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Media hora más tarde, con un alivio enorme, Abbey empezó a divisar las luces de la estación terrestre, que parpadeaban a través de las ráfagas de lluvia. El yate, cuya superestructura seguía en estado de navegar a pesar de los desperfectos, surcó las aguas más tranquilas del fondeadero bien resguardado que prestaba servicio a Crow Island. Ante ellos ya se erguía la gran burbuja blanca, iluminada con focos que descollaba sobre un grupo de edificaciones construidas en la cima desolada y ventosa de la isla.

Abbey recordaba vagamente, de una antigua visita escolar, que dos técnicos con aspecto de cerebritos les habían dado una conferencia sobre la utilidad de la estación terrestre, y la vida que llevaban ellos en la isla mientras la mantenían en funcionamiento. Dentro de la enorme burbuja blanca había una inmensa antena parabólica motorizada que, según recordaba, se podía girar para orientarla hacia cualquier satélite de comunicaciones, e incluso se podía usar para comunicarse con naves espaciales. Sin embargo, su función primordial era encauzar llamadas telefónicas intercontinentales; al menos, eso era lo que ella recordaba.

Esperó que se pudiera orientar hacia Deimos, y que esta, en su órbita alrededor de Marte, no estuviese por detrás del planeta, aislada de cualquier contacto radiofónico con la Tierra.

El yate redujo su velocidad al entrar en el puerto, bien protegido por dos altos espigones de tierra rocosa que lo rodeaban como si lo abrazasen. Debajo de la estación terrestre había dos embarcaderos de hormigón viejos y agrietados que se adentraban en el agua. En el puerto había algunos barcos atracados, pero el muelle del ferry estaba vacío.

El padre de Abbey redujo la potencia del motor, llevó el yate hacia el atracadero del ferry y lo arrimó suavemente a la plataforma.

Abbey miró su reloj: las cuatro. Contempló la enorme cúpula.

—¿Qué, cuál es el mensaje? —preguntó Jackie.

—Lo estoy preparando.

¿Cómo podía entender, o vislumbrar, la función del arma extraterrestre —suponiendo que fuera un arma— y sus objetivos?

—Si es un arma, ¿por qué aún no ha destruido la Tierra? —quiso saber Jackie.

—Puede que sea difícil encontrar planetas habitables como la Tierra. O que en vez de destruir la especie humana, lo que pretenda sea usarnos para alguna otra cosa; advertirnos, dar un poco de caña, intimidarnos con su poder y esclavizarnos.

—¿Esclavizarnos?

—¿Quién sabe? Tal vez su psicología sea tan inalcanzable que nunca podremos tener la esperanza de entenderla.

El yate sufrió una sacudida al chocar con la plataforma, con los motores en marcha atrás.

—Amarrad —ordenó lacónicamente el padre de Abbey.

Ella y Jackie bajaron de un salto y aseguraron el barco. Se quedaron los tres en el embarcadero, en plena tormenta, bajo el chaparrón. Abbey estaba tan mojada, y tenía tanto frío, que apenas lo notaba. Al mirar a su padre y a Jackie se dio cuenta de que ambos estaban hechos unos zorros, con la cara manchada de aceite de motor y la ropa impregnada de olor a diésel.

Mirando la cúpula, empezó a sentir pánico. ¿Qué diría? ¿Qué podía decir para salvar la Tierra? De pronto su plan le parecía mal pensado, por no decir idiota. ¿Qué se creía, que podía convencer a la máquina extraterrestre de que no destruyese la Tierra? Para colmo, era posible que la máquina ni siquiera supiese descifrar el inglés, aunque Abbey tenía la convicción de que un artefacto tan avanzado debía ser capaz de escuchar las comunicaciones y de traducir e interpretar lo que captaba.

En fin, valía la pena intentarlo, siempre que se le ocurriese qué decir…

Su padre se metió la pistola en el cinto.

—Seguidme, no perdáis la calma… y sed amables.