Si el señor Smithers no hubiese existido, Lizzie Owens habría sido feliz en su nuevo puesto de trabajo.
El viaje desde el Penal de Mujeres hasta Campbell Town había durado tres días, pero incluso las pernoctaciones habían sido más agradables de lo que Lizzie habría imaginado. La señora Smithers descansó primero en casa de unos conocidos de Green Ponds, donde Lizzie se alojó en la habitación de la doncella Lisa. Esta también había sido presidiaria y ahora solo hablaba bien de su vida y su posición. Lizzie y Lisa pasaron media noche charlando, y la primera no daba crédito a que no hubiesen mencionado ni clientes, ni hambre, ni métodos de prevención contra hijos no deseados, sino solo cotilleos inocentes y anécdotas románticas como dos chicas normales y corrientes.
La señora Smithers pasó la segunda noche del viaje en un pequeño hostal de Jericho, una bonita ciudad junto a uno de los trechos ya concluidos de la carretera que llevaba a Launceston. La mujer alquiló con toda naturalidad una habitación también para Lizzie y la previno en broma de que no se escapara. Algo en lo que Lizzie ni pensaba. Por primera vez en su vida dormía sola en una habitación, entre sábanas inmaculadas y sobre una almohada blanda, que olía a rosas y lavanda. Creía estar en el cielo o al menos viviendo un hermoso sueño.
Incluso el viaje en sí fue emocionante. Parte de la carretera que unía Hobart y Campbell discurría entre bosques. Lizzie, que nunca había salido de Londres, observaba embelesada entre la espesa vegetación, en apariencia impenetrable, donde se suponía que hacían de las suyas animales extraños como el diablo de Tasmania. Gritó sorprendida cuando un canguro saltó a la carretera, pero también se estremeció cuando vio los primeros condenados a trabajos forzados. Después de haberse adaptado tan bien en el Penal de Mujeres, no había vuelto a preocuparse realmente por Michael. En ese momento, sin embargo, reconoció que la Corona inglesa se comportaba de modo muy distinto con los condenados varones.
Horrorizada, Lizzie observó uno de los tristemente famosos chain gangs, grupos de delincuentes peligrosos que trabajaban encadenados entre sí. Los vigilantes no solo iban armados, sino que también llevaban látigos, que utilizaban sin miramientos. En las espaldas de los hombres se percibían las huellas de ese trato. Sin la menor compasión, los forzaban a tallar piedras para mejorar la carretera y desbrozar el entorno para nuevos asentamientos.
Lizzie se tapó los ojos con la mano.
—Ya, no es un espectáculo agradable —señaló la señora Smithers e indicó al cochero que extendiera la capota sobre el elegante carruaje. Había empezado a lloviznar—. Pero es lo que se merecen esos tipos. Quien ha de trabajar aquí, en los chain gangs, no ha respondido a las expectativas en otro lugar. La mayoría ya eran delincuentes peligrosos en Inglaterra, y aquí han cometido otras faltas. Sé que te dan pena. Pero no olvides que se trata de ladrones y asesinos.
—Pero algunos… algunos solo son fugitivos —se atrevió a contradecirla Lizzie.
En el penal se comentaba que había hombres que siempre trataban de huir de la prisión. Para las chicas eran héroes románticos, rebeldes indómitos que ni con los peores tratos se dejaban dominar. El final era entonces la temida cárcel de Port Arthur o los trabajos forzados en un chain gang. Hasta el momento, ni un presidiario había conseguido evadirse ni de los muros de Richmond Gaol ni de un grupo de encadenados. Lizzie comprendió en ese momento que un destino de este tipo no tenía nada de romántico. Los hombres se mataban trabajando. Sin duda habría sido mejor conformarse e intentar conseguir un indulto en lugar de huir.
—Un par de ellos, sí —respondió la señora Smithers desdeñosa—. Pero si quieres saber mi opinión: ¡la idiotez también debe castigarse! Y quien intenta huir varias veces es incomprensiblemente tonto. ¿Adónde quieren ir esos tipos? ¿Al bosque? ¿Allí donde las serpientes o los animales salvajes van a matarlos? Las ciudades son demasiado pequeñas para esconderse en ellas, Jericho, Hobart, Launceston… nada que ver con Londres. Además, aquí no conocen a nadie. Es inútil escaparse.
—Pero ¿y si roban un barco y vuelven navegando a casa?
—¿A su casa? —La señora Smithers se echó a reír—. ¿Por el mar de Tasmania, el océano Índico y alrededor del cabo de Buena Esperanza? ¿Por el Atlántico? Hija, si alguno de ellos tuviera el título de capitán de alta mar, no estaría aquí. De todos modos, he oído decir que algunos huyen a Australia. Pero son solo rumores. Si se instalan en esta isla o en otra es, al final, indiferente.
«No para alguien que quiere ser libre», pensó Lizzie angustiada, intentando olvidarse de la nostalgia de los ojos de Michael. Su mirada la había ido derritiendo e invitado a soñar también con la libertad. Pero entonces él solo había pensado en aquella tal Mary Kathleen.
La casa de Campbell Town era, en efecto, imponente. La señora Smithers no había exagerado: los dueños de la propiedad disponían de una especie de castillo. Lizzie se sorprendió de que hubiera tantas habitaciones, del tamaño de los muebles, de la cubertería y cristalería procedentes de Inglaterra. En el futuro tendría que aprender a sacar brillo a todo eso, pero ese primer día únicamente iba, incrédula, de una maravilla a otra.
A sus ojos lo mejor era el cuarto del ala de servicio que le asignaron. Era pequeño. Exceptuando una cama, una mesa, una silla y alguna estantería, no cabía mucho más en el interior, pero le pertenecía solo a ella. Nadie le impediría dormir con ronquidos, llantos o conversaciones. La ropa de cama era sencilla pero limpia, y si conseguía un par de flores y las dejaba secar, flotaría el mismo aroma que en la pensión de Jericho. No sería complicado, pues en el jardín había rosas.
Incluso el temor de que el resto de criados la mirasen con malos ojos por ser una condenada no tardó en desvanecerse. La cocinera era una deportada que había merecido un indulto.
—Hice de campana durante un atraco de mi chico —le contó—. Dios, qué tonta era entonces… Creí que él iba a dar el gran golpe. En vez de eso, mató a un hombre. Todavía tuve suerte de no acabar en la horca.
El jardinero cada noche regresaba a la barraca en la que cumplía condena. Daba gracias al cielo de no tener que trabajar en la construcción de la carretera, pues era un hombrecillo canijo con el que no se podía contar para trabajos duros. Se enamoró perdidamente de Lizzie y, poco después, la inundó de pétalos de rosa.
El mozo de cuadra era más fuerte pero también más anciano, esperaba que lo indultaran pronto y esperaba casarse luego con la cocinera. Ambos permanecerían en la casa, ya los esperaba una vivienda. Lizzie tenía cada vez más claro que, para muchos condenados, la deportación representaba más una bendición que una huida.
Ella misma obtuvo un uniforme de criada precioso y se encontraba bonita con su cofia. La señora Smithers se tomó su tiempo para instruirla en sus nuevas labores. Le enseñó pacientemente a limpiar la plata y servir el té. Lizzie cambiaba las sábanas y sacaba el polvo, pulía los muebles de madera y llevaba la comida a la mesa. No todas esas tareas eran de su agrado, pero era mejor estar ahí que ir vagando por las inhóspitas calles y aguantar a los clientes entre sábanas roñosas. Por primera vez pudo responder a las exigencias del reverendo de su patria: era buena, vivía según los preceptos divinos y se mantenía así.
Si no hubiese existido el señor Smithers…
El marido de Amanda Smithers solía ausentarse durante días, como la señora había dicho en la cárcel, para supervisar las obras de construcción de la carretera en que participaban, claro está, los condenados. Los hombres eran hábiles, pero ninguno tenía experiencia en estas tareas. Cuando se trataba de condenados ingleses, eran granujas y atracadores que nunca habían vivido de su propio trabajo. De Irlanda y Escocia solían llegar campesinos. Entendían de agricultura y ganadería y realizaban un espléndido trabajo en tareas como el desmonte para la nueva carretera, pero no tenían conocimientos respecto a cómo partir las rocas y pavimentar las calzadas.
Los guardias tenían una carrera militar y no una formación de obrero cualificado. Martin Smithers debía adiestrar a sus trabajadores más o menos voluntarios y decidir él mismo cualquier nimiedad. Dormía en tiendas o barracas, no mucho más cómodamente que los presos, y volvía solo los fines de semana a la casa señorial que su esposa y los empleados domésticos hacían acogedora para él.
Lizzie lo conoció apenas una semana después de instalarse en la casa, y en la presentación formal que realizó su esposa él no mostró especial interés por la recién llegada. La señora Smithers no sospechó lo más mínimo, pero Lizzie enseguida vio un brillo en sus ojos que no auguraba nada bueno. Dicha impresión se vio reforzada cuando, a la mañana siguiente, el hombre se presentó en la habitación donde se servían los desayunos mientras ella estaba poniendo la mesa.
—¡Vaya, si está aquí nuestra nueva gatita! —observó.
Lizzie, que no sabía qué cara poner, dudaba entre el deseo de ignorarlo y continuar con su trabajo y la obligación de ser cortés y hacerle una reverencia. Al final optó por esto último con la mirada baja y virtuosa. Smithers, sin embargo, no la dejó en paz.
—¿Por qué no me miras a los ojos, bonita? —preguntó con una sonrisa maliciosa; puso un dedo debajo de la barbilla de la joven y la obligó suavemente a levantar la cara—. ¿Tienes miedo de que pueda ver en los tuyos algo parecido a la lujuria? ¿Siendo tú tan buena como dice mi esposa?
Lizzie levantó la vista pacientemente y miró su rostro ancho y enrojecido por el sol. Smithers era alto y corpulento, y no parecía encajar con su bajita y delgada esposa. Su cabello castaño ya estaba clareando y tenía los ojos de un azul acuoso. Lujuria era lo último que podría sentir Lizzie al mirarlo. La ex prostituta calculó con un suspiro el peso que debería aguantar una vez que él hubiese satisfecho su deseo y se desplomase sobre ella.
—No sé qué quiere decir, señor —afirmó Lizzie, con la esperanza de llegar tal vez a ruborizarse. Pero había escuchado tales palabras suficientes veces como para no sentir vergüenza. Simplemente estaba harta de ellas y, además, en ese momento el miedo se adueñaba de ella.
—Entonces, piénsatelo un poco, gatita. —Sonrió el hombre, irónico, y su dedo se deslizó desde la barbilla hasta la sien pasando por la mejilla—. Eres una muchachita preciosa… no me hagas esperar demasiado para ponerte en celo.
Por fortuna, Lizzie oyó a la señora Smithers en el pasillo y se liberó de su nuevo patrón antes de que su esposa entrase en la sala. El resto del fin de semana intentó evitar al señor Smithers, pero le resultó casi imposible. El hombre le sonreía de forma lasciva cada vez que pasaba por su lado y, al servir la mesa, tuvo que poner atención en que él no deslizara la mano por debajo de su falda o la pellizcara burlón. Si ocurría, ella no debía gritar del susto. Lizzie estaba con los nervios destrozados cuando, después de fregar y de preparar el desayuno del domingo, fue a su habitación discretamente, solo para confirmar que Smithers estaba al acecho.
—A una gatita tan dulce no se la deja meterse en la cama sin un besito de buenas noches…
Lizzie se libró de él cuando intentó abrazarla.
—Creo… —balbuceó entre dientes— creo que no es saludable abrazar y besar a los animales domésticos.
Lo dijo de broma, pues en las calles londinenses no solo se adquiría práctica en seducir a los hombres, sino también en mantenerlos a raya con una buena réplica. Los carteristas y granujas que vagaban por las calles no buscaban a una puta, sino a una querida. Era frecuente que esos tipejos desplegaran sus encantos y habría sido descortés y poco inteligente rechazarlos con palabras hostiles. Más valía una broma, incluso aunque fuera burda, que rechazar al hombre con brusquedad. Lizzie encontró su ocurrencia muy original, pero Martin Smithers retrocedió como si ella le hubiese atacado.
—¿Qué significa eso, pequeña? ¿Qué fechoría has cometido para enseñar así las uñas? Había pensado que habrías robado algo. Pero si eres tan agresiva…
El miedo recorrió a la joven. Fuera lo que fuese lo que ese hombre contase sobre ella a las autoridades, ¡le creerían! Atemorizada, retrocedió hacia la pared del pasillo y alzó las manos en gesto de protección.
—Nunca he hecho daño a nadie, señor, se lo juro, y tampoco se lo haría a usted… nunca…
—¿Entonces? ¿No te referías a que los gatos arañan? —preguntó desconfiado Smithers.
Lizzie sacudió la cabeza.
—Claro que no, señor. Claro que no. Solo que… los médicos dicen… bueno, que los animales domésticos comen ratas y esas cosas y tienen pulgas… —se esforzó por aclarar la broma.
Y de hecho Smithers pareció reírse con retraso, pero su risa no era cordial, sino más bien amenazadora.
—Las pulgas seguro que ya te las han quitado en la prisión. ¡Piensa bien de dónde vienes cuando respondas! ¡A ti las ratas todavía te están esperando!
Dicho esto, agarró a Lizzie y le plantó un beso en la boca. No de forma brutal como la mayoría de los clientes, pero la joven se asustó y sintió asco. El día siguiente tendría que ser todavía más prudente… Lizzie oyó a la cocinera trajinar en la cocina. Y también la señora Smithers debería de andar por ahí.
Precisamente en ese momento llamó a su marido. Lizzie suspiró aliviada y dio gracias en silencio tanto a su señora como a Dios. En cuanto el patrón se dio la vuelta, corrió a su habitación y cerró con llave.
Al día siguiente tenía que ir con los señores a la iglesia. El hombre no perdió oportunidad de ponerse a su lado. La cocinera y Lizzie servían en la comida campestre posterior, pero Lizzie era demasiado tímida para unirse a su compañera y el galán de esta, que fueron a pasear y se reunieron con otros criados que libraban o con presos de primera clase.
Así que permaneció con sus señores. Le habría encantado sentarse en su manta y disfrutar del sol y el extraño paisaje que rodeaba la preciosa iglesia y la pequeña población de Campbell Town. A primera vista, el escenario semejaba al de un parque inglés, pero si se observaba con mayor detenimiento, cada árbol y cada brizna de hierba eran distintos a los que había en el otro extremo del mundo.
El señor Smithers, sin embargo, pronto volvió a acosarla cuando se puso en pie para estirar las piernas. Con el pretexto de enseñarle los árboles y los pájaros la alejó del camino de la iglesia y la condujo al bosquecillo, donde la besó de nuevo.
—Así está mejor, pequeña. Una gatita dulce y cariñosa.
Lizzie intentaba desesperada librarse de él.
—Señor, por favor… por favor, aquí no. Si viene alguien…
El bosquecillo detrás de la iglesia era el único lugar donde podían retirarse los jóvenes enamorados. También la cocinera y su galán se habían internado ahí.
Smithers gruñó comprensivo.
—Vale, vale… tienes razón. Es que no me puedo quedar quieto cuando veo ese brillo en tus ojos… y cómo te mueves, ágil y delicada como una gatita.
—Pero… pero… —Lizzie luchaba por contener las lágrimas. Si alguien los sorprendía…
—Un poco tímida, pero eso tampoco es malo. Bien, aquí no, pero pronto encontraremos un rinconcito apartado y entonces tendrás que cumplir tu promesa…
Lizzie no sabía qué le había prometido, pero cuando por fin la soltó, se sintió tan aliviada que asintió.
Tuvo libre el resto del domingo. Pasó el día pensativa y rezando, desamparada en su cuarto. Como siempre, o Dios no la oyó o al menos no respondió.
El lunes, el señor Smithers volvió a las obras de la carretera, pero Lizzie estaba tan nerviosa y agitada que no lograba concentrarse en su trabajo. Rompió una taza y la regañaron por ello, se olvidó de recoger el servicio del té con lo que se ganó una segunda regañina, y cuando por la tarde tenía que ayudar a la cocinera, se hizo un corte en el dedo y la sangre manchó la bandeja de la ensalada.
—¿Se puede saber qué te pasa? —bramó la cocinera cogiendo la bandeja para limpiarla. No tenía ganas de volver a trocear tanta verdura—. Con lo diestra que eres en general…
Lizzie agradeció que la cocinera no la regañara todavía más. Ocultó el rostro entre las manos y rompió a llorar. Después de contar entre sollozos lo ocurrido, empezó a formular dudas sobre sí misma.
—Lo notan —se lamentó—. Yo quiero ser buena… de verdad que quiero serlo, vivir en la gracia de Dios.
La cocinera la escuchó con rostro impasible.
—Así que vuelve a las andadas… —suspiró al final—. No es culpa tuya.
Lizzie no la escuchaba.
—¿Puede ser que una esté destinada a… a ser una puta? —preguntó desesperada.
La cocinera negó con la cabeza.
—Para tipos como Smithers cualquier chica que lleve cofia es una presa de caza —observó con calma—. Eso le vuelve loco, hasta a mí me pellizca el trasero de vez en cuando, y eso que yo no soy más joven que su esposa. ¿Por qué crees tú que Tilly se fue tan pronto? —Tilly era la doncella anterior a Lizzie—. Estaba la mar de contenta antes de que los Smithers se instalaran en la casa. Los Cartland daban asiduas cenas y Tilly no hacía más que recibir propinas. Quería ahorrar tres años más y luego casarse con su Tom. Pero el nuevo señor no la dejó ni un solo día en paz…
—Pero… pero no pudo entonces… Estaba indultada, ¿no? —balbuceó Lizzie. Se sentía algo aliviada.
—Eso no significa demasiado, tesoro. Bastaba con que el tipo hiciera desaparecer una cucharilla de plata para endosarle el robo a ella. Y su libertad se habría acabado. Y contigo sucederá lo mismo. Tú…
—Podría pedir que me devuelvan a la prisión —dijo Lizzie.
En ese momento, Cascades se le antojaba como un refugio celestial. Y eso que habría estado dispuesta a aceptar lo inevitable e irse a la cama con el señor Smithers. Pero si el asunto llegaba a oídos de la señora, todo habría acabado. El régimen abierto, el estatus de prisionera de primera clase… La meterían de nuevo en la cárcel sin miramientos.
La cocinera sacudió la cabeza.
—¿Aduciendo qué? ¿Vas a contar la verdad? Entonces los dos se abalanzarán sobre ti, el señor y la señora. Por todos los cielos, sé prudente, algo así puede acabar en la horca. Lo mejor es que pongas al mal tiempo buena cara y te busques pronto un tipo con quien casarte. Coge al jardinero. No es guapo pero sí buena gente. Aunque, claro, luego te pedirán que sigas trabajando aquí y que al mismo tiempo engañes al pobre hombre.
—Pero ¿cómo voy a encontrar a alguien? ¿Cuánto tiempo durará esto? ¿No hay nada que pueda hacer? —Lizzie miró desesperada a la mujer.
La cocinera reflexionó.
—Podrías robar algo —dijo entonces con dureza—. Algo pequeño, y yo te acuso. Puedes decir que cogiste un pan o algo así para hacérselo llegar a un amigo que tienes en el chain gang más cercano. No; te interrogarán para averiguar su nombre, así que mejor otra cosa, qué…
—¡No quiero que vuelvan a condenarme! —protestó Lizzie—. No lo aguantaría. Y una reincidencia significa el grado tres. Me pudriría en la cárcel.
La cocinera se encogió de hombros.
—Pues entonces procura que el viejo Smithers esté contento…
Lizzie se entregó a su patrón al siguiente sábado por la tarde. Para ello profanó su refugio más seguro, su propia habitación, en la que tan feliz había sido. Martin Smithers vio en ello la prueba de que ella se acostaba con él voluntaria y alegremente, pero para Lizzie solo era la opción más segura. La señora Smithers nunca visitaba los alojamientos del servicio y la cocinera ya estaba al corriente de lo que sucedía. Cuando por fin se quedó sola, cambió las sábanas, se lavó con el agua que había preparado y que todavía estaba algo caliente, y lloró hasta caer rendida.
Ya no esperaba llegar a ser buena algún día. Lizzie Owens volvía a luchar por su supervivencia.