El yate era más largo y pesado que el Marea II, lo cual le daba una estabilidad considerablemente mayor. Rodearon el embarcadero con el padre de Abbey al timón, y el barco se internó en un mar encrespado. Llovía mucho, con relámpagos y truenos mezclados con el fragor del viento y el retumbar de las olas. La radio VHF se encendió con un chisporroteo. Una voz ininteligible, pero claramente furiosa, hizo crujir el altavoz. El padre de Abbey la apagó.
El barco cortó una ola y se zambulló en la siguiente depresión. Abbey tenía el corazón en un puño.
—Jackie, pon en marcha los instrumentos electrónicos —ordenó Straw, señalando la pared de pantallas negras.
—Voy a buscar armas por el barco —dijo Abbey.
—¿Armas? —preguntó Jackie.
—Pretendemos asaltar la estación terrestre —contestó Abbey.
—Necesitaremos algún arma.
—¿Y si se lo explicamos, que es más fácil?
—Lo dudo.
Intentó abrir la puerta de la cabina, pero estaba cerrada con llave. Levantó un pie y le dio dos patadas. La puerta, muy fina, saltó. Abbey bajó a tientas por la escalera, aferrada a la baranda, y encendió las luces.
Tenía delante metros y más metros cuadrados de caoba y teca, una cocina de diseño llena de aparatitos y, tras ella, un comedor dominado en la pared del fondo por una tele enorme de pantalla plana, y la puerta de un camarote. Fue a la cocina y empezó a abrir cajones para sacar los cuchillos más largos. Después fue al camarote de proa. Estaba revestido de caoba, con moqueta mullida, luces empotradas, otro televisor de pantalla grande y un espejo en el techo. Tras registrar los cajones de la cómoda, que más que nada parecían Henos de juguetes y aparatos eróticos, pasó a la mesilla de noche.
Un revólver.
Vaciló, pero lo cogió.
El barco tembló por el impacto de una ola, que movió de su sitio varios objetos decorativos, tirando algunos al suelo. Con la siguiente explosión sorda se desprendió un aplique, que se quedó colgando de su cable. Abbey se aferró al poste de la cama, mientras el barco parecía subir eternamente. Daba muchísimo más miedo estar abajo, donde no se veía venir nada. Sin embargo, como el barco seguía subiendo, comprendió que era una ola grande, la mayor de todas.
Oyendo el rugido en sordina del agua a punto de romper, se preparó para lo peor. Fue como el estallido de una bomba: el barco recibió en su flanco un estremecedor embate que resonó aún más fuerte dentro de la habitación, llena de cristales rotos y de objetos volando. El suelo no dejaba de inclinarse, hasta que se abrieron los cajones de la cómoda, se cayeron los cuadros de las paredes, empezaron a resbalar objetos, y por un instante Abbey tuvo la impresión de que el barco estaba a punto de volcar. No obstante, al final la inclinación cesó, y el barco empezó a enderezarse con un crujido de tensión, mientras se deslizaba a una rapidez vertiginosa por la espalda de la ola. Tras un momento de silencio aterrador, volvió a subir, y subir, y subir… Otra explosión en sordina, seguida por el mismo y enervante movimiento giratorio. Se oyó una especie de reventón que reverberó por la sala. Era la pantalla del televisor, que al partirse llenó el suelo de trozos de cristal que rebotaban como piedras.
Abbey esperó la pausa del siguiente socavón para subir corriendo por la escalera y llegar a la cabina de mando. Su padre, con una mano en el timón, cogió la pistola e hizo saltar el tambor.
—Está cargada.
Lo cerró y se puso el arma al cinto.
—No irá… a usarla, ¿verdad? —preguntó Jackie.
—Espero que no.