Ford lo explicó todo de cabo a rabo, menos dónde había enviado el disco duro.
—Todos lo están tratando como una emergencia de seguridad nacional —dijo—, y no lo es; es una emergencia de seguridad planetaria. Tienen que replanteárselo. Por eso he enviado el disco duro (el de verdad) a la prensa, y varias copias de la misma información en DVD a una serie de agencias de noticias y de organizaciones. No pueden detenerlo, pero sí que se pueden preparar. Lo he organizado todo para que dispongan de unos tres días antes de que se haga pública la noticia. Tienen setenta y dos horas para prepararse, contactar con los jefes de Estado y planear una respuesta coherente. Sí, habrá pánico en todo el mundo; un pánico que ustedes necesitarán. Nunca se hace nada grande si no es en modo de crisis. Ahora que tienen ustedes la crisis, úsenla.
El asesor de Seguridad Nacional, Manfred, se levantó con la cara tensa, la mirada gélida y los labios contraídos, dejando a la vista unos dientes blancos y pequeños.
—A ver si me queda claro: ¿ha distribuido este material clasificado a la prensa?
—Sí, y no solo a la prensa.
Manfred hizo un gesto inequívoco a los dos agentes de servicio que estaban apostados en la puerta.
—Detengan a este hombre. Quiero que le sonsaquen quién tiene la información, y que se impida su difusión.
Ford miró al presidente, pero no sería él quien lo impidiese. Justo cuando se acercaban los agentes, intervino Lockwood.
—Creo que deberíamos analizar lo que dice Ford. No lo descartemos de buenas a primeras. Pisamos territorio desconocido.
El asesor de Seguridad Nacional se volvió para mirarle.
—Doctor Lockwood —dijo Manfred con voz fría y tensa—, si alguien debería entender la palabra «clasificado» es usted.
Lo subrayó arreglándose el nudo de la corbata.
Los agentes de servicio cogieron a Ford cada uno por un brazo.
—Acompáñenos.
—Están cayendo en los vicios de siempre —dijo Ford sin alterarse.
—Escúchenme: la Tierra está siendo atacada. El arma puede destruirnos en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de tres días, Deimos estará orientada para volver a disparar contra nosotros, y esta vez puede ser la definitiva. Todo el mundo muerto. La extinción. Adiós.
—¡Menos sermones, y que se lo lleven! —bramó el asesor de Seguridad Nacional.
Al mirar al presidente, Ford quedó consternado por la vacilación que mostraba su rostro. Lockwood, intimidado, ya no decía nada. Nadie iba a defenderlo, nadie. Aun así, lo hecho, hecho estaba. En tres días lo sabría el mundo entero.
Los dos agentes se lo llevaron hacia la puerta, seguidos por Manfred. Al cruzar la puerta y pasar por el bloqueo de telefonía móvil, empezó a sonar el móvil de Ford.
Lo cogió.
—Quítenselo —dijo Manfred en la puerta.
—El teléfono, señor —pidió el agente de servicio, con la mano tendida.
—¿Wyman? —dijo una voz por teléfono.
—Soy Abbey. Estamos en la estación terrestre de Crow Island. Hemos mandado un mensaje a Deimos… y nos han contestado.
—Señor, el teléfono. Ya.
El agente se lo quiso quitar.
—¡Un momento! —exclamó Ford, volviéndose hacia Manfred.
—¡Han recibido un mensaje de la Máquina de Deimos!
Manfred dio un portazo. Los agentes, a quienes acababan de sumarse varios miembros del servicio secreto, arrastraron a Ford hacia el ascensor.
—Están cometiendo un grave error —empezó a decir él, pero la impasibilidad de todos lo convenció de que era inútil hablar.
Se abrió la puerta del ascensor. Lo hicieron subir a empujones. Al llegar a la planta de Estado, lo sacaron al vestíbulo y después al exterior, donde había un furgón policial. En ese momento uno de los agentes del servicio secreto dejó de caminar, se tocó el auricular y escuchó.
Después se volvió hacia Ford con la misma impasibilidad que hasta entonces.
—Arriba preguntan otra vez por usted.
En la reunión, el presidente estaba en un extremo de la mesa, con Manfred a su lado, casi morado de rabia.
—¿Qué es lo del mensaje?. Quiero saber a qué narices se estaba refiriendo.
—Parece —dijo Ford— que mi ayudante le ha mandado un mensaje a la máquina extraterrestre de Deimos, y que ha recibido una respuesta.
—¿Cómo?
—Usando la estación terrestre de la bahía de Muscongus, la de Crow Island. Silencio.
—¿Y qué decía el mensaje? —preguntó el presidente.
—No lo sé. Me han quitado el móvil. ¿Puedo sugerirles que los llamemos y lo averigüemos?
—Esto es una ridiculez… —dijo Manfred, pero le hizo callar un gesto irritado del presidente.
El presidente señaló el teléfono que tenía justo al lado.
—Llámelos. Pondremos el altavoz.
Los agentes soltaron a Ford. Un asistente le dio un papel con el teléfono de la estación terrestre. Ford se acercó, levantó el auricular y marcó el número.
«¿Qué porras habrá hecho Abbey esta vez?», pensó cuando empezaba a sonar.