10

Ian Coltrane apenas si daba crédito a su buena suerte cuando, la mañana después de la agresión, Michael bajó al pueblo y Lizzie partió rumbo al oeste, por la montaña. Seguirla era cosa de niños, a la larga incluso aburrido. Ella no tenía prisa y avanzaba a una lentitud torturadora. Caminaba junto a su caballo, hablaba con el animal y lo dejaba pacer una y otra vez. Al mediodía empezó a mirar detrás de ella, esperando oír sonido de cascos, lo que al principio inquietó a Ian. De momento no estaba pendiente de él. Lizzie más bien parecía esperar que Michael Drury le diera alcance. Era lógico, por supuesto. No obstante, el asunto de la muerte de Chris Timlock seguramente lo retendría, aunque luego podría decidir reunirse con su socia en las montañas. Sobre todo si sacaba conclusiones y recelaba de que Chris hubiese contado algo antes de morir. Ian esperaba que al menos Winslow se hubiese quedado callado, pero en el fondo confiaba en su propio instinto de conservación. Y en su adicción. En la cárcel no había whisky. Winslow no correría el riesgo de que lo metieran en prisión.

Se comportó con mayor prudencia desde que le asaltó la sospecha de que Michael podía ir en pos de Lizzie. Pero con el paso de las horas se tranquilizó. Si su adversario realmente hubiese partido a caballo, ya habría alcanzado a la joven, su montura era rápida. Ese día, no obstante, seguramente no podría ir a las montañas. Sin duda habrían llamado a la policía de Dunedin para investigar lo de Chris Timlock y, tratándose del asesinato de un buscador de oro, el socio de la víctima siempre era el primer sospechoso. El agente interrogaría a Michael y, con algo de suerte, lo encerraría una noche. Hasta era posible que también lo buscaran a él.

Coltrane dejó de preocuparse cuando Lizzie, poco antes de que oscureciera, llegó a un arroyo y montó su campamento. Pensó por un momento en forzarla a revelar su meta, pero ¿para qué pasar una mala noche? Naturalmente, se divertiría un buen rato con la chica sin tener que pagar, pero tenía tiempo hasta la mañana siguiente. De momento tendría cuidado de que la mujer no se diese cuenta de su presencia. Quería dormir tranquilamente.

Así pues, Ian pospuso el asunto para el día siguiente. Lizzie seguía siendo bonita y tras darle el trato que se merecía, cuando tuviese el oro ya no tendría que tratarla con cuidado. Lo mejor sería, incluso, que desapareciese. Luego únicamente debería apañárselas con Michael.

Amarró el mulo a unos cien metros por debajo de donde Lizzie se había instalado y esperó que la joven no tuviese mucha práctica en distinguir los sonidos de la noche. Para mayor seguridad, ató también entre sí las patas anteriores de la yegua, pero, claro, cambiaría el peso de una a otra de vez en cuando. El caballo de Lizzie haría lo mismo, por fortuna, y por lo visto, el bosque claro de hayas del sur en que se encontraban estaba poblado de aves nocturnas. Los animales no dejaron a Ian pegar ojo, pero también le ofrecieron el camuflaje ideal.

Lizzie no sospechaba nada cuando por la mañana se despertó, se lavó en el arroyo y preparó pan ácimo para desayunar. Había pescado la tarde anterior. Ian pensó que era muy lista y se preguntó de dónde la habría sacado Michael.

Era evidente que Lizzie se entretenía. El sol ya estaba en su cénit cuando desmontó la tienda y se puso en marcha. Esa mañana parecía algo preocupada: Michael ya tendría que haber aparecido.

Ian la siguió hasta una extraña formación pétrea similar a agujas elevándose hacia el cielo. Detrás, un arroyo caía en una pequeña cascada. Lizzie pareció reconocer el paraje. Cada vez con mayor impaciencia, Ian observó cómo montaba la tienda a los pies de las rocas y dejaba pastar el caballo. Depositó ordenadamente el pico y la pala en las piedras y sacó la nasa con la que había pescado el día anterior.

¡Qué flema tenía esa mujer! Ian apenas si lograba contenerse para no abalanzarse sobre ella y obligarla a desvelar su secreto, pero se obligó a conservar la calma. Lizzie pescó pescado suficiente para dos, así que pensaba que Michael llegaría para la comida del mediodía. Prestaba atención, con creciente interés, a si oía cascos, pero estaba demasiado cerca de la cascada para poder percibir algo más que el estrépito de la corriente. Después de haber encendido una hoguera y haber asado un buen pescado (Ian mordisqueaba un trozo de pan mientras se le hacía la boca agua), buscó la escudilla para el lavado del oro.

Por fin ocurría algo. Ian miró a Lizzie trepar por el barranco. Así que el yacimiento debía de encontrarse por encima de la cascada. Describió un rodeo y la siguió de lejos, pero vio que se quitaba las medias y los zapatos, se metía en el arroyo y hundía las manos en el lecho del río. Poco después, empezaba a lavar oro.

Y entonces, desde lejos, Ian vio que, ya al primer intento, la escudilla brillaba. Había llegado el momento. Se acercó con sigilo al arroyo. Lizzie no lo oyó y se asustó cuando de repente lo vio a su espalda. Él la cogió y le tapó la boca con la mano.

—¡Muchas gracias, miss Lizzie! ¡Ha sido muy amable por su parte traerme hasta este yacimiento!

Peter Burton procedía de una familia acomodada de Lancashire, Inglaterra. Ya de niño había tenido un poni y de joven había alcanzado cierto renombre en cacerías y carreras de obstáculos a caballo. Su experiencia le beneficiaba. El caballo blanco de Michael, fuerte y de patas altas, corría como por cuenta propia, al principio en dirección a casa, pero luego, complaciente, hacia el oeste. El animal parecía disfrutar de la loca galopada, era probable que Michael nunca lo dejara correr con las riendas tan sueltas por caminos colmados de escollos.

También Peter habría disfrutado si no sintiera esa terrible preocupación que le forzaba a azuzar todavía más al caballo. Le torturaban las dudas. ¿Había sido correcto dejarlo todo, coger el caballo de Michael sin pedírselo y ponerse a buscar el camino que el moribundo Chris tan vagamente había descrito? Posiblemente habría sido mejor esperar a Michael, tal vez enviar toda una cuadrilla de rescate. El reverendo ni siquiera disponía de un arma de fuego, tendría que confiar en el efecto sorpresa y en sus puños cuando se encontrase con Coltrane. Tras haber visto lo que este era capaz de hacer con sus puños, la idea no le resultaba muy agradable. El tratante era tan alto como Peter y con toda certeza más pesado. Y a pesar de eso, su instinto le decía que no habría podido actuar de otro modo. Si no encontraba a Coltrane muy pronto, ¡Lizzie no sobreviviría a ese día!

Muchas eran las preguntas que le pasaban por la cabeza. Con tal que hubiese tomado el camino correcto… con tal que no fallara a Lizzie. Tras dos horas al trote y al galope, el caballo blanco fue tranquilizándose y Peter descubrió, para su alivio, el rastro de un campamento. Por lo visto, nadie había encendido un fuego, pero la tierra estaba removida junto a un árbol, allí donde habían atado un caballo. Peter siguió cabalgando y creyó reconocer otro campamento. Mucho menos llamativo, solo unas hierbas mordisqueadas señalaban la presencia de una montura hambrienta. Ambos hallazgos le levantaron el ánimo. Estaba sobre la pista correcta, ¡al igual que Coltrane!

El reverendo espoleó al caballo, que trotó brioso. Ya hacía tiempo que había pasado el mediodía, pero Peter estaba demasiado excitado para sentir hambre. Si calculaba bien la velocidad del caballo, debía de haber recorrido unos treinta kilómetros desde que había dejado atrás la casa de Drury. ¡Y allí discurría un arroyo! El corazón le dio un vuelco cuando volvió a ver las huellas de un campamento. Desmontado sin apenas dejar rastro, quizás era de maoríes que habían encendido fuego y pernoctado allí. Esta vez no encontró un segundo campamento, pero iba en la dirección correcta. Corriente arriba. Peter refrenó un poco la marcha del caballo. Era mejor que Coltrane no lo viera llegar.

Lizzie intentó morder la mano que le tapaba la boca, pero esta era de hierro, y el hombre le inmovilizó los brazos junto al cuerpo. La escudilla para lavar el metal cayó al agua cuando salieron dando traspiés del arroyo. Coltrane se la quedó mirando con pena.

—¡Qué lástima, con lo bonito que es el oro, Lizzie! Pero luego ya lavaré más. Antes hemos de charlar un poco, ¿verdad, pequeña? Por ejemplo, sobre cómo has encontrado este lugar. ¿Viniste de verdad sola hasta aquí, o te acompañó Michael?

Ian le quitó la mano de la boca y con un movimiento muy rápido le retorció los brazos a la espalda. Lizzie gritó, pero se calló cuando él le golpeó la cabeza contra una haya que había en la orilla del río. Un golpe leve, solo le rasguñó la sien, que se puso a sangrar. Coltrane le ató las manos a la espalda velozmente y la arrojó a la hierba.

—Muy bien, pequeña, ahora podemos hablar… pero no grites o tendré que amordazarte.

—¡Michael me encontrará! —le espetó ella—. Y Chris. Llegarán en cualquier momento. —Luchaba contra las ataduras, pero no se hacía ilusiones. Ese hombre era fuerte como un oso. Y el brillo cruel de sus ojos no prometía nada bueno.

Coltrane soltó una carcajada.

—Puede que Chris nos esté viendo desde el cielo —se burló—, y Michael tiene otros asuntos en que ocuparse. Y ahora, venga, miss Lizzie, dímelo: ¿descubriste tú sola el filón?

Lizzie se revolvió en el suelo. Fingía intentar liberarse mientras reflexionaba desesperada. ¿Tenía que hablarle de los maoríes? Maldijo su impaciencia. ¿Por qué no había esperado a Michael para subir con él y presentarlo, antes que nada, a sus amigos maoríes? Los ngai tahu eran cordiales, a lo mejor un par de chicos y chicas les hubiesen acompañado y ayudado a lavar el oro del arroyo. Pero no, tenía que hacerlo sola. Naturalmente, podía tener suerte y que un par de cazadores maoríes se hubiesen percatado de que Ian la seguía sigilosamente. Pero era poco probable, pues habrían intervenido antes.

—Lo encontré sola —respondió orgullosa.

Coltrane asintió satisfecho y se apartó un mechón de cabello castaño del rostro húmedo de sudor.

—Muy bien. Pero ahora seguro que quieres compartirlo conmigo.

Lizzie no respondió. Todo iba demasiado deprisa, antes tenía que entender la situación. ¿Chris estaba muerto? Dios mío, si a ese hombre no le asustaba matar para conseguir una información, ¿qué no haría para apropiarse de ese territorio?

Lizzie se obligó a sonreír.

—Si me dices tu nombre… —respondió con voz cantarina—. Quién sabe, a lo mejor hasta me gusta compartirlo contigo.

Coltrane lanzó una carcajada.

—¡Así es como más me gustas, princesa! Aunque no te crea ni una palabra. Pero de acuerdo: mi nombre, querida Lizzie, es Ian Coltrane. Y deseo que me regales esta concesión como dote. —La levantó y la empujó contra el tronco de una haya para besarla. Lizzie volvió la cabeza a un lado.

—¿No tendríamos que bajar a mi campamento? —preguntó con voz animada—. He… he asado pescado… —En el equipaje estaba el fusil de Michael, aunque ella no sabía cómo manejarlo.

—Disfrutaré de los pescados más tarde —decidió Coltrane—. Primero un aperitivo, Lizzie.

La lengua del hombre se adentró en la boca de la joven. En ese momento, Lizzie recordó dónde había oído el nombre de Coltrane. ¡Era el hombre del pueblo natal de Michael! El que se había casado con aquella Kathleen. Lo mismo la había matado. Lizzie casi se habría echado a llorar por esa ironía del destino. ¿Perdería Michael ahora a la segunda mujer a manos de ese canalla?

No se hacía ilusiones respecto a su futuro. Coltrane no la dejaría con vida, la mataría para quedarse con la concesión. Y a partir de ahí, habría una avalancha de buscadores de oro que se extendería por la tierra de los ngai tahu, justo lo que la tribu había querido evitar. Lizzie no solo moriría, sino que moriría como una traidora. Los maoríes nunca sabrían que no había vendido o regalado la concesión. Y cuando la situación empeorase, estallaría la guerra de la que Kahu Heke había hablado. La que había esperado. Y todo eso porque ella había cometido un error.

La desesperación la hizo reunir nuevas fuerzas. Coltrane le subió el vestido y la penetró con brutalidad. Era humillante y doloroso, pero ya había vivido cosas peores. No iba a ovillarse gimoteando, ¡tenía que defenderse! Fingió seguir los movimientos de Coltrane y fue frotando las ligaduras de las manos contra la corteza del árbol. No estaban muy prietas, conseguiría desatarse. De repente se soltaron, justo en el momento en que Ian caía contra ella gimiendo.

Los pensamientos se agolparon en la mente de Lizzie. Sabía que no podía vencer a ese hombre sin un arma. Pensó en la escudilla del oro pero estaba en el arroyo. El cuchillo, abajo, en el campamento.

Ian se iba sobreponiendo lentamente y se enderezó.

—No ha estado nada mal, pequeña, tenemos que repetir antes de… en realidad tenemos mucho tiempo, ¿verdad, miss Liz?

Lizzie trató de seguir interpretando su papel.

—Yo… yo tengo mucho tiempo, señor. Yo… si no me mata, puedo enseñarle algo… Vayamos a la tienda.

Ian sonrió sarcástico. No iba a caer en una trampa. Lizzie mantenía las manos a la espalda, pero también intentó de forma instintiva alisarse la falda cuando Ian la empujó.

—Creo que es mejor que demos un paseíto por el bosque, Lizzie. ¿Tú qué crees?

Ella apenas se atrevió a respirar cuando sintió algo duro al tantear por encima del bolsillo de su vestido. ¿Una piedra? Daba igual lo que fuera, era mejor que su puño. Y entonces se acordó. La maza de guerra de jade. El regalo de la tohunga, tallado a la medida de la mano de una guerrera. Lizzie tropezaba junto a Ian hacia la cascada. ¿Querría bajar la pendiente o empujarla desde arriba? Era poco probable que se desnucara, el lago que había debajo de la cascada era lo bastante profundo para nadar.

Lizzie recuperó la esperanza por unos segundos, pero cayó en la cuenta de que aquel hombre solo tenía sed. Hincó una rodilla y recogió agua del arroyo, sin hacer caso de la mujer. ¿Qué podía ocurrir? La frágil Lizzie ni siquiera le derribaría aunque se arrojase con todo su peso contra él.

Pero Lizzie tenía la maza de guerra. Y sintió su fuerza a través de la tela del vestido. ¿Qué había dicho la sacerdotisa? Estaba concebida para defender la tribu. La tribu y la tierra de los ngai tahu. Y para eso precisamente iba a utilizarla Lizzie.

Con cuidado liberó la mano derecha de las ataduras sueltas, la metió en el bolsillo y notó la maza lisa y fría en la mano. Como una prolongación, un refuerzo de su puño.

Ian levantó la cabeza y miró hacia el valle, por encima de la cascada. Permaneció quieto, alerta, como si hubiese visto algo. ¿Michael? Daba igual, Lizzie ya había tomado una decisión. Tomó impulso, apuntó a la sien de Coltrane y golpeó.

Peter Burton ya había visto a lo lejos las rocas en forma de aguja y luego el caballo de Lizzie junto a la tienda y la hoguera. Este relinchó cuando notó la presencia del caballo blanco, pero Peter supuso que el ruido de la cascada ahogaría cualquier otro sonido. Y entonces divisó dos figuras en lo alto de la cascada. Un hombre que arrastraba a una mujer. Pero esta última no parecía abatida, sino despierta y tensa. Y entonces el hombre se agachó para beber y la mujer…

Peter vio cómo Lizzie levantaba lentamente el brazo derecho y preparaba el golpe. Conocía ese gesto, había visto hacerlo varias veces a las maoríes cuando bailaban un haka, la danza de guerra. Peter Burton había sido invitado con otros religiosos a un marae de los ngai tahu, antes de abandonar Christchurch, y recordaba muy bien esa ceremonia de saludo que también comportaba una especie de amenaza. Se daba la bienvenida a los huéspedes, pero también se les dejaba claro lo bien que podían defenderse en caso de que se mostraran indignos de su hospitalidad. Los hombres llevaban lanzas, las mujeres unas pequeñas mazas de jade. Y ellas las blandían con tanta serenidad, casi de forma tan elegante y certera en su golpe como la mujer del barranco.

El reverendo contuvo la respiración. Vio caer al hombre como si le hubiera alcanzado un hachazo. Y vio erguirse a la mujer y creyó oírla gritar. ¿No lo llamaban karanga, el grito de la sacerdotisa que invocaba a los dioses? Peter no podía creer que estuviera oyéndolo allí, en ese lugar, de la boca de la valiente pero también dulce y diligente Lizzie Portland, que asistía a la misa de los domingos.

Y entonces Lizzie reconoció el caballo blanco y corrió pendiente abajo.

—¡Michael! ¡Oh, Dios mío, Michael…!

Peter la cogió por los hombros.

—¿Reverendo? —La voz de Lizzie sonó infantil y sorprendida, pero en sus ojos asomó el miedo y su rostro se contrajo—. ¿Le… le ha pasado algo a Michael? Dios mío, me ha dicho que Chris estaba muerto. Pero Michael… ¡No puede ser la voluntad de los dioses!

Peter la sostuvo cuando se tambaleó y sacudió suavemente la cabeza.

—No, Lizzie, aunque a veces los designios de Dios son indescifrables. Pero Michael Drury no está muerto. Debería estar en camino hacia aquí. Y ahora cuénteme qué ha sucedido. ¿Por qué ha matado a Coltrane?

La joven empezó a entender lentamente al reverendo. Y lo que había ocurrido.

—Yo —susurró—. Yo… en cierto modo no era yo. En cierto modo fueron Ingoa y Aputa, y todas las mujeres de su tribu. De mi tribu…

Respiró hondo. Luego volvió a la realidad, recordó lo que el reverendo había visto. Él no había sido testigo del ataque y la violación. Él solo había visto que ella había matado a un hombre golpeándole en la cabeza.

—Escuche, reverendo, ha sido por necesidad. Él… él me forzó… —Por fin sintió las lágrimas que antes había contenido—. No tiene que contárselo a nadie, reverendo. No debemos desvelar a nadie este lugar y el oro.

Cuando dos horas más tarde Michael llegó a la cascada, loco de preocupación, encontró a Lizzie y el reverendo junto a la hoguera. Habían envuelto el cadáver con lonas de tienda.

Lizzie se lanzó a los brazos de su amado. Hasta ese momento no había creído que estaba vivo, y a él le sucedía lo mismo respecto a ella. Los dos no se separaron mientras ella, entre sonrisas y lágrimas, contaba su historia.

Peter Burton se disculpó por haber «robado» el caballo blanco.

—Quería socorrer a su esposa —dijo—, pero ella se ha defendido por sí misma. —Miró a Lizzie con admiración.

Michael asintió.

—Siempre ha sido una mujer luchadora —apuntó con ternura—. De todos modos, muchas gracias, reverendo. Pero ¿qué hacemos con ese? —Señaló el cuerpo de Coltrane.

Burton consideró brevemente las posibilidades.

—Ayúdeme a colocarlo sobre un caballo —pidió al final, resignado—. Esta noche lo llevaremos a las peñas que hay encima de Gabriel’s Gully y lo tiraremos desde allí. Parecerá un accidente o un suicidio. Winslow lo ha acusado delante de varias personas de haber matado a Chris Timlock. Nadie se peleará por investigar su muerte. Así nadie molestará a su esposa y nadie sabrá ni de este sitio ni del oro.

Los tres callaron mientras bajaban la montaña. Michael llevaba el caballo con el cadáver.

—¿Por qué nos ayuda? —preguntó al reverendo cuando Lizzie se quedó un poco rezagada—. Lizzie dice que ni siquiera tiene una prueba de que el hombre la amenazaba.

Burton se encogió de hombros y recordó de nuevo la escena que se había desarrollado encima de la cascada. El gesto de danza de Lizzie, su grito…

—He visto algo extraño —dijo a media voz—. Algo que en realidad no debería existir. Digamos que… obedezco la voluntad de los dioses.