Wyman Ford entró en su suite del Royal Orchid, y disfrutó unos instantes del chorro de aire acondicionado que salía por el techo, en medio de la sala. El ventanal gigante que ocupaba todo un lado de la suite le ofrecía un panorama del río Chao Phraya, con su tráfico incesante de típicos barcos tailandeses. A mediodía el sol estaba en su cenit, y la ardiente ciudad aparecía cubierta de una capa marrón que lo dejaba todo descolorido. Hacía un calor infernal, incluso para Bangkok.
Habían pasado cuatro años desde su última visita, que hizo con su esposa, justo antes de que la asesinaran. Se habían alojado en el Mandarín Oriental, en una suite de un lujo exorbitante, estratégicamente sembrada de espejos. Se esforzó por apartar esos recuerdos, haciendo que sus pensamientos cambiasen de canal a la fuerza. Tras vagar por el paisaje urbano que tenía a sus pies, su mirada se posó en las columnas del Templo de la Aurora, que en aquel aire inmóvil y contaminado parecían un racimo de palillos dorados surgiendo de un mar de color marrón.
Con un largo suspiro se acercó a la caja fuerte de la habitación, la abrió y sacó su ordenador portátil, junto con un curioso lector de tarjetas USB. Una vez en marcha el portátil, cogió la primera tarjeta de visita —la que le había devuelto Boonmee— y la introdujo en el lector. En la pantalla del ordenador se abrió una ventana. Descargó el contenido del microchip incrustado en el grueso papel de la tarjeta, lo guardó como un archivo de audio y lo mandó a Washington por correo electrónico.
Un cuarto de hora más tarde, al oír el aviso de su cuenta, se bajó el correo de respuesta.
Llamada al número de teléfono móvil: 855-0369-67985 Ubicación del teléfono receptor Sisophon, Camboya Titular registrado del teléfono receptor: Prum Forgang Transcripción de la conversación (traducida del tailandés):
A: ¿Hola?
B: Soy Boonmee Adirake. Mucha salud y prosperidad, Prum Forgang.
A: Es un honor recibir su llamada, Boonmee Adirake.
B: Tengo a un norteamericano que quiere comprar diez mil quilates de piedras de miel.
A: Ya sabe usted que no puedo conseguir tanta cantidad.
B: Déjeme que se lo explique. Tenía un topacio coloreado, y ni siquiera lo llevaba en una caja. No sabe nada. Tiene detrás a gente muy rica, y se trata de una oportunidad única. Es un idiota. Podríamos venderle cualquier cosa.
A: ¿Usted qué propone?
B: Una selección de piedras de miel en bruto, de gama baja, mezcladas con topacios mejorados o citrina tratada con calor.
A: Eso sí lo puedo hacer.
B: Las necesito en veinticuatro horas. El hombre tiene prisa.
A: Mejor para usted que la tenga. ¿Y qué más?
B: Yo conseguiré el precio más alto posible, y usted se llevará el cuarenta por ciento.
A: ¿El cuarenta por ciento? Pero ¡amigo mío! ¿A qué se debe esta falta de equidad? El material lo suministro yo, corriendo con todos los gastos. Que sea el cincuenta.
B: Cuarenta y cinco. El cliente lo he encontrado yo.
A: Cuarenta y cinco es un número con muy poca gracia. Me duele esta cicatería, como si tratase usted con un estafador barato, no con un socio antiguo y de confianza.
B: Es usted quien regatea por el cincuenta por ciento.
A: Tengo cuatro hijos en los que pensar, Adirake, y una mujer que es como un pájaro, siempre con el pico abierto. No, por cuarenta y cinco no lo haré. Insisto en cincuenta.
B: ¡Por los testículos de Yaksha! Está bien, lo dejaré en cincuenta, al menos esta vez. La próxima, cuarenta.
A: Aceptado. Se sobrentiende que investigará usted a fondo los antecedentes de ese norteamericano antes de hacer negocios con él. Y que conseguirá una forma de pago adecuada.
B: Cuente usted con ello.
A: Estupendo. Reuniré el envío y se lo mandaré esta misma noche por mensajería. Lo tendrá usted por la mañana.
Ford cerró el ordenador y se apoyó en la silla, pensativo. Sisophon era un caos, una ciudad mediana situada junto a la carretera principal de Tailandia a Siem Reap, en Camboya, refugio de contrabandistas y falsificadores. Abrió el móvil, rescató un número de su memoria y lo marcó. No estaba seguro de que todavía estuviera en servicio; ni siquiera de que su titular aún siguiera con vida.
Inmediatamente contestó una voz simpática, cuyo inglés, de acento musical, era un cruce entre el británico de clase alta y el chino.
—¡Hola, le habla Khon!
Al oírla de nuevo, a Ford le invadió una sensación de alivio. No solo estaba vivo sino estupendamente, a juzgar por su voz.
—¿Khon? Soy Wyman Ford.
—¿Ford? ¡Viejo perro! ¿Dónde narices estabas, y qué diantre te ha hecho volver al Royaume du Cambodge?
A Khon le encantaba decir palabrotas en inglés, pero nunca le acababa de salir bien del todo.
—Tengo un encargo para ti.
Se oyó un gemido entre los chasquidos de la línea.
—Oh, no.
—Oh, sí —dijo Ford—, y de los buenos.