Cosas de la Cosa Nostra

Unos días después del asesinato de Salvo, aquel recaudador de impuestos, el tío Cosimo había tomado posesión de un bungaló a dos pasos del mar. Había elegido el lugar porque era seguro, ya que, según sostenía, el yodo es mano de santo a cierta edad. Oficialmente era otoño, aunque Sicilia aún no se había dado cuenta, y como siempre el sol abrasaba y cegaba campos y ciudades, a cristianos y animales. El tío Cosimo no bajaba nunca a la playa. Un eficaz sistema de enlaces le permitía disfrutar de rapidez en los desplazamientos y protección contra encuentros desagradables. De vez en cuando, algún subalterno de absoluta confianza le regalaba cannoli, los dulces que tanto le gustaban.

Mangia, mangia, figghiu[3]. Están hechos con la flor del requesón, el di cavagna… ¡Una cosa así no la encuentras en la península!

Ya. La península. Precisamente de allí venía, aquella tarde, Angelino Lo Mastro. Había sido el tío Cosimo en persona quien había convencido a los miembros más escépticos de la comisión provincial para llamarlo para la escabechina entre los peces gordos de Resuttana. En realidad no había ninguna necesidad de incomodar por una bagatela como aquélla al brillante muchacho, el incensurable enlace que llevaba la palabra de la Cosa Nostra a ciertos ambientes que se tenían por «respetables» (adjetivo que al tío Cosimo le provocaba furiosos accesos de tos). Pero cuando un par de miembros de la comisión habían señalado aquel evidente desperdicio de energía y de talento, el tío Cosimo los había despachado encogiéndose de hombros.

—¡El tío Totó dice que un poco de movimiento nunca va mal!

Es decir, que el que quería ver al joven en acción era Riina en persona. Y las órdenes de Riina no se discutían. La inclusión de Angelino en el comando había sido aprobada por unanimidad.

Hasta al propio Angelino le había quedado claro inmediatamente que se trataba de una prueba. Y también había sido inmediato su malestar al tener que inventar de pronto farragosas excusas para cancelar una serie de compromisos programados tiempo atrás. Un malestar que le había acompañado, con su persistente hedor a viejo y a marchito, durante todo lo que duró el viaje, durante los preparativos, durante el «hecho» y después. Un malestar que en aquel momento la presencia del viejo hacía insostenible.

La primera orden del tío Cosimo había sido enviarle a comprar una botella de agua mineral sin gas al cercano centro comercial La Vampa.

Hasta que no tuvo su botella el viejo no estuvo tranquilo.

Y ahora esperaba, paciente, el final del rito de la degustación del cannolo. Esperaba la explicación. El tío Cosimo nunca tenía prisa.

Angelino Lo Mastro tragó el último bocado y se aclaró la voz. El tío Cosimo no tenía prisa, pero detestaba las divagaciones innecesarias. Y oía poco de un oído.

Tras las sonadas ejecuciones de los jueces, se había creado cierta alarma a causa de los tragediatori, encargados de la difusión de la noticia. Como primera medida de urgencia, se había procedido a extraer ciertos cadáveres de la madre tierra y a darles digna y definitiva sepultura en el ácido. Para la tarea se había recurrido a unos muchachos de Belmonte Mezzagno. Habían hecho un buen trabajo. Los maderos hicieron después una inspección en la finca indicada por los tragediatori y no encontraron un carajo. A los muchachos se les dio una gratificación.

El tío Cosimo asintió.

La escabechina de los peces gordos de Resuttana había resultado más problemática de lo previsto. El encargado de la ejecución, Nino Fedele, no había estado a la altura de la misión. Así pues, Angelino había tenido que arreglarlo personalmente.

—¡Cuenta!

Cuando Nino Fedele y él habían ido a buscarlo, el jefe de zona no tenía motivo para sospechar nada. Angelino llevaba un mensaje de la comisión, tenían que hablar en un lugar seguro. En cuanto subieron al coche, Nino Fedele había sacado la cuerda y se la había pasado alrededor del cuello. Fue en aquel instante cuando Nino Fedele se transfiguró. Se le hincharon las venas del cuello y se le inyectaron los ojos en sangre; sudaba copiosamente. Un momento antes parecía normal, pero se había transformado en una especie de diablo. Había empezado a insultar a la víctima. Esputaba y ofendía a la madre y al padre de aquel desgraciado, a sus hermanos, a toda su gente. Mucha charla y cero resultados. El jefe pataleaba e intentaba agarrar la cuerda. De un codazo había roto en pedazos el deflector derecho. Cuanto más se hinchaba Nino Fedele, más se aflojaba el lazo.

—¿Y entonces?

—Entonces le he disparado justo aquí, en la nuca.

El tío Cosimo, los párpados pesados, los labios agitados con un temblor continuo, hizo un ademán para que continuara con el relato.

De pronto, al ver que su ex jefe se desplomaba, sin vida, Nino Fedele se deshinchó. Trasladaron el cadáver al maletero de otro coche, más seguro, y quemaron con gasolina el que habían usado para el asesinato. Después se dirigieron al bar de L'Albergheria[4] y se lo entregaron todo a Vittorio Carugno, que ya estaba avisado y que se había encargado del ácido.

El tío Cosimo suspiró.

—¿Y Nino Fedele?

—Se llevó el reloj de oro, la cartera, el cinturón, la cadenita con la imagen de la Virgen, el nomeolvides y se fue…

El tío Cosimo sonrió.

—Tenías que haberle disparado también a él. A ese perro sarnoso lo hemos reclutado expresamente para este trabajo. Pero es un tipo sin estómago y sin cerebro. ¡Tenías que haberle disparado!

Angelino se quedó pálido. El tío Cosimo parecía haberse adormecido de pronto. Pero Angelino lo conocía muy bien. Había sido él quien lo había introducido en la familia. Él era quien había trazado su destino, tan diferente a la carrera habitual del típico uomo d'onore. Su mentor y su condena. El tío Cosimo estaba reflexionando. Tenía que decidir si había superado la prueba. Si los años en el norte le habían debilitado o si aún era digno de desempeñar un papel relevante en la Cosa Nostra. Si podían confiar totalmente en él. Por eso le habían hecho tomar parte en aquel estúpido homicidio de segunda categoría. ¡Y él no había estado a la altura de la misión!

Sin embargo, el tío Cosimo pensaba que, en el fondo, el pecado era venial, porque en cualquier caso el resultado entraba dentro de la «conveniencia». El objetivo se había conseguido. El muchacho había demostrado rapidez y sangre fría. La crítica le había dolido y le había metido miedo en el cuerpo. El muchacho respetaba las reglas. Aunque viviera a mil kilómetros, vistiera y fuera perfumado como un mariquita, y aunque quizás hasta se le hubiera olvidado el dialecto del campo…, el muchacho seguía siendo uno de los suyos.

Eso es lo que tenía que demostrar, y eso es lo que había demostrado.

El tío Cosimo abrió los ojos. Había deliberado.

—Está bien. Está hecho. A Nino Fedele lo mantenemos tranquilo un tiempo. Pero tú… ¿tienes algo más que decirme?

Antes de emitir su «no», Angelino Lo Mastro dudó. El tío Cosimo parecía penetrarlo con aquellos ojos suyos, acuosos y vacíos, que podían hacerse de pronto de hielo o de fuego. Angelino Lo Mastro bajó la mirada.

—Hazme un café —ordenó, seco, el viejo.

Vaya. Ni Angelino le había mirado directamente a los ojos. La sombra de la duda se estaba extendiendo, si ni siquiera uno como Angelino le miraba directamente a los ojos. El tío Cosimo se preparó el mensaje para todos los que ya no lo miraban a los ojos. Había habido que actuar contra el jefe de zona infiel porque el infame había extendido el rumor de que Provenzano, el tío Binnu, se había posicionado en contra de la Cosa Nostra. En principio no le habían dado importancia. Le habían dejado hablar, como si su voz no fuera más que un grito lejano traído por el viento de siroco. Además, ¿cuándo se ha visto que el Padre Eterno se ponga en contra de todos los santos? Pero el infame se había mostrado indigno de tanta benevolencia. El infame había planteado dudas sobre las decisiones que se estaban tomando. El infame había osado declarar públicamente que se estaban tomando un camino sin salida; estaba en juego la propia supervivencia de la organización; el tío Totó y el tío Cosimo se habían puesto como locos. La situación se les escapaba de las manos. Y entonces fue cuando se desveló el juego del infame, que dejó claro que quería llevarse a su campo al tío Binnu. No existía, no podía existir ninguna desavenencia: era el infame quien intentaba crearla. ¿Y si alguien le hubiera seguido? ¿Y si la voz del viento se hubiera hecho coro? Por eso había habido que intervenir. El momento no admitía vacilaciones. Ésa era la versión oficial. La verdad era otra. Eran muchos los dubitativos y los perplejos. Si el tío Cosimo hubiera decidido hacer una lista, habría tenido que incluir por lo menos a una parte de los mejores cerebros de la Cosa Nostra. Un día haría esa lista. ¿Tendría que poner en lo alto de la lista a Angelino Lo Mastro, que para él era como un hijo? Se oían rumores desagradables. Historias distorsionadas. La duda, la duda… Donde hay dudas, hay inercia. Y donde hay inercia, hay muerte. Un cuerpo sin movimiento es muerte. Por eso había que acelerar el paso. Golpear ahora, cuando las heridas aún están abiertas y duele más.

Golpear, hasta que alguien dé la cara y diga: «Parad. Así no se llega a ningún lado. Parad y pongámonos de acuerdo. Como en los viejos tiempos».

Angelino Lo Mastro volvió de la cocina con dos tazas de café negro, como mandan los cánones.

El tío Cosimo le miró fijamente a los ojos.

—Quédate tranquilo. Quedaos todos tranquilos. La situación sigue siendo conveniente.

Esta vez Angelino le aguantó la mirada. El chico no estaba corrompido. Había que mostrarse clemente, con él y también con los otros, con los que ya estaban picados por la carcoma. El ejemplo del jefe de zona debía bastar. Se trataba únicamente de dar tiempo al tiempo. El tiempo habría creado la «conveniencia».

—Vuelve a Milán. Habla con Giulio Gioioso y dile que su amigo tiene que ponerse al día con los pagos. Y ya que nos ha hecho perder tiempo y dinero…, y que el tiempo es dinero…, dile que su amigo tiene que añadirle un pequeño presente…

—¿Cómo de pequeño?

—El 1,5 por ciento. Una cosa justa y conveniente… Y a propósito de conveniencia: ¿cuánto has pagado por el agua mineral?

—Doscientas liras.

—¡Entonces hay conveniencia!

El tío Cosimo torció el morro, sacudió la cabeza y resopló. Le explicó que cada día subía uno del supermercado a traerle seis botellas de agua mineral, y que le hacía pagar mil quinientas liras. De modo que aquel desgraciado le estaba sisando trescientas liras diarias.

—Será por el servicio —observó Angelino, que empezaba a entenderlo.

—Pero no hicimos ningún trato. No, lo hace por «conveniencia». ¡Y si es así, me está sisando!

Y dado que estaba a punto de efectuarle la entrega del día —concluyó el tío Cosimo—, Angelino debía tener la cortesía de quedarse unos minutos con él. Así estaría presente cuando llegara el mozo del supermercado. Entonces el tío Cosimo le metería una bala en la boca, para que entendiera lo que son la educación y la ética en los negocios, y Angelino sería tan amable de ocuparse del traslado del cuerpo del marrano.

Angelino se dio cuenta, en aquel preciso instante, de que el tío Cosimo estaba completamente loco. Loco y viejo. Le vino a la mente la víctima elegida: Saro Basile, sesenta años, siete hijos, tres dientes, con una pierna renqueante. Empleado por piedad como mozo en el supermercado del centro comercial La Vampa. El tío Cosimo había perdido el contacto con la realidad… La Cosa Nostra estaba gobernada por una banda de locos. Viejos locos. No veían nada más que lo suyo, aunque el mundo tomara otros derroteros. Angelino Lo Mastro no tenía ninguna reserva moral con respecto a la violencia. El uso consciente de la violencia era una de las piedras de toque de la organización. La violencia servía para poner las cosas en orden, y era el modo más sencillo e inmediato para hacerse entender por los numerosos profetas del desorden. Pero en el destino del pobre cojo no tenía nada que ver la violencia. Era sólo cuestión de estupidez. ¡No, eso no! ¡La Cosa Nostra tenía que cambiar! ¡La Cosa Nostra tenía que adaptarse a los nuevos tiempos! Modernidad. Progreso. Si un día él, Angelino, y otros jóvenes como él, pudieran…

—¡Llega tarde! —murmuró el tío Cosimo—. ¡Ve a ver si llega, haz el favor, Angelino!

Angelino Lo Mastro habría querido aplastar a aquel viejo como un piojo. Pero no podía. Angelino Lo Mastro le tenía miedo.

Sin embargo, por otra parte, estaba aquel miserable, aquel padre de familia, aquel borrego que se dirigía hacia la más estúpida de las muertes mientras el tío Cosimo sonreía encantado, anticipándose a la acción.

Angelino Lo Mastro tuvo una idea.

—Pero ¿está seguro de que hay «conveniencia»? Quiero decir que éste es un refugio seguro, tendría que dejarlo…

La sonrisa en los labios del tío Cosimo se desvaneció. Sus ojos vagaron por la estancia, evitando posarse sobre Angelino.

Llamaron a la puerta. Angelino se quedó inmóvil. El tío Cosimo suspiró.

—Cógela. Dale mil doscientas liras y dile que a partir de mañana manden a otro.