6

La vida en gracia de Dios de Lizzie se prolongó durante siete años en casa de los Busby.

Fueron años emocionantes para la Isla Norte y la casa de James Busby se encontraba a menudo en el centro de los acontecimientos. Tras la llegada, lenta en un principio, de inmigrantes de Inglaterra, Irlanda y otras partes de Gran Bretaña, los nuevos colonos acudieron en tropel una vez firmado el Tratado de Waitangi. Se fundaron ciudades y se explotaron terrenos agrícolas y yacimientos de carbón. Como representante británico de Bahía de las Islas, James Busby organizaba la topografía y la construcción de carreteras, recibía a los colonos más importantes y ofrecía su propio vino a las visitas, pese a que, para su gran preocupación, el resultado de sus esfuerzos no alcanzaba el nivel de los caldos alemanes o franceses. Solía gustarle hablar de este problema con Lizzie, pues su familia no mostraba interés.

Cuando volvían a hacerle probar el vino de su marido, Agnes Busby ponía una expresión tan avinagrada como el sabor que, según su parecer, tenía la bebida. Lizzie, por el contrario, hacía cuanto estaba en su mano para plasmar las ideas que Busby se había formado sobre el correcto cultivo de la vid, al tiempo que no la intimidaba el trabajo en las cepas. Pero sobre todo hizo maravillas con los esforzados viticultores maoríes. A esas alturas ya casi hablaba con fluidez su lengua y conseguía explicar lo que Busby había decidido, no para ampliar, sino para mejorar los resultados del cultivo de la vid. Ahora tenía muchos amigos maoríes, puesto que carecía de conocidos pakeha. Los invitados ricos de los Busby no prestaban atención a la doncella. Lizzie no se relacionaba con otros colonos más pobres y al parecer no había personal blanco en otras casas señoriales.

La joven habría vivido aislada si no se hubiese reunido cada vez con mayor frecuencia con los acogedores maoríes. Las doncellas y los jardineros la llevaban de buen grado a sus poblados, donde la recibían con imparcialidad y nunca le planteaban molestas preguntas acerca de su pasado. A Lizzie eso le producía una sensación de libertad, tanto más cuanto incluso sabiendo exactamente su vida anterior no la habrían juzgado. A los maoríes, el concepto de prostitución les resultaba tan ajeno como la rígida moral sexual de los pakeha. Las muchachas maoríes entregaban generosamente sus favores antes de decidirse por un esposo, solo las hijas del jefe de algunas tribus quedaban excluidas de ello y se les imponían diversos tapu. Así que si había algo en Lizzie que extrañara a los maoríes era justamente su rechazo a elegir pareja. Ruiha, la niñera, le preguntó un día abiertamente al respecto.

—¿No te gustan los hombres? —inquirió, jugueteando con un mechón de sus largos cabellos negros, que siempre se desprendían del formal moño que la señora Busby había impuesto—. ¿Te gustan más las mujeres? Yo nunca lo he visto, pero dicen que existe.

Lizzie se ruborizó.

—A lo mejor —balbuceó, avergonzada pero con franqueza—. He estado con muchos hombres… pero con mujeres no. Con mujeres… todavía no… Yo no sabía que era posible.

Ruiha asintió tranquila. Quizá no entendía la postura de Lizzie, pero la aceptaba.

Los señores de Lizzie contemplaban con cierto recelo que las amistades de la joven entre los indígenas aumentaran, aún más por cuanto las relaciones de los maoríes con los pakeha iban empeorando con los años. Los primeros habitantes de la isla ya no acogían a los recién llegados tan calurosamente como al principio. Por lo visto, percibían que su isla se iba poblando demasiado y que cada vez surgían más peleas. Naturalmente, solían ser a causa de malentendidos. Si había alguien que dominase la lengua del otro, solían ser los niños maoríes que habían estudiado inglés en las escuelas de las misiones. Allí también les impartían lecciones de lectura, escritura y cálculo, con lo que los alumnos más inteligentes enseguida empezaban a poner en cuestión los contratos y las ventas de terrenos. James Busby tuvo que ocuparse de sus quejas o del malestar de los colonos contra esos maoríes respondones. Y la señora Busby se enfadaba porque, pese a que los indígenas llevaban años trabajando en su casa, todavía no eran perfectos. Le resultaba imposible entender qué se le había perdido a su impecable doncella inglesa Lizzie en el poblado de los maoríes.

—¡Podrías quedarte aquí leyendo un buen libro, por ejemplo! —reprochaba inclemente a Lizzie cuando esta se retiraba después de la misa del domingo y ya estaba servida la comida—. Te presto uno. O te coses un vestido… ¿Por qué no te limitas a hacer lo que hacen las otras doncellas?

Lizzie desistía de señalarle por enésima vez que en ese lugar no había ninguna doncella pakeha. Además, leía despacio y con dificultades, y no sabía coser especialmente bien. En cambio, se divertía realizando tareas con las mujeres maoríes. Las ayudaba a recoger lino, a trenzarlo y tejerlo, aprendió a tocar una pequeña flauta con la nariz y preparaba carne y verduras en hornos de tierra que se alimentaban de la actividad volcánica. Lizzie, una joven de ciudad, aprendió con los indígenas a atizar el fuego y pescar. Llevaba a su señora miel de rongoa y unos polvos de hojas de koromiko contra el dolor de cabeza. Todo ello era inofensivo, pero sin embargo creaba desconfianza en la señora Busby.

—¿No irás con sus chicos al bosque, Lizzie? —preguntó, ruborizándose como era de esperar—. ¿No habrá un galán negro entre ellos que un día de estos te deje plantada con su bastardo?

Lizzie podía negar lo primero con buena conciencia, y lo segundo en realidad también, aunque había un hombre que la pretendía. Kahu Heke, un joven alto y fuerte, pero según las convenciones maoríes delgado, procedente de una de las mejores familias, prefería deambular por el campamento de cazadores de ballena, Kororareka, en lugar de desarrollar las virtudes tradicionales de los maoríes: el arte de la guerra, la oratoria, la caza y la danza. Kahu Heke llevaba el nombre de un famoso antepasado. Lizzie no entendía del todo si el gran jefe Hone Heke, que en la última década había dirigido levantamientos en la colonia inglesa y con ello había iniciado la guerra de Flagstaff, era su padre o su tío.

En cualquier caso, Kahu era sobrino del actual jefe Kuti Haoka, quien con frecuencia le regañaba severamente cuando, tras una aventura espeluznante, Kahu volvía a sentarse a la hoguera de su tribu. Como a su gran antepasado, a Kahu le gustaba romper de vez en cuando el mástil de una bandera inglesa o robar la Union Jack. Se ocupaba de mejorar la cría de ovejas de los suyos introduciendo en sus rebaños un par de animales estupendos de las granjas pakeha que, simplemente, le habían seguido. Asimismo, escribía cartas de reclamación por cada maorí que de algún modo había tenido algún problema con los blancos. Kahu dominaba perfectamente la lectura y la escritura, había recibido en la escuela de la misión una formación exquisita y, oficialmente, era cristiano; de forma no oficial solía apelar a los derechos de los antiguos dioses cuando reclamaba que los colonos pakeha no explotaran las tierras que su pueblo consideraba sagradas.

Kahu todavía no tenía mujer y, tras años en la escuela de la misión, le resultaba difícil seguir las desenfadadas costumbres del marae de su tribu. Lizzie le gustaba y la cortejaba de un modo que no parecía ajustarse demasiado bien a ninguna de las dos culturas. A veces hacía bromas groseras que ruborizaban a la mujer blanca. Luego le ofrecía pequeños regalos o recogía flores al estilo pakeha. El resto de la tribu se divertía enormemente. Lizzie no sabía si los maoríes apostaban a si Kahu conseguiría conquistar a su amiga pakeha y cuándo, pero probablemente lo hacían. Ella no le daba esperanzas, para lo cual podía alegar distintas causas. Kahu era un hombre apuesto, pero como miembro de la nobleza maorí tenía el rostro cubierto de tatuajes, y eso a Lizzie simplemente le repelía. Además, no quería volver a enamorarse de un joven que siempre tenía un pie en la cárcel. En lo que a Kahu Heke concernía, ella no solo temía que se descubrieran sus correrías, sino también las revolucionarias ideas que cada vez expresaba en voz más alta.

Sin embargo, los ngati pau, a cuya tribu también pertenecía el hapu de Kuti Haoka, una especie de clan subordinado, habían sido en su origen muy afables con los blancos. Su gran jefe Hongi Hika fue uno de los primeros en firmar el Tratado de Waitangi. Con el paso del tiempo, sin embargo, también esta tribu dudaba de la honestidad de los recién llegados. Los pakeha habían estafado demasiadas veces a los distintos hapu e iwi, las organizaciones tribales de los maoríes, con la compra de tierras, y las restricciones comerciales parecían ser válidas solo para los indígenas, no para los blancos. Siempre que volvía al poblado, Kahu Heke hablaba de nuevos casos de injusticia.

—Llegan a nuestra tierra, causan afrentas a nuestros tapu, talan nuestros bosques para sus barcos. ¿Y qué recibimos a cambio? Su whisky y sus enfermedades.

—¡Pues a ti el whisky te sabe muy bien! —se mofó Ruiha.

Mientras Lizzie no sentía más que indiferencia, era evidente que su delicada amiga de cabello oscuro sentía debilidad por el joven agitador. Sin embargo, Kahu tenía razón respecto a las enfermedades. Muchos aborígenes morían a causa de enfermedades infantiles como el sarampión, que entre los pakeha solían ser inofensivas. Y no todos los guerreros estaban acostumbrados al whisky, lo que provocaba conflictos en el seno del mismo iwi.

—No lo aguantaremos mucho más tiempo —proclamaba Kahu a voz en grito—. Escuchad mis palabras, tarde o temprano estallará la guerra.

A Lizzie le disgustaba escucharlo, pues le provocaba un conflicto de lealtad con sus señores. Sin duda, James Busby habría esperado de ella que le comunicase estas actividades revolucionarias. Pero ella callaba, tanto en las reuniones de los maoríes como con los blancos.

Al final, lo que puso fin a su plácida vida con los Busby fue algo totalmente distinto a una rebelión. Lizzie se vio confrontada de la forma más repentina e inesperada con su pasado.

—Esta noche daremos una gran cena, Lizzie —anunció la señora Busby cuando la muchacha y las otras doncellas se presentaron a la sala de recepciones para el encuentro matinal—. Así que, por favor, quiero veros a todas sirviendo con los uniformes limpios y los zapatos lustrados. Controla a las demás, Lizzie, ya sabes que son negligentes.

Las muchachas maoríes evitaban en especial el calzado europeo, que formaba parte del uniforme de servicio.

—Ruiha servirá la mesa, Lizzie se encarga de recibir a los invitados y después hablaré con la cocinera sobre el menú. Ah, y pulid otra vez la cubertería de plata. Los señores vienen de Inglaterra y estarán acostumbrados a cierto refinamiento.

—¿A cuántas personas esperamos, señora? —preguntó Lizzie.

La señora Busby se encogió de hombros.

—Dos ingenieros o arquitectos británicos y un par de hombres de Russell. Se trata del proyecto de construcción de carreteras, otra aburrida velada para mí. Ah, sí, y coge un par de botellas del vino francés, Lizzie. A lo mejor conseguimos abrirlas antes de que James aparezca con su vinagre.

Lizzie hizo una pequeña reverencia formal e inició los preparativos de la noche. A diferencia de las chicas maoríes, disfrutaba exponiendo la vajilla de porcelana y frotando la cubertería y la cristalería hasta que relucían.

Al final, también las doncellas resplandecían, limpias y aseadas. Permitían de buen grado que Lizzie les impartiera instrucciones hasta que la última cofia estaba perfecta. Por último, la joven esperó en la entrada para recoger los abrigos y paraguas de los invitados. Era invierno y, aunque no hacía mucho frío, todo el día llovía a raudales. La belleza de las bahías y las colinas boscosas se escondía tras una cortina de lluvia.

Lizzie no reconoció a primera vista al hombre que se precipitaba hacia el interior para guarecerse del chaparrón, en medio de un grupo de otros caballeros vestidos con trajes oscuros. Fue cuando el ingeniero de carreteras, alto y rubicundo, se desprendió del sombrero y del abrigo cuando se sintió fulminada por un rayo. Ante ella estaba Martin Smithers, y miró a la doncella tan pasmado como ella a él.

El primer impulso de Lizzie fue huir, simplemente salir corriendo y hacer como si no hubiese ocurrido nada. A lo mejor Smithers no la había reconocido y ella podía escapar antes de que recordara de qué la conocía. Pero, naturalmente, era ilusorio. De hecho, el hombre se recuperó de la sorpresa antes que la joven. Los ojos azules y acuosos de Smithers brillaron lascivos. Sonrió a Lizzie con ironía mientras le daba el abrigo.

—¡Mira por dónde, gatita! ¡Qué alegría volver a verte! ¡Y otra vez trabajando! —Miró alrededor como un hurón y se inclinó hacia Lizzie al ver que los demás invitados estaban inmersos en la conversación—. No me gustó demasiado que te fueras, cielo. ¿Sabes a quién puso mi esposa en tu puesto? A un tipo pálido y lúgubre, que había seguido un curso para mayordomos antes de robar a sus patrones. ¡No es broma, gatita!

Lizzie se tambaleó hacia atrás, como si el abrigo y el sombrero del caballero fuesen demasiado pesados para ella. Luego los llevó al guardarropa, mientras su mente trabajaba febrilmente. ¡Smithers la delataría! La detendrían y la devolverían a Australia. Pero tal vez los Busby querían conservarla, a lo mejor no iban tan mal las cosas. Quizás…

Smithers la siguió con la mirada cuando regresó e hizo una reverencia delante de los invitados. Lizzie dio gracias al cielo de que Ruiha se encargase del servicio. Ella misma solo tenía que ocuparse de revisar en la cocina que los platos estuviesen dispuestos siguiendo las normas estéticas europeas. La cocinera se permitía eventualmente alguna creación exótica que la familia estaba dispuesta a probar, pero que se prefería evitar cuando había invitados.

James Busby, no obstante, no permitió que le privasen de la oportunidad de presentar su propio vino. Después del primer plato, Ruiha apareció con las instrucciones del señor.

—Tienes que coger uno de nuestros vinos tardíos y de… decan…

—Decantarlo —la ayudó Lizzie, dando un suspiro.

Eso significaba que había que servir el vino con el plato principal y eso la obligaría a salir. Por lo visto, James Busby quería presentar a su genuina doncella inglesa con su genuino vino neozelandés. Por lo general, eso no la molestaba, pero precisamente ese día…

—Gatita… ¡espérame en el pasillo! —Smithers le susurró esas palabras mientras ella le servía el vino en su copa de cristal—. Tenemos que hablar de un par de cosas…

Lizzie volvió a pensar en huir, pero sin duda era preferible escuchar qué tenía Smithers que decirle. A lo mejor era posible negociar. Por ello, abandonó con un pretexto la cocina tras el siguiente plato y aguardó en el pasillo que conducía al baño. Martin Smithers no se hizo esperar mucho.

—¡No sabes cuánto te he echado de menos, gatita!

El hombre apretó a Lizzie contra la pared y la besó como si le fuera la vida en ello. Lizzie notó el sabor de la salsa del asado y un regusto de vino agrio. Sintió asco.

—Pero tú a mí no, ¿verdad? Seguro que la casa del señor Busby está muy abierta… Muchos clientes para una putita tan dulce como tú.

Ella intentó liberarse del hombre.

—¡Soy decente, señor Smithers! —aseguró—. Desde que me marché de Australia no he cometido errores. Siempre he trabajado y… y ya llevo siete años con la familia Busby… ya he pagado mi delito.

Smithers rio.

—¡No lo dirás en serio, gatita! ¿Que ya has pagado tu delito? Será quizá tu pequeño robo en Londres. Pero ¿qué hay del dinero que le quitaste al pobre Parsley? Después de que lo sedujeras siguiendo todas las reglas de ese arte, se convirtió en el hazmerreír de toda la colonia. ¿Crees que no te denunció? ¡Te buscan, gatita! Y esta vez no obtendrás ni una salida ni un indulto. A chicas como tú las encierran en el Penal de Mujeres durante diez, quince años.

Lizzie vio las paredes ante sí y pensó en el monótono paso de los días, siempre iguales. Entonces eso no le parecía tan terrible. Pero ya se había acostumbrado a la libertad. El vasto cielo sobre las bahías, los bosques con sus secretos y las fiestas con sus amigas maoríes.

—Señor Smithers… ¡por favor! —Lizzie no sabía por qué suplicaba. Ese hombre no sabía qué era la piedad. Pero tal vez pudiera negociar con él.

»Señor Smithers, quizá… quizá sí le he echado de menos… —Trató de esbozar una sonrisa.

El hombre volvió a reírse.

—¡Ah, no mientas, gatita! Pero qué carita más dulce se te pone al sonreír. Esta cofia merece una cara sonriente… Oh, te… te comería. —Volvió a besarla.

Lizzie lo soportó con resignación. Entonces respiró hondo.

—Señor Smithers, puede usted poseerme solo si no me traiciona.

Smithers se separó de ella y frunció el ceño.

—¿Y eso? —preguntó amenazador—. ¿Y quién me obliga?

—¡Yo! —contestó sin perder la calma—. Si no me jura por Dios que no me entregará, me pongo a gritar… ahora mismo, aquí.

Smithers rio con ironía.

—Pero nadie te creerá, cielito. Diré que te has abalanzado sobre mí.

Lizzie tuvo un impulso de matarlo. Había oído leyendas maoríes que trataban de guerreras. En las antiguas batallas, las mujeres luchaban junto a sus hombres, las muchachas esgrimían sus antiguas mazas de guerra, confeccionadas para manos femeninas. Entonces Lizzie había sentido miedo, pero ahora habría deseado tener una de esas mazas de jade para atizar el cráneo de ese hombre. Una y otra vez hasta no poder reconocer nada de su rostro ancho y sudoroso y de su malévola sonrisa.

—Señor, llevo muchos años sirviendo en esta casa —dijo dignamente—. Y hasta ahora no me he abalanzado sobre ningún caballero. Así que no será tan fácil que le crean. Naturalmente, puede usted hablarles de mi fuga, pero entonces me apresarán. Pasaré esta noche detenida por la policía. ¿Querrá entonces colarse en la comisaría y sobornar a un agente? ¿Quiere usted violarme en la pequeña celda donde hasta las paredes oyen? ¡Para eso es usted demasiado cobarde, señor! ¡Toda Nueva Zelanda se enteraría de ello!

Smithers reflexionó. No le gustaba, pero debía dar la razón a la muchacha. Tal vez Lizzie estuviera perdida, pero en ese momento era la más fuerte.

—De acuerdo, gatita… ¿cuál es la alternativa? —Ya no sonreía, pero sus ojos ardían de deseo.

—Iré a la habitación de su hotel. Lo único que tiene que hacer usted es meterme dentro sin que nadie se percate, pero no es difícil, hay un acceso posterior.

Lizzie había estado con frecuencia allí para entregar vino y otros productos de la granja. Naturalmente, Smithers interpretó su experiencia de otro modo.

—Así que ya has estado más veces allí de noche, ¿verdad, cielito? —repuso con una expresión cómplice—. ¡De acuerdo! Pero ¡espero una noche inolvidable!

Lizzie asintió. Si de ese modo compraba su libertad, no habría problema. Sabía por experiencia que no era un hombre difícil de contentar mientras llevara puesta la cofia.

Así pues, Smithers concluyó la velada temprano, él era el invitado principal, pero no consiguió convencer a los notables de Russell de que construyeran una carretera a Auckland. El ingeniero estaba distraído e inquieto.

—Como si estuviese planeando algo más —señaló asombrado Busby a sus amigos, con los que tomaba la última copa en la sala de caballeros—. Un tipo raro, tal vez sea mejor que nos busquemos a otro.

¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? Lizzie se hacía esa pregunta ociosa mientras finalizaba sus últimas tareas. Ruiha y las demás se marchaban alegres con una parte de los restos de la comida para sus familias. La cocinera era generosa y la señora Busby apenas controlaba.

Lizzie, por el contrario, fue a su habitación. ¿Debía llevarse un hatillo? ¿Debía escaparse, para mayor seguridad, tras satisfacer a Smithers? Pero ¿adónde ir? ¡Le encantaba su trabajo en casa de los Busby! Pese a ello, empaquetó un vestido de muda y algo de ropa interior. Había prometido a Smithers pasar toda la noche con él. Si él insistía en ello, tendría que volver directamente al trabajo.

Martin Smithers ya esperaba en la puerta posterior del hotel cuando Lizzie llamó prudentemente. Logró hacerla entrar en su habitación sin que la patrona se diese cuenta, lo que tranquilizó a Lizzie. Se habría muerto de vergüenza si la anciana y honorable señora que regentaba ese decente hotel la hubiese pillado in fraganti con un huésped. Smithers apenas le dejó tiempo para desprenderse de su vestido, aunque al final encontró sumamente excitante que ella solo llevase su delantalito. Lizzie, que había temido que él le arrancara las ropas, dio de nuevo gracias a su suerte. A lo mejor todo salía bien y, a ser posible, sin embarazo. Hacía mucho que no controlaba su ciclo mensual, pero esperaba no estar en los días más peligrosos. De todos modos, luego se haría un lavado. Cuanta más seguridad, mejor.

Smithers reclamó su noche pero exigió poco de Lizzie. A ella le repugnaba que la obsequiara con sus húmedos besos y que le pidiera que hiciese reverencias delante de él con su delantal y la cofia al tiempo que decía frases como «La comida está servida, señor». Pero las embestidas de Smithers no eran dolorosas, era más bien un amante sin imaginación. De todos modos, Lizzie hizo cuanto pudo para ofrecerle una noche especial. Ejecutó su parte del trato y se mostró más tierna, servicial y activa que en Campbell Town. Smithers se quedó dormido por la mañana. Lizzie todavía se quedó un rato junto a él. Quería volver a casa. Cuanto antes se lavara con vinagre, mejor. Y, desde luego, dormir un poco antes de ponerse a trabajar le sentaría bien, estaba agotada. Sin embargo, no esperaba poder descansar. Eran las cinco cuando se marchaba y sus tareas empezaban a las seis y media.

Lizzie echó un último vistazo al hombre que dormía, cogió su hatillo y salió sin hacer ruido de la habitación. Solo esperaba no volver a verlo jamás.

Desafortunadamente, la patrona del hotel ya estaba despierta y ocupada poniendo orden en la cocina. El acceso posterior estaba por ello bloqueado, pero Lizzie no se atrevía a salir por delante. Así que esperó impaciente a que la mujer desapareciese en uno de los aposentos anteriores y echó a correr para llegar al trabajo a tiempo. Hacía frío en la calle y en el patio de la cocina de los Busby, pero Lizzie cogió un cántaro de agua helada, lo subió a su habitación y se lavó a fondo. De repente recordó que había olvidado el vinagre. Antes siempre tenía una botellita en la habitación, pero este era el primer lavado en años. Reflexionó un momento en si tendría tiempo de ir a la cocina antes de que llegara la cocinera y decidió correr el riesgo. A la cocinera podía contarle cualquier cosa, pero un posible embarazo no se podía disimular. Cuando regresaba a su habitación, de pronto oyó voces.

—¿A estas horas, señor Smithers? —La voz airada de James Busby resonaba en la sala de recepciones—. ¿Tan urgente es su noticia? ¡Nos ha sacado de la cama, señor!

Busby no era hombre de trato fácil cuando le interrumpían el sueño. Lizzie sabía que tenía fama de colérico en la colonia, aunque se llevaba bien con él.

—Para cuando usted se hubiese despertado, esa bribona ya estaría de camino a la ciudad más próxima —replicó la amenazadora voz de Martin Smithers.

Lizzie se quedó anonadada. ¡Menudo malnacido! Ella le había regalado esa noche, pero igual la traicionaba, aunque su cama todavía estaba caliente.

—Ayer no estaba seguro de que fuera la misma chica, pero cuando esta noche vino a mi hotel…

Lizzie sintió asco. ¡Conque eso iba a contar! Ella quedaría como una puta y una ladrona y hasta su propia esposa aceptaría la historia de Smithers. Así que todo estaba perdido… Lizzie deseó desplomarse ahí mismo y llorar. Ni siquiera había logrado defender su virtud. No solo la habían traicionado, sino que ella había vuelto a venderse.

Pero entonces se repuso. ¡De momento todavía era libre! Martin Smithers hablaba agitado al somnoliento Busby. Hasta que este acabase de entender la historia y se dispusiera a detenerla, ella podría largarse. Si al menos tuviera un lugar al que ir… Imposible esconderse en Russell o Kororareka. Aunque Russell no quedaba lejos, era poco más que un pueblo, y una mujer sola en una estación ballenera era una presa fácil. Allí solo se podría refugiar como prostituta, y cuando ofrecieran una recompensa por su cabeza, el siguiente cliente la entregaría.

Pero entonces se acordó del poblado maorí. ¿Cómo no se le había ocurrido el día anterior? Sus amigos no la delatarían, probablemente no entenderían por qué la perseguían. Y los pakeha no osarían entrar sin más en un poblado ngati pau.

Lizzie no se atrevió a ir a su habitación, pero cuando salía se encontró con la cocinera, Ruiha y Kaewa, la otra asistenta de la cocina.

Con la inmutable tranquilidad de su raza, las tres escucharon su confusa explicación. Lizzie ignoraba si las mujeres realmente la comprendían, pero no tenían la menor duda de que en el poblado sería bien recibida.

—Puedes quedarte todo lo que quieras —dijo Kaewa tranquilamente.

—Podríais… mis cosas…

Lizzie quería pedirles que llevaran su hatillo, pero su conocimiento de la lengua no era suficiente. Estaba a un mismo tiempo agitada y muerta de cansancio. Trató de explicarse gesticulando. El austero equipaje hecho la noche anterior debía de estar todavía en su habitación.

Ruiha asintió dulce y discreta, como era propio de ella.

—Y si no podemos, te daré un vestido de los míos —dijo.

Lizzie supo apreciar ese ofrecimiento. A las mujeres maoríes les encantaban los vestidos occidentales y no tenían muchos.

En el marae de la tribu de Kuti Haoka reinaba, pese a la temprana hora, una gran animación: las mujeres asaban sus tortas de pan en los fuegos abiertos y cargaban los hornos hangi. Si por la noche querían comer carne bien asada, los hornos de tierra tenían que encenderse a mediodía como muy tarde. Los niños jugaban y los hombres se encargaban del ganado: recientemente la tribu criaba ovejas. Recibieron a Lizzie tranquilamente. Nadie preguntó qué hacía allí en un día laborable, pero, por supuesto, las mujeres se percataron de su confusión y miedo.

—¿Estás enferma? —preguntó afectuosamente la madre de Ruiha—. Ve a ver a Tepora, ahora está hablando con los dioses, pero luego seguro que tiene tiempo para ti.

Tepora era la comadrona del poblado, tenía fama de sanadora experta y también desempeñaba la función de sacerdotisa de los dioses. Lizzie no entendía del todo la esfera de acción de la tohunga, como se llamaba a esas mujeres, pero sabía que Tepora era complaciente y de una agradable serenidad. También en ese momento recibió a la joven sin grandes aspavientos, tostó pan para ella y calentó agua y hierbas. Lizzie se sintió mejor después de haber comido y bebido. A continuación empezó a hablar de Londres, de Australia y, por último, de esa espantosa noche.

Tepora le acarició suavemente la mano.

—Sabía que lamentabas tu pasado —dijo con cariño—. Todo esto determina tu vida presente, pero no tienes que permitir que te domine.

—¿Significa eso que soy culpable? —se ofendió Lizzie—. ¡Nunca anhelé la llegada de ese Smithers!

Tepora movió la cabeza.

—No entiendes, pequeña. No ves la diferencia entre taku y toku. Taku dice lo importante que eres para tu historia. Y toku dice lo importante que la historia es para ti. Tú no eres importante para Londres y para Australia. Y ese hombre no es importante para ti.

—Siempre tengo que huir por su causa —objetó Lizzie entristecida—. De una vida que me gusta.

—A lo mejor vas tras una meta que te espera en el pasado —señaló a media voz Tepora—. Todos los tiempos son uno, Lizzie, tú puedes definirlos.

Lizzie suspiró. Nunca había entendido los razonamientos de Tepora, pero comprendía que, por lo visto, la anciana no podía ayudarla. ¿O sí?

—¿Sabes de alguna hierba que pueda evitar quedar encinta? —preguntó esperanzada.

Tepora se encogió de hombros.

—No es seguro, pero un poco seguro —se limitó a decir—. Espera, voy a buscar algo. Te provocará sangrado.

Lizzie esperó delante de la casa de la mujer sabia. No debía entrar en ella, formaba parte de los muchos tapu de las tribus. Tepora volvió enseguida con un cuenco y Lizzie bebió de un trago la amarga cocción. Al menos parecía haber evitado un peligro. Y luego, mientras se despedía de la tohunga, descubrió a alguien que posiblemente estaría dispuesto a ayudarla y que sin duda se hallaba bien anclado en este mundo.

Kahu Heke se deslizaba con naturalidad a través del campamento. El joven guerrero sonrió a Lizzie cuando ella se acercó; si no hubiese lucido aquellos tatuajes marciales, Lizzie lo habría encontrado simpático.

—¡Estás aquí, Elizabeth! —la saludó alegremente. Siempre llamaba a Lizzie por su nombre completo—. Vengo a buscarte, el jefe quiere hablar contigo. Las mujeres dicen que has huido de los pakeha, ¿es así? —El rostro de Kahu resplandecía y se diría que las filigranas azules que cubrían sus mejillas bailaban—. ¡Bien hecho! Quizás ahora comprendas por qué me desagradan.

Kahu se había sorprendido a veces de que Lizzie defendiera a los Busby de las acusaciones que él les lanzaba. En esos momentos la joven hizo un gesto de indiferencia.

—Era algo totalmente distinto —fue su vaga respuesta.

Kahu arqueó una ceja.

—Por lo que he oído, te han vendido a un viejo libertino.

Lizzie volvió a notar como la sangre se le agolpaba en las mejillas. Era difícil expresar en una lengua extranjera lo que le había pasado. Pero Kahu hablaba un inglés fluido, como la mayoría de los jóvenes maoríes. Ella se alegraba de que la acompañara a la casa del jefe, tanto daba si lo hacía como protector, traductor o por simple curiosidad.

Kuti Haoka recibió a Lizzie delante de la wharenui, la casa de las asambleas del poblado. Ese día no llovía, por eso se ahorró las extensas ceremonias que según las costumbres maoríes eran necesarias para autorizar la entrada de una mujer. No obstante, el escenario imponía el suficiente respeto. Kuti Haoka, un anciano y prudente guerrero, se encontraba de pie, vestido con el traje tradicional, delante de la wharenui, ricamente adornada con tallas de madera. Se protegía del frío con una voluminosa capa que le confería, junto con los tatuajes tribales, el aspecto de una peligrosa ave rapaz. Tras él y el pueblo se alzaban las montañas y, pese a la lluvia caída el día anterior, el aire estaba transparente como el cristal.

Lizzie, Kahu y los demás espectadores del poblado se colocaron a una respetuosa distancia. También el jefe de la tribu era tapu. No debía ser tocado, incluso la preparación y consumo de sus comidas se desarrollaba siguiendo unas estrictas normas.

—¿Estás aquí, pakeha wahine, para pedirnos ayuda?

Lizzie tragó saliva al oír esa voz grave y profunda. Era la primera vez que el jefe le dirigía la palabra. Nerviosa, se dispuso a explicarse, pero Kuti Haoka la hizo detenerse y pidió escuetamente a Kahu que tradujese.

—Habla en inglés —la animó el antiguo alumno de la misión—. Será más fácil para todos. Aunque el jefe aprecia que hables nuestra lengua, también ve que hoy enmudeces bajo el peso del pasado. Yo traduciré.

Lizzie lo miró desconcertada.

Kahu suspiró.

—Él entiende que las palabras se te atascan en la garganta —le explicó.

Ella sonrió. Luego empezó a contar en inglés lo que le había ocurrido.

El jefe la escuchó con calma.

—¿Te han castigado alejándote de tu tribu a una isla con estrellas desconocidas? —preguntó incrédulo—. ¿Porque querías dar de comer a los niños y para eso cogiste un par de tortas de pan del fuego del vecino?

—Más o menos —dijo Lizzie. Kahu había traducido con bastante libertad—. Solo que yo no tenía una tribu propiamente dicha.

—¿Y luego te poseyó un hombre que tú no querías y las otras mujeres no intervinieron?

Lizzie movió la cabeza afirmativamente.

—¡Cualquier mujer habría escapado! —la apoyó Kahu.

El jefe asintió, pero reflexionó serenamente qué respuesta dar a Lizzie.

—Deseo ayudarte, pakeha wahine, pero no quiero problemas —explicó a continuación; o al menos así tradujo Kahu—. En los últimos tiempos, cada vez hay más mala sangre entre los maoríes y los pakeha, además de peleas tribales. Me resulta difícil, pues, enviarte a otra tribu. A lo mejor a los de Waikato, que ahora acogen a nuestro rey. Podrías… ¿cómo se dice, Kahu? ¿Pedirles asilo?

Poco antes, a instancias de hombres moderados como Hongi Hika y Wiremu Tamihana, se había elegido un monarca entre los jefes maoríes. Esperaban negociar mejor con los blancos si se confrontaba a la reina con un kingi. Sin embargo, había sido difícil encontrar voluntarios para ese puesto, y, hasta el momento, la reina Victoria parecía ignorar ampliamente a Potatu I de Aotearoa.

Kahu Heke sacudió la cabeza. Sus ojos brillaban traviesos, como si estuviese planeando otra vez una acción contra los pakeha.

—¡Potatu no entenderá de qué se trata! —señaló al jefe—. Además no tiene la menor influencia. Hazme caso, eso no provocará más que fastidio. Pero… pero si me das la gran canoa, la canoa del jefe, la llevaré con los ngai tahu.

—¿Con quién? —preguntó Lizzie. Todavía no había oído hablar de esa tribu.

—A la Isla Sur —respondió Kahu en voz baja para no perturbar la reflexión del jefe sobre su audaz sugerencia—. Ahí nunca te encontrarán.

—Pero… pero la Isla Sur… Vengo de ahí. Tenemos que atravesar todo el país. —Lizzie sentía vértigo al pensar en los días que había durado el viaje con James Busby—. Me encontrarán antes de que lo consigamos.

Kahu sacudió la cabeza y le pidió que se callara.

—¿Qué pasa? Llevar a la wahine a un lugar seguro aumentaría el mana de los dos. Todas las tribus hablarían de nosotros.

El mana designaba la influencia y prestigio de un guerrero.

El jefe miró con severidad a su sobrino.

—Los hombres junto al fuego pueden divertirse con una historia así, Kahu. Pero ¿que aumente el mana que los espíritus te conceden? ¿Acaso el combate que libramos aquí por Aotearoa no es demasiado serio y sagrado como para que sea determinado por muchachas raptadas y mástiles de banderas derribados?

Kahu hizo un gesto de indiferencia.

—Depende del espíritu —se le escapó en inglés—. El jefe Hone Heke se partirá de risa allí en Hawaiki.

Su antepasado Hone Heke había muerto unos años antes y residía ahora, según la creencia de los maoríes, en la legendaria isla de Hawaiki.

Kahu hizo un breve guiño a Lizzie, pero luego se recompuso y lo formuló de forma más digna en su propia lengua.

El jefe no se dejó impresionar.

—¿Has cometido tal vez una falta, Kahu? ¿Quieres irte? ¿Volveremos a ver la canoa? ¿Por qué te aventuras a un viaje que puede costarte la vida?

Kahu colocó la mano sobre su corazón.

—¿Qué crees? ¡Claro que volverá la canoa! Y no me costará la vida, soy un buen navegante. ¿Y que por qué lo hago? Bien, ¿por qué raptó Kupe a Kura-maro-tini?

Lizzie no entendió lo último, pero vio que el jefe sonreía burlón.

—Así que el viaje nos llevará a nuevas islas con la bendición de los dioses —observó—. Pero también Kupe regresó, como es sabido. —El jefe pareció arrojar una mirada crítica a Lizzie.

—¿Qué le has dicho? —susurró la joven a Kahu—. ¿Por qué quieres llevarme lejos?

El muchacho maorí la miró con ingenuidad.

—Porque tenemos enemigos comunes —respondió—. Y no hay mejor amigo que el enemigo de tu enemigo.

Lizzie arrugó la frente. No eran palabras que le resultasen extrañas en Kahu. En el fondo tendría que haber comprendido una parte. Pero tal vez los maoríes hablasen con insinuaciones. Solían hacerlo, Lizzie creía con frecuencia que se necesitaba más de una vida para escuchar todas las leyendas e historias sobre Aotearoa y sus antiguos héroes y llegar a comprender su significado.

Kuti Haoka tomó finalmente una decisión.

—Bien —anunció, dirigiéndose en voz alta a los hombres de su tribu—. Kahu Heke, el hijo del jefe de los ngati pau, viajará con la gran canoa. ¡Navegará con la bendición de los dioses! Que Tangaroa acompañe su viaje. Prepararemos la canoa.

»Y tú —se volvió hacia Lizzie— te quedarás aquí hasta mañana. Pero si quieres acostarte con mi sobrino hazlo en la casa de las asambleas. Conozco las costumbres de los pakeha. Y no debes manchar tu honor con un hombre de mi sangre. —Dicho lo cual, se retiró.

Lizzie se abalanzó sobre Kahu.

—¿A qué se refiere? ¿Tenemos que casarnos? Pero ¿por qué?

Pernoctar juntos en la wharenui de la tribu significaba casarse. Los hombres y mujeres que simplemente querían pasárselo bien juntos salían al aire libre. Pero de ese modo no ensuciaban, según el parecer de los maoríes, el honor de las mujeres…

—El jefe ha entendido mal alguna cosa —sostuvo Kahu sin reflexionar—. No te preocupes. No te haré nada, ni hoy ni durante el viaje.

Lizzie dejó de buen grado el tema a un lado. Había otras cosas que la inquietaban mucho más.

—¿Qué idea te haces de lo que va a ser el viaje? —preguntó, pensando en la alocada ocurrencia de Michael y Connor de huir en un pequeño velero desde Australia hasta Nueva Zelanda—. ¿Navegaremos a vela? ¿O con remos? ¿Solos los dos? ¿Sabes lo lejos que está? ¡Tenemos que dar la vuelta a toda la isla! Son muchos kilómetros, y es invierno.

Lizzie creía recordar que Inglaterra no enviaba ningún transporte de presos antes de la primavera. En invierno las aguas estaban muy bravías, y eso seguro que también sucedía en el mar de Tasmania.

Kahu la miró severo.

—A ver, ¿quieres escaparte del viejo que te está buscando o no? —preguntó casi enfadado. Por lo visto, había pensado que le daría las gracias en lugar de plantearle preguntas engorrosas—. ¡Y no me digas tú lo lejos que está! Al parecer te olvidas de que nosotros ya dimos la vuelta a la isla diez generaciones, antes incluso de que naciera vuestro Tasman. En verano y en invierno, en primavera y en otoño. Y ahora, disculpa. Debo ocuparme de la canoa del jefe.