los archivos.
Scialoja entró en el barracón y encendió todas las luces.
Los camiones estaban aparcados en dos filas. Vehículos propiedad de una empresa de transportes que no tenía nada que transportar. Diligentes conductores los trasladaban de un punto de Italia a otro siguiendo un ritual meticulosamente organizado, redactando hojas de ruta para mercancías inexistentes. Unos empleados soñolientos las catalogaban en archivadores y en unos registros que fornidos obreros volcaban periódicamente en el remojadero de una fábrica de papel.
El Viejo, una vez más el Viejo.
Scialoja rondó por entre los vehículos y se dirigió al fondo del barracón.
Dos antiguos AC-70, camiones de maniobras del Ejército en desuso desde años atrás, languidecían cubiertos de óxido contra una pared sucia de grasa.
«Le presento a Ciccio Uno y Ciccio Dos», y lo que pretendía ser una sonrisa sarcástica en la boca del Viejo, demacrada y contraída por el ictus, tomó la forma de un estertor casi penoso.
Scialoja se colocó en la parte trasera del Ciccio Uno, levantó la cubierta, subió con un movimiento ágil y, cuando estuvo dentro, encendió un interruptor.
Estaba en el archivo del Viejo.
Los documentos dormían su sueño indiferente en las cajas de cinc marcadas con una numeración progresiva.
La clave de la numeración estaba en la agenda del Viejo.
La agenda que ahora le pertenecía a él.
Durante años, la Italia que cuenta se había preguntado dónde demonios escondía el Viejo su archivo.
Durante años, los don Nadie que se creían dueños del mundo, y que el Viejo hacía saltar a su antojo como castañas en una lata perforada, habían invertido ingentes sumas de dinero en la búsqueda de la sede.
En 1975, en un trastero de la Via Appia, se habían encontrado «casualmente» unos baúles con documentos que prometían sensacionales revelaciones.
Cuando aquellos documentos llegaron a quien correspondía, quedó claro que eran papel mojado. El Viejo tenía un notable sentido del humor.
Los documentos de verdad nunca se detenían. Viajaban continuamente de un lugar a otro, en la caja de los camiones de la empresa de un testaferro de confianza.
Archivo móvil. De lo demás se encargaba el Viejo, con su memoria prodigiosa.
El Viejo había empleado cuarenta años en recopilar aquel material. El núcleo original —le había explicado— provenía de dosieres y de informes de la OVRA, la Policía política de Mussolini.
«Un cuerpo “extremadamente” eficiente», había añadido, con una mueca siniestra.
En su lenguaje significaba que, de algún modo, él había formado parte.
Pero, por otro lado, ¿qué es lo que no había sido el Viejo? Partisano con el nombre de batalla de «Arcángel» y miembro del Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia.
Joven funcionario del Ministerio del Interior.
Discípulo predilecto de James Jesus Angleton, en Langley, en la sección que —cuando la CIA se llamaba aún OSS— se ocupaba de las filtraciones rojas en las democracias occidentales.
Maduro funcionario del Ministerio del Interior.
Coleccionista de autómatas.
Los destinos del Viejo y de Scialoja se habían cruzado en la época en que Scialoja daba caza a una banda de criminales romanos. El Viejo los protegía o, mejor dicho, acordaba algunos favores a cambio de otros.
En su primer cara a cara, el Viejo se había presentado como «fiel servidor del Estado». Y había añadido: «Eso no quita para que yo sea, en definitiva, un hombre que no existe y que dirige un tráfico que no existe».
Scialoja había intentado arrestarlo.
El Viejo se las había arreglado para hacérselo pagar.
Scialoja había quedado hecho una escoria.
El Viejo lo había repescado. Y lo había nombrado su heredero.
Ahora Scialoja buscaba, en aquellos papeles, un nombre.
El Viejo había empleado cuarenta años en recopilar aquella inmensa masa de información.
Y dos meses para seleccionarla.
Ahora el archivo eran Ciccio Uno y Ciccio Dos.
—¿Es todo? ¿Aquí está todo? ¿Cuántas cajas serán? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta?
—Cincuenta y seis. No sé si verá el significado simbólico del número…
—¿El 56? ¿El final de la ilusión comunista? No me diga que usted hacía el doble juego…
—Doble, triple, cuádruple y más aún. Pero nunca ni más ni menos que lo estrictamente necesario.
—¿Y todo lo demás? ¿Dónde ha ido a parar? ¿A otros camiones? ¿A otros depósitos?
—¡Todo lo demás ya no existe!
Scialoja escrutó la agenda. La caja que buscaba era la número trece. Las carpetitas, meticulosamente etiquetadas, estaban en perfecto orden. Junto a las cabeceras, a veces, aparecían anotaciones de puño y letra del Viejo.
El nombre estaba en la tercera carpetita: Angelino Lo Mastro. Scialoja registró mentalmente los detalles esenciales. El contacto tenía que realizarse lo antes posible. Volvió a archivar la carpetita. La investigación había ido más rápido de lo previsto.
—¿Necesita algo, dottore?
La voz de Rocco. Un golpe de tos de fumador empedernido. Un día, muy pronto, tendría que reemplazarlo. Ya se había encargado de ir transfiriendo material a un soporte informático. Ni siquiera durante aquellas largas tardes solitarias había conseguido memorizar las fichas. Hacerlas definitivamente suyas.
Pero no conseguía decidirse.
Aquel archivo de inmundicia le inspiraba un terror casi místico.
—Ya he acabado, Rocco.
Por el camino de regreso, se encontró bajo la casa de Patrizia. Las luces estaban encendidas. ¿Subir? ¿Ir a verla? Dos días antes se habían reído juntos de los viejos tiempos. Antiguos amantes sin pasión. Expertos navegantes de la existencia que ya no estaban dispuestos a dejarse engañar por la marea del sentimiento. Pero no había sido más que una amarga mascarada. Aún la quería. En el silencio que de noche cubría el elegante barrio de Parioli, le pareció percibir el débil eco de una risita sofocada. ¿Estaría con alguien? Patrizia le había hecho entender que tenía una relación con el Seco, el rey del blanqueo. Así que seguía lanzándose a los brazos de tipos de poca monta. Y a lo mejor a él lo tenía como uno más de ellos. Patrizia era su gran derrota. Las noches que iba con prostitutas de buen ver se le llenaban de recuerdos de ella, de su dolorosa ausencia. Y sin embargo, la había tratado con frialdad. Había decidido relegar la pasión, de una vez por todas, a un rincón de la memoria. Temía que, si se dejaba llevar, acabara por desmoronarse el muro que había levantado entre él y los demás. El muro que le garantizaba respeto, admiración, éxito.
Se puso en marcha, descontento consigo mismo. Pero no estaba preparado. Aún no.
Éxito y soledad, binomio inseparable. Igual que deseo y perdición.
3
Patrizia corrió la cortina rosa y se giró.
Vestido aún con chaqueta y corbata, sonrisa amable, indescifrable, Stalin Rossetti servía cuidadosamente el Pouilly Fumé. La langosta les esperaba entre los dos platos dispuestos sobre la larga mesa de la cocina Merloni.
—Vuelve a ponerla, por favor —le susurró.
Él dejó las copas, asintió y tocó unos botones del mando a distancia del difusor Bang & Olufsen. Las notas de Wonderful tonight llenaron la estancia. ¡Su canción! Eric Clapton que arrancaba a su guitarra unos lamentos que le sentaban bien al corazón. Patrizia no quería que Stalin Rossetti la viera turbada. En la calle había un coche azul parado con alguien dentro. Parecía como si mirara hacia su apartamento. Había estado a punto de gritarle: «Vete. Sal de mi momento mágico. No te pertenece. Es mío, este momento es sólo mío. Y no durará».
Mientras le servía el vino, Stalin Rossetti le preguntó si Scialoja la había buscado.
—No.
—¿Tengo que preocuparme? ¡Ya han pasado dos días!
—No funcionará.
—¿En qué sentido?
—He estado demasiado…
—¿Dura? ¿Inconstante?
—Frívola. El inconstante era él.
—Lo compensarás.
—Él está…, está cambiado. Es otro.
—Explícate mejor.
—Frío. Es más frío. Ya no reconozco su olor. Antes me bastaba con mirarlo para saber que se estaba excitando, antes…
—No ha sido más que el primer encuentro. Insistiremos. No te faltan recursos…
—A lo mejor yo ya no soy la de antes, Stalin.
—Tú sigues siendo Patrizia, no lo olvides.
—¡No funcionará!
Stalin le quitó la copa de las manos y la besó en el cuello.
—Confío en ti. No me decepciones.
Ella agachó la cabeza, con una sonrisa forzada. A Stalin no se le pasó por alto el leve escalofrío que le recorrió el cuerpo. Un escalofrío de placer, pero también de miedo.
—Tú sabes lo importante que es todo esto para nosotros…
Habría tenido que responderle: «No, no lo sé. Pero sé que cuando me dices que es importante para nosotros, estás mintiendo. Con ese tono amable tuyo, me estás engañando».
—Lo intentaré de nuevo —susurró ella.
—Ven aquí.
En el fondo no le importaba. No le importaba traicionar ni que la traicionaran. Ni utilizar ni que la utilizaran. Sólo le importaba el presente. Aquel presente, en su gran ático en Parioli, con la música, el vino francés y todo lo demás. El sueño al que había llegado abriéndose paso por caminos turbios y misteriosos. Su vida había sido como un río de aguas sucias e insidiosas. Nunca había deseado a nadie realmente, oculta tras la pantalla de la pequeña Cinzia, a la que cualquiera podía comprar con dinero. No había deseado a Scialoja, con sus ambigüedades y su tempestuosa voluntad de poseerla. Ni tampoco al Dandi, aquel bandido callejero que le había prometido un paraíso. ¡Cuánto la había amado! A su modo, se entiende. Pero no era el modo acertado. Ella no había sido nunca de nadie. De nadie.
Sólo aquel hombre que pelaba con pericia la langosta mientras le obligaba a repetir por enésima vez la historia (los detalles, todos los detalles: «le he dicho que estaba con el Seco. ¿Y si se le ocurriera comprobarlo? ¡No lo hará, lo conozco! ¿Y si lo hiciera? Le diré que quería ponerle celoso. ¡Pero cómo se te ha ocurrido! Así, no había un motivo real… Ah, pequeña, pequeña, y él ha dicho que el negro me sienta bien, era un consejo suyo, al fin y al cabo, ¿de verdad? Entonces quiere decir que por lo menos una cosa en común sí que la tenemos, él y yo…»). Sólo aquel hombre.
Después de hacer el amor, Stalin se quedó abrazándola un buen rato. Patrizia sonreía. Una vez, una de las primeras veces, le había dicho que «adoraba» que la abrazaran después. Él se lo había tomado en serio. Había hecho de aquello un caso de honra. También le agradecía aquello: que, a veces, él también fuera un hombre como los demás.
Stalin se puso a roncar suavemente. Ella se liberó de su abrazo y se levantó de la cama. Rápidamente llegó a la salita. Su refugio. Encendió la luz. Los animales de peluche que tanto le gustaba coleccionar estaban allí, mirándola fijamente con sus ojos claros y vítreos. Tan parecidos, pensó, a los de él. Patrizia tuvo la impresión de que los peluches apartaban la mirada. ¿Desaprobaban su comportamiento? ¿Y qué importancia podía tener?
Había momentos en los que se sentía como una muñeca que hubiera caído en manos de un niño caprichoso. Ocurría cuando él estaba lejos. Días o semanas de soledad. ¡Era la libertad! Pero no había embriaguez en aquella libertad. No había pasión. No sabía qué hacer con aquella libertad. Se encerraba en casa. A la espera. Después él volvía, y le ofrecía una sonrisa como única explicación. Y todo volvía a empezar. Su cautiverio, su satisfacción. Stalin hablaba con frecuencia del futuro, de cuando las cosas volvieran al punto justo, de cuando recuperara lo que la traición y el engaño le habían arrebatado. Lo miraba, cómplice. Sabía que cuando Stalin obtuviera lo que deseaba, en aquel preciso momento todo se acabaría. Patrizia no creía en el futuro. El futuro sólo podía ser más horrible que el presente.
—Miradme —susurró, como desafiando a los peluches—, estoy aquí. ¡Soy el presente!
Se acercó a mamá leopardo, que vigilaba a sus cachorros con el ceño fruncido, y la apartó con delicadeza. Mamá leopardo custodiaba algo más. Custodiaba la fotografía de ella y de Stalin en Taveuni. En el fondo se entreveía el emblema del Pacific Resort. Aquella foto le había costado cien dólares neozelandeses. Stalin detestaba que le fotografiaran. Si hubiera imaginado que el gordo indígena sonriente en realidad le estaba haciendo una foto disimuladamente, habría montado una escena. O a lo mejor se habría limitado a mirarlo con sus ojos de hielo y le habría pedido educadamente…, le habría «ordenado» educadamente que destruyera el negativo. Después ella habría sido castigada. Como se merecía.
Por detrás, ella había escrito: «Al comisario Scialoja-Bula, desde otra vida, Patrizia».
Había sentido la tentación de enviarla varias veces. Nunca lo había hecho. Era su vínculo con el hombre que le había dado un hombre. Su marido. Que había vuelto.
¿Y qué importaba si todo aquello tenía un precio?
¿No era acaso la vida un continuo intercambio?
¿Y ella no había conseguido a cambio más felicidad de la que se había atrevido a desear nunca?
Se lo debía. Y lo haría. Lo haría por él. Se impondría a la frialdad de Scialoja. Lo conseguiría.
Volvió a colocar la foto en su sitio, cogió uno de los cachorritos murmurándole palabras tranquilizadoras a la madre y se volvió a la cama.
Stalin notó que se le colocaba al lado, pero fingió que seguía durmiendo. Había momentos en que el aire tierno y sumiso de Patrizia le irritaba profundamente.
4
Scialoja apareció hacia las diez de la noche. Con una botella envuelta en cartoncillo rojo y un ramo de rosas del mismo color.
La llamada de Patrizia le había llegado en el momento álgido de una enardecida discusión con Camporesi. El motivo de la contienda: los detalles sobre el inminente encuentro con Angelino Lo Mastro. Camporesi había trazado un plan tan detallado que parecía ridículo.
—Piense que no tenemos que arrestarlo, sólo hablar con él, Camporesi.
—Sólo me he ocupado de los perfiles de seguridad…, ésa es mi misión, dottore.
—Anúlelo todo. Me ocuparé yo personalmente. Y le informaré en el momento oportuno.
—Permítame disentir…
—Permiso denegado.
Al reconocer el número de Patrizia en la pantalla, había sentido la tentación de rechazar la llamada. Pero no había sabido resistirse a aquella voz cálida suya, con un punto de tristeza, la voz de Patrizia que le susurraba: «Ven, te echo de menos, tengo ganas de ti…».
Desde el interior de su todoterreno, Stalin Rossetti vio cómo se ajustaba el nudo de la corbata, vacilaba y por fin embocaba con paso incierto el portal. Entre la llamada y su llegada no había pasado ni una hora. Estaba colado como un colegial, el dottorino que le había robado la vida. Con un suspiro, encendió el motor. «Patrizia, mi vida, mi futuro están en tus manos. Y tú no me decepcionarás, lo sé, lo presiento. No puedo equivocarme. No debo equivocarme.»
¡Qué lástima no poder contárselo al Viejo! Por fin habría podido explicarle el concepto de «inversión afectiva». El Viejo habría respondido con algún comentario desagradable. El Viejo detestaba a los hombres y a las mujeres en igual medida. El Viejo detestaba todo lo que apestara a «factor humano». Enardecido, explicaba: «¡Está demostrado i-rre-fu-ta-ble-men-te que el factor humano, antes o después, asegura la perdición de todo el que cometa el fatal error de ceder ante él!».
El Viejo no podía comprender.
El Viejo no conocía a las mujeres.
El Viejo se negaba a conocer a las mujeres.
Las mujeres creen en un número limitado de sueños. Stalin Rossetti había descubierto algunos. Y en muchos casos se habría aprovechado de ello. Con Patrizia había funcionado.
«¿Conocéis alguna chica que nunca haya soñado con una boda polinesia? Pueden ser reinas. Pueden ser putas. No importa. El sueño es siempre el mismo.»
Él había cumplido su sueño.
Ella estaba encantada.
Ella le había entregado a Scialoja.
Él obtendría lo que le habían arrebatado tan innoblemente: el lugar que le correspondía en el mundo.
Demostraría a Scialoja que las guerras no las ganan los oficiales de medio pelo. Las guerras las gana la tropa. ¡Las guerras las gana la chusma!