—Disculpe, señor… reverendo… —La muchacha maorí se percató del alzacuellos y se corrigió. Hablaba un inglés perfecto, sin acento, e hizo también una bonita reverencia—. Pero nos han dicho que quizás usted podría indicarnos dónde encontrar a Elizabeth Portland.
La muchacha debía de tener unos dieciocho años, era alta y delgada para ser maorí y realmente hermosa. Tenía el rostro redondo, la silueta voluptuosa de muchas aborígenes y el cabello liso y largo hasta la cintura. Era de un negro intenso y parecía una cortina cuando lo llevaba suelto, aunque ahora lo llevaba recogido en una red en la nuca, más adecuado al uniforme escolar, oscuro y atildado. Una alumna de la misión de Waikouaiti que se movía con seguridad, adaptada a la ciudad de los blancos.
No era este el caso de sus dos acompañantes. El hombre —todavía joven y con tatuajes tribales, lo que era extraño en su generación— parecía nervioso, casi agresivo. Escudriñaba la acogedora sala de estar de Peter Burton como un animal caído en una trampa. La anciana, de aspecto más sosegado, parecía fuera de contexto. También ella llevaba ropa occidental, pero el vestido le quedaba demasiado grande. Por el contrario, el hombre, fuerte y achaparrado, parecía que iba a reventar la camisa y el pantalón. Llevaba una lanza y un objeto de jade que Peter no supo identificar. Tal vez era un arma ritual, aunque no conocía lo suficiente las costumbres de los maoríes. Sin duda, el hombre encarnaba al guerrero maorí, pese a infundir poco miedo.
La muchacha lo presentó de una manera tan amigable que resultaba imposible pensar que fuera a tener algún arranque de agresividad.
—Ah, sí, disculpe, soy Haikina Hata, de la tribu ngai tahu, mi iwi vive más arriba de Tuapeka. Esta es mi madre Hainga, kaumatua y tohunga de nuestro poblado, y él es Kuri Koua, el hijo de nuestro jefe. Kuri solo habla un inglés muy básico, pero puede escribir su nombre.
Peter se preguntó por qué acentuaba esto último.
—Por favor, perdone si le molestamos, pero tenemos que hablar con Lizzie.
El reverendo asintió.
—¿Cómo se les ha ocurrido que podrían encontrarla aquí? —preguntó.
Haikina se encogió de hombros.
—He preguntado en todos los hoteles y me he enterado de lo de Michael… Y mi madre sabía que Lizzie es amiga suya.
Haikina nunca había visto al reverendo, la habían enviado a Waikouaiti antes de que él asumiera la asistencia espiritual del campamento de buscadores de oro.
—Miss Portland vive con mi patrona —respondió Peter—. Pero a esta hora se encontrará seguramente en la iglesia. Suele ayudar en el comedor de los pobres. Tenemos aquí muchos necesitados.
Respecto a este asunto, Peter casi había pasado a una situación peor en su nuevo trabajo. Los recién llegados, rumbo a los yacimientos de oro, solían acampar en las colinas cercanas a su casa antes de emprender el camino hacia la montaña. Un montón variopinto de australianos y familias procedentes de Inglaterra que con frecuencia carecían de medios. Algunos montaban tiendas, otros parecían desconocer el clima de Nueva Zelanda e intentaban pernoctar al aire libre sin cobijo. Ahora, en verano, eso funcionaba más o menos, pero en invierno Peter y los pocos ayudantes de la incipiente comunidad tendrían que montar tiendas para ofrecer cobijo a mujeres y niños como mínimo. La mayoría de las familias llegaban con la idea de que en Dunedin el oro se encontraba por las calles. Enterarse de que necesitaban comprar herramientas y luego viajar a kilómetros de distancia, hasta Otago, llevaba a algunos al borde de la desesperación. Peter repartía comidas entre los necesitados, recogía ropa y se preguntaba cuándo llevaría una vida sin tiendas y alojamientos provisionales a la vista.
La anciana dijo algo y Haikina se ruborizó, pero tradujo servicialmente cuando Peter le lanzó una mirada inquisitiva.
—Opina que los hombres no deberían correr tras la satisfacción, sino buscar el oro en su propia tribu… o con su tribu. No pueden esperar a que crezca algo que no han plantado.
Peter hizo un gesto de aprobación, pero advirtió:
—Eso es difícil de cambiar.
Haikina asintió. El hijo del jefe dijo algo, pero ella se negó a traducirlo.
—Indíqueme solo dónde vive miss Portland y nosotros la buscaremos —pidió la muchacha—. No queremos molestarle.
Peter pensó unos segundos y cogió la chaqueta. En Dunedin apenas se veían aborígenes y los recién llegados jamás habían tenido uno delante. Si enviaba a esos tres a la iglesia —sobre todo al hijo del jefe, con su porte marcial y su lanza— provocaría el pánico.
—Si no les importa, pueden esperar aquí mismo mientras voy a buscarla —propuso—. Será más cómodo para su madre y así podrán hablar tranquilamente con Lizzie.
Haikina tradujo y los otros estuvieron de acuerdo. La anciana con naturalidad, y el joven con la altivez de un rey maorí.
Peter puso a hervir agua para el té antes de marcharse, y enseñó a Haikina, que lo siguió a la cocina, dónde estaban las tazas y la tetera.
La joven le sonrió.
—¿Está Lizzie muy triste? —preguntó a media voz.
Peter asintió.
—Espero que no tenga más malas noticias que comunicarle.
—Solo queremos pedirle una cosa —respondió la muchacha.
Peter comprendió que los maoríes no le revelarían nada más, pero no tuvo que reprimir su curiosidad durante mucho tiempo. Lizzie se encontraba, en efecto, en la sacristía, donde distribuía platos de sopa. Cuando Peter la llamó con un gesto, buscó un relevo y se dirigió a él. Se quitó el delantal con un gesto natural y Peter se percató, no por vez primera, de lo fáciles que le resultaban las labores domésticas. Era evidente que le complacía ayudar en el comedor y los muebles de Peter se veían más cuidados desde que ella se ocupaba de pulirlos y frotarlos con cera. El ama de llaves solo les sacaba el polvo.
A Lizzie le encantaba cuidar de cosas bonitas y eso parecía distraerla de sus penas. Peter a veces le envidiaba esa habilidad. Él, por su parte, seguía pensando siempre en Kathleen, aunque estuviera ocupado. Rezaba y trabajaba hasta caer rendido, pero no podía superar la decepción y, sobre todo, sus intensos celos. ¡Se suponía que un religioso no debía urdir planes para matar a alguien! Se sentía profundamente inseguro. Dudaba de su fe y del sentido de su vida.
—Tiene visita, Lizzie, maoríes de las montañas.
Al llegar, Lizzie saludó a Haikina con un cariñoso abrazo, a la tohunga con un ceremonioso pero efusivo hongi y al hijo del jefe con una breve inclinación. Si bien los ngai tahu hacía tiempo que no seguían la regla según la cual los hijos de los jefes tribales eran intocables, sí se les debía respeto.
Haikina tendió a Lizzie y al reverendo una taza de té. Peter lo tomó como muestra de que podía quedarse. Tampoco Lizzie le hizo ningún gesto de que los dejara a solas cuando Hainga le dirigió la palabra. Lástima que no entendiera el maorí…
Haikina interrumpió el discurso de la tohunga, quien asintió y dijo un par de cosas mirando al reverendo.
—No tiene nada en contra de que traduzca para usted sus palabras —informó la joven—. Usted conoce el terreno que hay junto a la cascada y las cinco lanzas.
—Se refiere a las piedras en forma de agujas —terció Lizzie—. Y no se refiere al terreno, sino al yacimiento de oro.
Peter asintió.
—Sucede —empezó a explicar Haikina, mientras Hainga decía a Lizzie lo mismo en su lengua— que la tribu está sumamente inquieta. Los yacimientos que hay junto al río Tuapeka parecen estar agotándose y cada vez suben más hombres para establecer nuevas concesiones. Nuestros guerreros ya han visto tres veces a algunos en nuestro territorio. Hombres que hacen pruebas y que buscan con escudillas por los arroyos. Por el momento todavía no han encontrado la cascada. Pero si han llegado hasta ahí…
—Si encuentran oro, arruinarán vuestra tierra —dijo Peter.
Haikina asintió.
—Queremos anticiparnos a que eso suceda —señaló ella— ofreciendo a Elizabeth Portland la tierra como regalo.
—¿Cuánta tierra? —preguntó Lizzie perpleja—. ¡No quiero toda la tierra de la tribu!
El hijo del jefe gesticuló con vehemencia.
—Estábamos pensando en la tierra entre la cascada y la concesión de Drury y Timlock —precisó Haikina.
—Pero son… son ¡unas cincuenta hectáreas! —A Lizzie casi se le atragantó el té—. Yo no sabía… yo no sabía que nuestra concesión pertenecía a la tribu. Nunca habíais dicho nada de eso.
Haikina se encogió de hombros. Los ngai tahu eran generosos por tradición. Si no había ningún tapu en la tierra y si no la convertían en un desierto, como Gabriel’s Gully, no impedían a nadie montar la tienda en ella.
—¿Por qué quieren regalar su tierra? —preguntó el reverendo—. Si está claro que pertenece a la tribu…
Haikina movió la mano con resignación.
—Mientras solo sea tierra nos pertenece. Los pakeha no quieren problemas, comprenden que hay que pagar por el terreno en que uno desea asentarse. Pero los yacimientos de oro son otra cosa. Una especie de tierra de nadie, y no atenderían a nuestras reclamaciones.
—¿Y a las de Lizzie sí? —preguntó Peter.
Haikina le dirigió una significativa mirada. Era obvio que lo consideraba un ingenuo.
—Reverendo —dijo paciente—. Si Lizzie Portland pone mojones de piedra y un fusil delante de la nariz de cualquiera que quiera entrar en sus tierras, defenderá su propiedad y todos la aplaudirán. Si nosotros hacemos lo mismo, lo considerarán una rebelión maorí y enviarán al ejército.
Peter puso una expresión compungida.
—Entiendo —dijo.
—Y en lo que a Lizzie se refiere: a Hainga no le ha gustado que se fuera. Así que los ancianos se han puesto de acuerdo en darle tierra suficiente para una granja. Al fin y al cabo era su plan. Michael quería criar ovejas, pero…
Lizzie estaba impresionada por esa oferta tan generosa.
—Yo… yo acepto, naturalmente, de corazón —murmuró—. Al menos para que la tierra tenga un propietario pakeha.
—Sería más seguro que vivieras también allí —señaló Haikina.
Lizzie se mordisqueó pensativa el labio inferior.
—No sé… ¿Sola?
—Si construye la casa abajo, Lizzie, donde ahora está la cabaña, estará solo a cinco kilómetros de Lawrence —observó Peter. Lawrence era el nuevo nombre de la pequeña ciudad de buscadores de oro que crecía alrededor de la oficina de correos de Tuapeka—. Un lugar más céntrico solo lo encontrará en la ciudad.
Hainga intervino.
—Tú no sola —dijo en su inglés elemental—. Hijo contigo, hijo bienvenido en tribu.
Lizzie miró a la anciana sin dar crédito. El reverendo y Haikina no parecían menos sorprendidos.
—¿Cómo… cómo sabe ella lo del niño? —preguntó Lizzie a Haikina. Había intentado esconder su embarazo con vestidos anchos. De momento lo había conseguido, pero la sabía tohunga—. Hasta ahora solo lo sabía Michael —añadió.
Haikina hizo un gesto de resignación.
—Deben de ser los espíritus —respondió—. O la mirada de una experta comadrona…
Hainga miró a Lizzie.
—Se creó bajo las luces de Matariki —apuntó en maorí—. Un niño bendecido por Rangi.
Lizzie sintió que se ruborizaba. ¿Qué estaba diciendo? ¿Que el niño había sido engendrado la víspera de Año Nuevo? Pensó en Kahu. Pero luego se tranquilizó. Hainga no había mencionado la fiesta de tou hou, solo las Pléyades, y ellas seguían en el cielo.
—¡Es el hijo de Michael! —dijo obstinada a Hainga.
Esta hizo un ademán tranquilizador.
—Es tu hijo —contestó.
—¡Tiene tu mana! —añadió Haikina—. Hasta que adquiera uno propio. Bien, ¿estás de acuerdo? ¿Quieres una granja junto al río Tuapeka?
Lizzie asintió. Había sido feliz en la tierra junto al río. Tanto en la cabaña como arriba, en la tienda junto al yacimiento. Estaba bien que su hijo creciera allí. Y en cuanto a la granja, si no tenía que pagar nada y se instalaba en la cabaña, tendría dinero suficiente para vivir. Durante años no tendría que ocuparse de ovejas. Y en cuanto a qué se dedicaría, ya se le había ocurrido una idea.
Haikina pidió al reverendo la dirección de un abogado apropiado que pudiese estipular, por escrito, la venta a Elizabeth Portland de cincuenta hectáreas del terreno propiedad de los ngai tahu para una granja. Peter llevó también al juez de paz. Todo tenía que ser lo más oficial posible. Dos días más tarde, Kuri Koua, el hijo del jefe, y la más anciana de la tribu, Hainga Hata, estamparon sus firmas al pie del documento escrito en inglés y en maorí.
A continuación, los maoríes se pusieron en camino para llevar la noticia a la tribu. Lizzie prometió acudir lo antes posible a su granja.
—No puedo ir de inmediato, todavía tengo que solucionar un par de asuntos —le dijo a Haikina.
—¿Hablar con Michael? —preguntó la muchacha.
Lizzie suspiró.
—Michael y su Kathleen comprarán una granja en Otago. No creo que tengamos mucho que hablar al respecto. Se trata más del banco que administrará el dinero y de un par de encargos.
—¿Encargos? —inquirió Haikina.
Lizzie sonrió.
—Algo así como… semillas —respondió.
Peter Burton descorchó una botella de champán cuando Lizzie llegó a la casa parroquial por la noche, tras un exhaustivo estudio de catálogos y discusiones con una agencia de transportes. Había pedido al ama de llaves que cocinara porque pensaba que Lizzie estaría cansada.
La joven se sentó en una butaca, agotada.
—¿Quién sacará brillo a sus muebles cuando yo no esté? —suspiró.
Peter rio.
—Diría que es mejor que pida muebles de Inglaterra para usted misma y, para variar, se ocupe de sus propios asuntos —señaló—. Tiene dinero suficiente, puede construirse una casa muy bonita.
Lizzie se encogió de hombros.
—¿Para qué necesito una casa grande? Para mi hijo y para mí basta con la cabaña. Y fuera tendré mucho que hacer. No tendré una casa con doncellas y criadas. —Sonrió cansada—. Kathleen seguro que tiene más talento para ser baronesa de la lana. Con lo guapa que es…
Peter se sentó junto a Lizzie.
—No es de mi incumbencia, Lizzie, y también comprendo que no quiera volver a hablar con Michael. Pero ¿ha pensado en hablar con Kathleen?
Ella se enderezó.
—¿Para qué? ¿Para ponerme en ridículo? Si Kathleen me hubiese querido ayudar, si yo le hubiese interesado aunque fuera una pizca, no habría animado a Michael. Sabía de mi existencia. Sabía que teníamos planeado casarnos. ¡Por Dios, ella había confeccionado mi traje de novia!
Lizzie tomó con tanto ímpetu un trago que se puso a toser.
—Estaba sorprendida —dijo Peter—. Lizzie, no quiero disculparla, pero seguro que se sintió afectada en lo más íntimo. Había pensado que nunca más volvería a ver a Michael.
Lizzie resopló.
—Entretanto ya han pasado varias semanas, reverendo. Kathleen tendría que haber bajado ya de su nube.
Peter hizo un gesto de impotencia.
—Sea como fuere —dijo—, debería hablarle del hijo que espera.