9

Al no ver a Chris en su cama, Lizzie se inquietó.

Se había despertado felizmente junto a Michael y quería dejarlo dormir mientras encendía la chimenea y preparaba el té. Pero cuando vio la esterilla de Chris vacía, lo despertó.

Michael intentó volver a estrecharla y besarla.

—Acabo de soñar contigo —le susurró—. Pero en la realidad todavía eres más bonita. Ven, vamos a…

Lizzie se desprendió suavemente de él.

—Michael, Chris todavía no ha llegado. ¿Puede haberle pasado algo?

Él rio.

—¿Qué puede haberle pasado? Es posible que haya celebrado su suerte en compañía de una chica de Janey. O en el nuevo pub, que tiene hasta chinas.

Lizzie sacudió la cabeza.

—Michael, Chris no quiere chinas, quiere a su Ann. Temo que…

—¿Has mirado en el cobertizo del caballo? A lo mejor ha dormido allí por consideración hacia nosotros.

A Lizzie eso le pareció más probable. Salió un momento a mirar, pero no había ni rastro de Chris y el caballo blanco. Debía de haber pernoctado en otro lugar. Lizzie se tranquilizó un poco cuando regresó a la casa.

Michael estaba de un humor excelente.

—¿Quieres que pasemos el día en casa o prefieres ir a buscar oro? —preguntó.

Había servido el té que Lizzie había preparado y puso azúcar en abundancia en una taza para ella. Le gustaba el té dulce, y ahora ya no necesitaban ahorrar.

Lizzie echó un vistazo por la ventana.

—¡En un día tan resplandeciente no me llevarás a tu cama, Michael Drury! —Sonrió—. Lavaremos un par de onzas de oro y luego podemos desplegar una manta junto al arroyo. —Le guiñó el ojo.

Michael apartó de su mente el recuerdo de los campos junto al río Vartry.

—Pero tendríamos que esperar a Chris —dijo.

Lizzie se rio con picardía.

—¡Querrás decir a tu caballo! —A Michael no le gustaba caminar y se enorgullecía del bonito caballo blanco.

Michael asintió.

—Me conoces demasiado bien, Elizabeth Owens. Lo que no es conveniente en una mujer. Yo debería ser para ti un misterio y deberías pasar la vida investigándolo.

Lizzie soltó una risita.

—Serías el primer hombre que no lleva el misterio entre las piernas y lo enseña a toda aquella que deja que se le acerque. Y en cuanto al caballo, cualquiera puede ver que estás loco por él. ¡Me gustaría que los ojos te brillaran tanto cuando me miras a mí!

Michael la atrajo hacia sí.

—¡Eres incorregible! Una mujer decente no habla así. Una mujer decente se sonroja cuando habla de los secretos de un hombre.

Lizzie rio todavía más fuerte.

—Llevo más tiempo siendo decente que el que llevas tú siendo rico. Y ahora levántate para que nos pongamos a ganar dinero. En serio, Michael, no quiero esperar mucho. Los maoríes me han dado el permiso de mala gana para explotar ese yacimiento. Quién sabe si no cambiarán de opinión si sucede algo.

—¿Qué podría suceder? —preguntó Michael.

Lizzie hizo un gesto de ignorancia.

—Peleas entre maoríes y pakeha, por ejemplo. Aquí no se nota tanto, pero en la Isla Norte se está cociendo la discordia. Quién sabe qué harán los ngai tahu si estalla la guerra. Y también quiero terminar pronto. Bien mirado, fue un error enviar a Chris con el oro a la ciudad. Deberíamos haber cogido cada uno lo que necesitábamos y largarnos sin hacer ruido. Es posible que en Dunedin se pague a mejor precio y, sobre todo, no se llama la atención.

Michael frunció el ceño.

—¿Crees que Chris puede haber tenido problemas? No es alguien a quien el alcohol le haga hablar, Lizzie. No concibo que te traicione.

La mujer sacudió la cabeza.

—Yo tampoco lo creo. Pero estoy inquieta… tampoco es de los que pasan la noche en la cama de una prostituta.

Michael se movió desazonado.

—¿No sería mejor ir a Tuapeka a comprobar en qué anda? —propuso.

Lizzie se encogió de hombros.

—Entonces perderemos todo un día. Escucha, ¿por qué no bajas tú y yo me voy para arriba? Como te dije ayer, no te costará encontrar el arroyo. Te lo explico otra vez: imagínate un triángulo, el poblado maorí junto al río, nuestra casa, el yacimiento de oro. Si desde aquí vas recto hacia el oeste, darás con el río. Lo remontas hasta una pequeña cascada. Encontré el oro por encima de ella. Es posible que también caiga algo abajo, bastante probable. Pero yo cavaré donde los maoríes me lo permitieron, en ningún otro sitio más.

El nuevo yacimiento no estaba lejos de la cabaña de Michael, Chris y Lizzie. No era necesario pasar por el poblado maorí, se podía llegar directamente allí.

Michael se quedó mirando dubitativo a la joven.

—No sé, Lizzie… ¿Sola? No quiero… Maldita sea, ya has lavado tú sola las primeras onzas. No tienes que hacer todo el trabajo tú.

Lizzie rio y empezó a recogerse el cabello. Hacía viento y no quería que se le cayera en la cara mientras lavaba el oro.

—Bah, ¡enseguida me alcanzarás! —contestó—. El caballo blanco es el doble de rápido que el bayo.

Era cierto, y a Lizzie no le gustaba cabalgar. Michael sabía que enseguida encontraría alguna excusa para caminar junto al animal en lugar de montarlo. Era probable que lo cargara con todos los utensilios y provisiones que necesitaban para pasar una o dos semanas en las montañas. Entonces ya no habría sitio en la silla, podría ir a pie y pasaría todo el día caminando. Michael, por el contrario, necesitaría solo unas pocas horas si ponía el caballo blanco al trote.

—De acuerdo —consintió al final—. Pero yo cargaré el bayo. Solo faltaría que también tuvieras que cargar al animal antes de hacer todo el camino a pie.

Lizzie le dirigió una dulce sonrisa.

—¡Me conoces demasiado bien, Michael! Pero no te envanezcas por ello. Tengo otros secretos aparte de un poco de miedo a los caballos.

Chris todavía estaba con vida cuando, un par de horas más tarde, Michael llegó a Tuapeka. Sin embargo, no lo habría reconocido si no le hubieran dicho que esa especie de muñeco envuelto en vendas que yacía en un camastro era su amigo. Las chicas de Janey lo habían encontrado gravemente herido al amanecer y alertado al reverendo. Hacía poco que se había instalado un médico en el lugar y también acudió presuroso. No obstante, no pudo dar grandes esperanzas ni al reverendo ni a las ayudantes en el hospital.

—Lo estoy intentando todo, pero creo que no resistirá. Todas esas fracturas en la cara, y el cráneo hundido… Seguro que también tiene heridas internas. Para sobrevivir a esto tendría que tener la naturaleza de un toro, y el joven está más bien débil. ¿Alguna idea de quién puede haberlo hecho?

Burton sacudió la cabeza.

—Tom Winslow tropezó con él al amanecer. Todavía está durmiendo la mona, pero no tendrá mucho más que decir. Salvo eso, no se sabe nada más. Ah, sí, Tom estuvo en Will’s Corner, pero se marchó pronto, dijo Will. Luego siguió emborrachándose en Gregory’s. Venía de ahí cuando se encontró al joven.

La noticia del hallazgo de Chris no había tardado nada en propagarse por la ciudad y todo el que sabía algo lo había contado a quien quisiera escucharlo.

El médico suspiró. Era un hombre todavía joven y animoso, que había ido a Tuapeka movido por el espíritu de aventura. Las costumbres burdas de los buscadores de oro lo desilusionaban cada día más.

—Entonces ayúdeme a vendarlo. Perderá el ojo izquierdo aunque sobreviva… ¿Tiene algún familiar?

Peter respondió negativamente.

—Un socio —recordó—. Hay que comunicarle la noticia. Viven en una cabaña río arriba. Vendrá por propia iniciativa en cuanto lo eche en falta. Entonces también tendremos que preguntarle a él acerca de este asunto. Aunque no creo que haya que sospechar de él como culpable.

El médico se encogió de hombros.

—¿Se ha informado ya a Dunedin?

—¿A la policía? —preguntó Peter—. Sí. Hemos enviado un telegrama y, además, alguien ha partido hacia allí a caballo. Esto tiene que investigarse, el culpable no puede quedar impune.

Un par de horas más tarde, Michael estaba atónito delante del camastro de su amigo. Chris no estaba consciente, pero respiraba con un sonido sibilante y de vez en cuando emitía un leve gemido.

—Hable tranquilamente con él —dijo el médico—. A lo mejor le oye. No se puede hacer mucho más. Le he administrado morfina para combatir el dolor.

—¿Eso no lo atontará? —preguntó Michael con recelo.

El médico sonrió con tristeza.

—Puede crear dependencia, aunque a su amigo seguro que no. Lo siento, pero no veo probable que sobreviva a esta noche.

Michael se quedó con Chris y le contó que Lizzie y él iban a casarse. Le cogió la mano izquierda (el médico había vuelto a encajarle el hombro derecho y le había sujetado con vendas el brazo al pecho) y le prometió telegrafiar a Ann y enviarle el dinero.

—Ayer debía de estar cerrada la oficina —dijo suavemente—. Pero si lo hago ahora mismo, a lo mejor se pone en camino de inmediato y en un par de semanas, cuando estés mejor, ya está a tu lado.

Hacia el mediodía, Michael creyó que el herido le había apretado la mano, pero no estaba seguro. En cualquier caso, él mismo se sentía agotado y dejó a Chris un momento para poner un telegrama y luego enviar todo el dinero a Gales.

El señor Ruland, el encargado del banco, le expresó su solidaridad y le contó que el día anterior le había preocupado que los otros buscadores sintieran envidia de él.

—Sin duda la noticia de que había cambiado más de siete onzas de oro se propagó rápidamente. Es probable que creyesen que llevaba el dinero consigo.

Michael le dio la razón y se sintió terriblemente culpable. ¡Tendría que haberlo pensado! Si no hubiera estado tan cegado por Lizzie, nunca lo habría enviado solo a la ciudad.

Entretanto había llegado un agente de policía que interrogaba a los testigos. Michael decidió no decir toda la verdad y habló de un extraño yacimiento de oro que había descubierto Chris solo. Él mismo no sabía exactamente dónde, pero su amigo había querido enviar el dinero a su esposa. Le había pedido prestado el caballo para ello. Él, a su vez, se había quedado en casa con su novia, Lizzie, podía confirmarlo.

Michael estaba preocupado. Sus experiencias con las autoridades no eran precisamente alentadoras. Pero el agente le creyó.

—¿Por qué iba venir hasta aquí para partirle el cráneo a su socio? —le comentó más tarde a Peter Burton—. Lo tenía más fácil allí arriba, nadie habría planteado ninguna pregunta si Timlock hubiese desaparecido. Un par de semanas más tarde, el mismo Drury podría haber cambiado el oro y nadie habría dicho nada.

Tampoco la declaración de Tom Winslow desveló nada. Estaba trabajando hábilmente en un colgante de oro con la constelación de las Pléyades. El agente se quedó impresionado, pero no dijo nada al respecto.

—¿Sobrevivirá el chico? —preguntó Winslow.

El policía tomó nota de que parecía afectado, pero quizá lo estaría cualquiera que se tropezara con un hombre ensangrentado. Además, el joyero tenía una coartada bastante buena. Había estado bebiendo primero en Will’s Corner y luego en Gregory’s Pub.

Michael alimentó algo de esperanza al ver que Chris seguía con vida por la tarde. Estaba preocupado por Lizzie, pero ella ya imaginaría que le había retenido algo importante. A Michael le habría gustado que ella estuviese con él, pero ella no saldría corriendo solo porque él no saliera a recibirla en la cabaña. Lizzie lavaría oro y lo esperaría, al menos durante unos días.

Por la tarde apareció en el hospital una visita con la que Michael no contaba. Tom Winslow, borracho y a ojos vistas profundamente afligido, miró con desconsuelo al inmóvil Chris, rompió a llorar y tendió a Michael un paquetito.

—Tenga… tenga… —Sollozó—. Está acabado… A lo mejor se alegra cuando… cuando se despierte. Oh, qué pena, qué pena, un chico tan joven…

Michael frunció el ceño y abrió el paquetito. Ignoraba a qué se debía ese arrebato de cortesía de Winslow. Por supuesto, él había encontrado a Chris y tal vez eso le había perturbado. Pero ese torrente de lágrimas… Sin embargo, el joyero había sido uno de los últimos que había visto a su socio antes de la agresión. También Chris había tomado una cerveza en el local de Will.

Michael sacó del paquetito la delicada joya.

—El colgante para Lizzie… ¿Chris le hizo ayer el encargo?

Winslow asintió.

Michael dejó oscilar la pieza en la cadena y admiró la labor.

—Es muy bonito —elogió apenado—. Y gracias por entregarlo tan deprisa. —Y buscó la bolsa—. ¿Cuánto le debemos?

Winslow reculó como si el dinero quemase.

—¡Nada… no, nada, por supuesto! Ha… ha sido un placer para mí hacerlo… Diga a su prometida que… que me sabe muy mal…

Winslow se marchó sollozando, y Michael se quedó moviendo pensativo la cabeza. Quizá tendría que hablar con el reverendo al respecto. Winslow se había emborrachado tanto que ya no tenía capacidad de raciocinio, pero contra eso no había padre espiritual que pudiera hacer nada.

Se volvió de nuevo hacia su socio y le humedeció los labios con agua. Chris no quería o no podía tragar, pero tenía la boca seca, y debía de sentir sus cuidados aunque no pudiera reaccionar. Michael trataba de recordar antiguas historias que contarle. El médico tenía razón, Chris le comprendía y su voz lo mantenía con vida. Mientras la noche transcurría, habló de la esposa de Chris, Ann, de sus hijos, repitió todo lo que su socio le había contado mientras lavaban oro juntos. Por la mañana, Michael apenas lograba mantener los ojos abiertos, pero Chris seguía con vida.

—Tiene que ir a comer algo —aconsejó el médico cuando llegó a su consultorio a las nueve—. Y dormir unas horas. Yo estoy aquí y el reverendo llegará enseguida.

Michael lo miró con los ojos enrojecidos.

—¿Ha mejorado un poco? —preguntó.

El médico sacudió la cabeza.

—Por lo que veo, no. Creo que su amigo está en coma, señor Drury. Y me temo que no volverá a despertar. Pero nadie puede saberlo con seguridad, así que no pierda usted la esperanza. Importante es que no se ponga usted también enfermo. Márchese a algún sitio y tómese un descanso.

Michael se alejó a disgusto del lecho de Chris, pero al final el hambre le condujo a una casa de té que había abierto una muchacha, una antigua prostituta que se había casado con un buscador de oro. La joven, Barbara, servía desayunos y le preguntó cómo se encontraba su amigo y socio.

—¿No tiene idea de quién puede haber sido? —preguntó, al tiempo que colocaba una apetitosa tortilla sobre la mesa recién limpiada—. El policía ha iniciado las investigaciones, aunque quizá tendría que preguntar un poco por ahí usted mismo.

Michael meditó. La chica tenía razón. Los buscadores de oro preferirían confiarse a él antes que a un policía de Dunedin. La mayoría de los hombres de los yacimientos de oro tenían un pasado similar al de Michael, no confiaban en los policías.

—Creo que empezaré en el banco —dijo—. Sería interesante averiguar quién fue el primero que se enteró del supuesto hallazgo de oro de Chris. Veré si el señor Ruland se acuerda.

El encargado del banco recordaba, en efecto, un par de nombres, en especial el de Ian Coltrane. Eso inquietó a Michael, si bien los otros tipos tampoco eran inocentes corderitos. Los conocía a todos y sabía por dónde andaban. Y en realidad quizá necesitara aire fresco. En lugar de irse a dormir, cogió el caballo blanco del establo de alquiler y se marchó a los yacimientos de oro.

Ian Coltrane, sin embargo, no se hallaba en ningún lado, lo que aumentó el recelo de Michael.

—Es posible que esté de viaje, comprando y vendiendo caballos —supuso uno de sus vecinos de parcela—. Coltrane reparte su tiempo, está la mitad de la semana aquí y el resto lo dedica a los caballos, con los que seguramente sacará más que con el oro. No tiene habilidad para buscar oro, al menos no persevera. Si coge dos horas la pala, ya se fatiga. Eche un vistazo a su tienda, a lo mejor está ahí, ¡transformando un penco viejo en un joven semental!

A esas palabras siguió una carcajada general. Así que también ahí se había hecho célebre Coltrane.

—¿Y el chico? —preguntó Michael—. ¿Está en la escuela?

Los hombres hicieron gestos de no saber nada.

—Por lo general acompaña a su padre. Pero puede que haya ido a la escuela. El joven es como el viejo: corre allí donde huele a dinero fácil, como en la venta de caballos. Pero antes de pasar horas lavando oro, prefiere aprender a leer.

Michael se propuso averiguar más tarde si Colin Coltrane había estado en la escuela del reverendo. Pero primero salió en busca de los otros clientes del señor Ruland. La tarea fue fatigosa y no aportó nada nuevo. Aunque se habían percatado de que de repente Chris tenía una fortuna, todos habían creído que era cierto lo que había dicho acerca de que eran las ganancias de varias semanas de trabajo.

—No es asunto mío —dijo el último a quien preguntó, Dick Torpin—. Bastante tengo con mis problemas.

Así pues, Michael volvió al hospital, donde Chris yacía como muerto en el camastro. Según le informó el reverendo, todo seguía igual, y Michael quería volver a ocupar su puesto junto al lecho de su amigo. Pero entonces lo invadió el cansancio. No tenía fuerzas para seguir hablando con su amigo moribundo. Necesitaba dormir.

Tras pensárselo un poco, se dirigió al burdel de Janey.

—¿Podríais alquilarme durante unas horas una de vuestras camas?

Las chicas rieron. Todo el mundo en la ciudad ya sabía que Michael había pasado la noche en vela cuidando de su socio, y se cotilleaba bastante sobre la agresión a Timlock. Las chicas de Janey lo encontraron conmovedor y se precipitaron a ofrecerle una comida y conducirlo a la «suite real», como la madama la llamaba sonriente. Era una tienda, pero limpia, y las sábanas blancas como la leche. Antes de apoyar la cabeza en la almohada, Michael ya se había dormido.

Peter Burton, por el contrario, contemplaba a Chris Timlock y luchaba por no perder las esperanzas. Había ayudado al médico a cambiar las vendas, pero salvo por un leve gemido, el enfermo no había emitido señal ninguna. A esas alturas, el médico estaba convencido de que se encontraba en coma.

—Esperemos que no se prolongue demasiado —dijo compungido—. Compréndame bien, reverendo, yo me alegraría de que el joven viviera. Pero así, inconsciente, ciego y paralítico… uno se pregunta qué es mejor.

Peter se encogió de hombros.

—Esto tendremos que dejarlo en manos de Dios —dijo—. Y esperar que sepa la carga que nos impone.

Sin embargo, poco después del mediodía, una de las asistentes voluntarias llegó muy excitada al despacho de Peter, junto a la nueva iglesia.

—Reverendo —jadeó la regordeta esposa del tendero. Debía de haber venido corriendo desde el recinto hospitalario—. Reverendo, tendría que venir al hospital. Creemos que el chico se ha despertado. Se mueve y gime… El doctor piensa que debería usted acercarse… a lo mejor para darle la extremaunción.

Burton se levantó y se precipitó al exterior.

—¿Está Michael con él? —preguntó mientras corría al lado de la jadeante mujer.

Ella sacudió la cabeza.

—No, no tenemos ni idea de dónde se ha metido. El pobre estará durmiendo en algún sitio. Dicen que ha pasado toda la mañana dando vueltas y preguntando a la gente.

—Vaya a ver si se entera de dónde está, señora Jordan. Si Timlock se ha despertado, querrá hablar con él.

El médico estaba junto a la cama de Chris tomándole el pulso.

—Sin duda está pasando algo. Parece estar recuperando la conciencia. Quiere despertar.

Chris intentaba moverse. Abrió el ojo sano y miró la habitación sin ver. Probablemente el nervio ocular estaba herido y el chico se hallaba completamente ciego.

Peter le cogió la mano izquierda.

—Chris… Chris, ¿me oye?

Timlock respondió con una ligera presión.

—¿Mike…?

Tan solo fue un susurro. Peter y el médico contuvieron la respiración.

—Soy el reverendo Burton, Chris, Peter Burton. ¿Cómo está? ¿Puede hablar?

Chris volvió a apretarle la mano, luego la soltó y pareció dibujar algo en el aire.

—Lizzie… oro… avis… helech…

—¿Helechos, Chris? ¿Qué quiere decir de Lizzie?

—Avis… Oro, Lizzie, Mike… triángulo… maorí… casa… casa oeste… —Chris pronunció a duras penas esas palabras entre los labios partidos.

—¿Avisar, señor Timlock? —preguntó el médico—. ¿Opina que tenemos que avisar a Lizzie?

Chris hizo un vehemente gesto de afirmación.

—Oeste… casa… arroyo… lav…

Peter miraba al joven con impotencia.

—No comprendo, Chris… Otra vez, despacio. Lizzie busca oro en un triángulo y tenemos que avisarla. ¿Por qué, Chris? ¿De qué? ¿Quién le ha hecho esto? ¿De quién tenemos que advertir a Lizzie y Michael?

Chris gimió. Cogió la mano de Peter y trató de enderezarse. Volvió a reunir fuerzas.

—Cabalgar al oeste, hasta la casa del arroyo, arriba… río arriba… ¡Deprisa!

Chris se desplomó sobre la almohada. El ojo se le cerró de nuevo. El médico le tomó el pulso y sacudió la cabeza.

—Es todo, reverendo. No nos dirá más. Pero al menos lo ha conseguido, es evidente que era muy importante para él. ¡Tenemos que averiguar a qué se refería!

Peter peinó suavemente hacia atrás el cabello color arena que había caído sobre el semblante de Chris.

—Tenemos que esperar a que Michael vuelva. Tal vez él entienda lo que significa. Chris debe de haber pensado que estaba con Lizzie y que ambos corrían peligro… No debe de andar lejos, tiene el caballo delante de la puerta.

Peter se puso en pie y buscó con la mirada posibles ayudas. Era mediodía, los hombres que habían ido al comedor de los pobres podían llevar más tarde al malogrado a la iglesia e instalar allí la capilla ardiente.

—Mañana temprano celebraré una misa —anunció—. Sería bonito que asistieran muchos… ¿Informará usted al agente de policía, doctor? Ahoya no se trata de una agresión, sino de un asesinato.

La noticia de la muerte de Chris corrió como reguero de pólvora, solo Michael permaneció dormido en Janey’s Dollhouse. Las chicas se habían puesto de acuerdo en no despertarlo.

—De todos modos, no podrá resucitarlo —dijo Janey, una mujer pequeña y fuerte, que en muchos aspectos se parecía a Lizzie. Sus historias tenían muchos puntos en común, exceptuando que Janey había abandonado en cierto momento la idea de ser decente.

Quien no dormía era Tom Winslow. Después de su visita al hospital, había bebido hasta perder el sentido, pero por la mañana había vuelto a la tienda. Naturalmente la agresión a Chris estaba en boca de todos. Winslow se enteró de que el joven estaba todavía con vida y celebró su alivio con los primeros tragos del nuevo día. Hacia mediodía se decía que Chris ahora ya no moriría. Todo se encauzaría, todo se arreglaría de nuevo. Seguro que el chico ya ni se acordaba de quién le había pegado. Y posiblemente Coltrane consiguiera un montón de dinero siguiendo a Lizzie.

Winslow bebió otro poco de whisky y decidió ir a comer al local de Barbara. A lo mejor podía visitar a Chris más tarde. Entró zigzagueando en el local.

Peter estaba ayudando al sacristán a construir una tarima donde depositar el ataúd de Chris cuando un adolescente entró en la iglesia como alma que lleva el diablo. Peter reconoció al mozo de los recados del banco.

—Reverendo, reverendo, me envía miss Barbara… Tiene que venir enseguida. Hay uno que quiere matarse.

Peter arrugó la frente.

—Repítemelo, Robbie, ¿uno de los clientes de Barbara quiere pegarse un tiro?

—No, reverendo, no quiere pegarse un tiro, sino clavarse un cuchillo, tiene uno en la mano y… y antes quiere hablar con usted, reverendo… ¡Deprisa!

Por segunda vez en ese día, el reverendo salió corriendo de la iglesia. La casa de té de Barbara no quedaba lejos, junto al hospital. Al pasar, vio que el caballo blanco de Michael seguía allí. No había señales de su propietario.

Barbara y un par de sus clientes del mediodía estaban junto a la puerta de la cabaña de madera, fuera de sí.

—¡Dentro, reverendo, ahí dentro! Es Tom Winslow. ¡Y no hace más que gritar algo de culpa, asesinato e infierno!

Winslow se había atrincherado en un rincón del local. Se había desgarrado la camisa y apretaba la punta de un cuchillo de caza contra su pecho. Si lo empujaba, se lo clavaría en el corazón. El doctor Wilmers, el médico, se hallaba a una distancia prudencial y le hablaba en tono tranquilizador.

—Sea lo que sea lo que haya hecho, Tom, tiene que confesar y aceptar el castigo. Clavarse un cuchillo no es la solución, debería…

En ese momento Burton entró en el local.

—¡Reverendo! —gimoteó Winslow—. Reverendo Peter… tiene que… mis pecados… Soy un asesino, reverendo, Dios mío, perdona mis pecados, perdona mis faltas… Yo… pero yo no quería… yo…

Peter intentó aproximarse más a Winslow, pero el hombre se presionó más el cuchillo. El doctor Wilmers lanzó al reverendo una mirada de impotencia.

—Tom, primero debería tranquilizarse y contarlo todo —dijo Peter, intentando dar entereza y sosiego a su voz—. A lo mejor el error no es tan grave. Dios perdona… especialmente si usted no tuvo la intención de cometer el pecado.

—¡La intención, sí! —respondió Tom. Lloraba. Estaba ebrio—. Nosotros… nosotros queríamos saber de dónde había sacado el oro.

Peter se puso alerta.

—¿Quién había sacado el oro de dónde? ¿Está usted hablando de Chris Timlock, Tom? ¿Estuvo usted implicado en la agresión?

—Yo lo sujetaba —sollozó Tom—. Y al principio pensé… pensé que un par de tortas no matan a nadie. Y que simplemente nos lo diría.

—Pero no lo hizo —repuso Peter—. ¿Se negó a decir nada?

—No es eso —lloriqueó Tom—. Con la paliza que le dio, cualquiera lo habría dicho todo. Es que no debía de saberlo… Tiene que creerme, reverendo, cuando me di cuenta de que no sabía nada le dije a Coltrane que parase, pero…

—¿Coltrane? ¿Ian Coltrane? ¿El tratante de caballos?

Tom asintió.

—Pero no paró, dijo que tenía que hacerlo desembuchar, pero Timlock… al final dijo que la mujer lo sabía. La mujer encontró el oro.

—¡Lizzie! —Peter intercambió una mirada con el médico. Las últimas palabras de Chris iban adquiriendo significado—. ¿Y dijo dónde lo había encontrado ella? ¿Dónde está Lizzie?

Tom sacudió la cabeza.

—No, él… él no lo sabía, creo. Pero Coltrane… quería ir a casa de Drury y seguirlos. Cuando volvieran al sitio. Y luego marcar una concesión o algo así…

Peter sintió un escalofrío. A lo mejor Coltrane no tenía malas intenciones. A lo mejor se habría limitado a espiar dónde estaba la mina de oro si Michael hubiese estado allí. Pero Michael había dicho que Lizzie estaba lavando oro. Debía de haberse marchado sola. Y Coltrane…

—Escuche, Tom, cuéntele todo esto al policía. Estoy seguro de que le tendrán en cuenta circunstancias atenuantes, seguro.

Winslow negó con la cabeza.

—¡No quiero circunstancias atenuantes! —exclamó—. No quiero… ir a la cárcel. Otra vez no. Perdóneme, reverendo. ¡Haga que el Señor me perdone!

Volvió a respirar hondo y luego aferró el arma y se dejó caer hacia delante sobre el cuchillo. Wilmers lo alcanzó al vuelo, pero ya no pudo hacer nada. Peter rezó una oración. El médico le cerró los ojos y se volvió hacia el reverendo.

—Otra vez —dijo—. Repasémoslo todo otra vez. ¿Qué dijo Chris Timlock del paradero de Lizzie? Él lo sabía, pero no se lo desveló a ese tipo.

—Un triángulo… —repitió Peter—. Desde su casa hacia el arroyo y el poblado maorí.

El médico sacudió la cabeza.

—Esto no nos ayuda. Hacia el oeste, ha dicho, desde su casa hacia el oeste.

Peter asintió.

—Y luego corriente arriba. Exacto… ¿Dónde está Michael? ¡Maldita sea!, ¿dónde se ha metido Michael Drury? Ocúpese usted de esto, doctor, tengo que encontrar a Michael, y Lizzie…

Peter corrió a la calle. Los pensamientos se le agolpaban. Coltrane era peligroso y lo sabía desde antes del asesinato de Chris. La reacción de Kathleen al volver a ver a su marido ya le había dicho suficiente. Kathleen casi se había muerto de miedo ante la presencia de Coltrane. ¡Todavía, después de tantos años! Y ahora ese tipo iba tras Lizzie, quien, al parecer, quería mantener en secreto una mina de oro. ¡Quizás ella era la única que había visto el yacimiento! Si Coltrane se deshacía de ella… No habría ninguna prueba contra él. La declaración de Winslow podía ser tomada como el delirio de un borracho, y tal vez Coltrane tenía planeado no volver más a Tuapeka. De todos modos, Colin había asistido a clase por la mañana. Ese al menos no seguía a Lizzie por la montaña.

Peter vio el caballo blanco de Michael delante del hospital. Un buen caballo, rápido, lo había admirado con frecuencia. Pero sin su jinete no valía para nada. A no ser que…

Peter irrumpió en el hospital.

—Señora Jordan —llamó a la esposa del tendero, que seguía haciendo sus tareas—, ¿ha aparecido ya Michael Drury?

No esperó a que la mujer dijera nada, le bastó con ver cómo movió la cabeza.

—Señora Jordan, cuando venga, dígale que le he cogido el caballo. Tengo que encontrar a Lizzie Portland, es un asunto de vida o muerte. Que ensille mi caballo y venga detrás. ¿Me ha entendido?

La regordeta y menuda mujer abrió los ojos como platos y asintió. No era tonta, cumpliría el encargo. Y si no era así, también estaba el doctor Wilmers. Peter decidió no pensárselo más. Desató al caballo y partió al trote.