Fuller se levantó despacio de su asiento, mirando fijamente la pistola con la confusión y la sorpresa pintadas en la cara.
—¿Qué demonios…?
—Tranquilo —dijo Straw.
—No le va a pasar nada a nadie. Por favor, levántese con las manos en alto. Sin heroísmos. El vigilante obedeció.
—Abbey, cógele el arma.
Esta intentó controlar las palpitaciones de su corazón. Aquello daba aún más miedo que estar en el barco durante la tormenta. Pasó una mano por detrás del guarda y sacó una pistola de una funda, por detrás de la cintura. Después le quitó una porra del cinturón, y algo que parecía un spray de autodefensa.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó Fuller en voz baja.
—Lo siento mucho, pero pronto se aclarará todo.
—Straw se quedó sentado, con la mano apoyada en la pistola.
—De momento, pórtate bien y haz lo que te pidamos. Es por el bien de todos. Somos buena gente, aunque no te lo creas.
El vigilante frunció el entrecejo y los miró uno por uno.
—¿Buena gente? Unos chalados, es lo que sois.
—Ahora haz el favor de abrir la puerta y presentarnos a la doctora Simic. A partir de este momento no repetiré mis palabras, Fuller, así que escucha atentamente y no pierdas el tiempo.
Abbey se había quedado de piedra. Nunca había visto a su padre de aquella manera, tan sereno, decidido… y amedrentador.
—Vale.
El vigilante se dio la vuelta, marcó un código en los botones de un panel y abrió la puerta. Entraron en un pasillo de bloques de hormigón que acababa debajo de la cúpula, en una especie de gran hangar. En medio había una antena parabólica gigante, sobre un andamio oxidado de vigas de hierro. El golpeteo de la lluvia y las ráfagas de viento llenaban el espacio con una especie de quejido sordo que sobrecogía, como si estuvieran en la barriga de algún gran animal.
Había una mujer en una silla con ruedas, frente a una serie de consolas, cuadrantes, botones y osciloscopios de aspecto anticuado. No se había fijado en ellos. Lo que hacía era practicar algún juego de ordenador en el iMac que tenía a un lado.
—¡Jordán! —exclamó, levantándose estupefacta.
—¿Qué pasa? ¿Visitas?
Simic era una mujer delgada y de una sorprendente juventud, con una gran melena castaña, nada de maquillaje y ojos de un gris profundo. Llevaba vaqueros ceñidos, de color negro, y una camisa de algodón a cuadros que por alguna razón la hacía parecer una universitaria.
—Esto… Sarah, lleva una pistola —dijo Fuller.
—¿Una qué?
El padre de Abbey movió el revólver.
—Una pistola.
—Pero ¿qué narices es esto?
Simic se echó hacia atrás.
—No se ponga nerviosa —la tranquilizó Straw.
—¿Es la doctora Simic, la encargada de la estación?
—Sí, sí, soy yo —balbuceó ella.
—¿Sabe usar esta antena?
—Sí.
—Perdone por la intromisión, pero no hay más remedio —Straw se volvió hacia Abbey.
—Explícale a la doctora Simic qué quieres que haga.