Abbey esperó detrás de Simic a que esta accediera a internet con su Mac y buscase información orbital de Deimos en tiempo real en varias bases de datos.
—Marte está en el cielo, y Deimos delante —dijo Simic.
—Condiciones ideales para la… llamada.
Después de teclear un poco más, hizo unos cálculos a mano en un trozo de papel, copió las coordenadas celestes y se llevó el papel a un teclado viejo, con un monitor antiguo.
—¿Cuál es el procedimiento? —preguntó Abbey.
—Muy sencillo: yo solo tengo que introducir las coordenadas celestes, y luego el ordenador calcula la posición real en el cielo y orienta la parabólica hacia allí.
Paseó por el teclado unos dedos largos. La pantalla pidió una contraseña, que ella escribió. Por último se levantó, fue a un panel gris lleno de interruptores y encendió unos cuantos. Al principio no pasó nada. Luego la enorme parabólica empezó a girar en sus bisagras engrasadas, con un chirrido metálico y un zumbido de motores eléctricos, y se orientó lentamente hacia arriba, con un movimiento casi imperceptible. Los engranajes de las ruedas y los crujidos metálicos llenaron el interior de la cúpula, ahogando temporalmente el ruido de la tormenta. Pasaron varios minutos. La parabólica se paró con un ruido metálico. Simic pulsó algunas teclas, leyó una cadena numérica y se apoyó en el respaldo.
—Bueno, ya está orientada.
—¿Y cómo mando un mensaje?
Pensó un poco.
—Usamos una frecuencia especial para comunicarnos directamente con los satélites de comunicaciones. Más que nada es por cuestiones de calibración, aunque cuando éramos una de las estaciones terrestres en contacto con la misión Saturno la utilizamos de verdad. Supongo que podríamos usar ese canal.
Se quedó callada. Abbey tuvo la impresión de que percibía un posible destello de simpatía, por no decir interés, en el escepticismo grabado en el rostro de la mujer.
—¿Quiere mandar un mensaje de voz… o… esto… enviarlo en forma escrita?
—Escrita. Si contesta, ¿lo podremos captar?
—Si contestase… —Simic hizo una pausa.
—Para mí que el «artefacto extraterrestre» sería bastante inteligente para contestar en la misma frecuencia y usando las mismas pautas de codificación ASCII; suponiendo, claro, que lea y escriba inglés.—Carraspeó exageradamente.
—Si me permite la pregunta…, ¿son de alguna secta religiosa?
Abbey sostuvo su mirada.
—No, aunque entiendo que se le haya ocurrido.
Simic sacudió la cabeza.
—Solo era una pregunta.
—¿Puede captar una respuesta?
—Lo pondré en transmisión dúplex. Si llega algún mensaje, lo imprimirá aquella impresora de allí. Necesitamos papel.
—Se volvió hacia Fuller.
—¿Me das un fajo de aquel armario, Jordy, por favor?
—Voy —dijo Fuller.
—Ya voy yo —se ofreció Jackie, yendo hacia el cajón.
Lo abrió y sacó un grueso fajo de hojas, que le dio a Simic.
—Con esto daría para un Guerra y paz extraterrestre —dijo la científica irónicamente, mientras lo cargaba en la bandeja.
—Cuando envíe el mensaje —dijo Abbey—, verifique que la potencia está al máximo. Marte está mucho más lejos que un satélite de comunicaciones en órbita geoestacionaria.
—Lo he entendido —admitió Simic. Sus dedos corrieron por el teclado. Miró los interruptores y los botones de la consola vieja de metal, y después de ajustar unos cuantos diales se apoyó en el respaldo.
—Ya está todo listo.
—Muy bien.
—Abbey cogió un papel y escribió rápidamente dos palabras.
—Aquí está el mensaje.
Simic lo cogió, y estuvo un buen rato examinándolo. Después alzó la vista y fijó en Abbey sus ojos grises.
—¿Está segura de que esto es sensato? Si es verdad lo que dice, me parece un mensaje de lo más peligroso, o tal vez desafortunado.
—Tengo mis razones —dijo Abbey.
—Bueno.
Simic hizo girar la silla, y dejó los dedos quietos encima del teclado. Después asintió con la cabeza, escribió el mensaje de dos palabras y dio la orden de enviarlo. A continuación se levantó, ajustó unos diales, examinó un osciloscopio y encendió otro interruptor.
—Mensaje enviado.
Se retrepó en la silla.
Pasaron los segundos. El ruido de la tormenta llenaba toda la sala.
—Bueno —dijo Fuller con tono de sarcasmo—, el teléfono suena, pero no se pone nadie.
—Marte está a diez minutos luz —dijo Abbey.
—La respuesta tardará veinte minutos.
Vio que Simic la miraba con curiosidad y también con una pizca de respeto.
Abbey no apartaba la vista de un viejo reloj que hacía tictac en la consola. No se movía nadie, ni su padre, ni Jackie, ni Fuller. La tormenta sacudía la vieja cúpula. Sonaba incluso peor que antes, como un monstruo que diera zarpazos para entrar. Mientras Abbey veía girar el reloj en la esfera, se vio asaltada de nuevo por las dudas. El mensaje no era solo equivocado, sino peligroso. A saber qué desencadenaría. Y ahora ellos se habían metido en un lío por lo que seguro que sería considerado un asalto armado a instalaciones del gobierno. El barco nuevo de su padre estaba en el fondo del mar, y a él lo acusarían de ser el jefe de la banda, el que llevaba la pistola: un delito grave. Abbey les había destrozado la vida, a su amiga y a su padre; y todo por un mensaje que no surtiría efecto, o que podía tener uno horrible e involuntario.
El segundero del reloj barría la esfera sin cesar.
Quizá tuviera razón Jackie. Deberían haberlo dejado en manos del gobierno. Seguro que Ford, que estaba en Washington, lo resolvería todo. Encima, el mensaje era una idiotez, y el plan demasiado sencillo, sin ninguna posibilidad de funcionar. «No es gilipollas ni nada, el mensajito…». ¿A quién se le ocurría?
—Han pasado veinte minutos —dijo Fuller, examinando su reloj— y E. T. no llama a casa por teléfono.
Justo entonces empezó a hacer ruido la impresora, vieja y polvorienta.