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Burr estaba en la cabina de control, dirigiendo el foco a todas partes y escrutando la tormenta. La luz se hundía en la agitada oscuridad sin mostrar nada más que agua revuelta y rocas. ¿Dónde estaban? ¿Se habían ido de sotavento? Giró las ruedas del radar, intentando captar una imagen coherente más allá del alcance limitado del foco, pero solo recibía estática.

Un relámpago iluminó las altas rocas de su derecha. La barahúnda de las olas era ensordecedora, y en torno a Burr el agua era una convulsa trama de espuma.

—¡Hijas de puta! —Cogió el micro de la VHF y apretó el botón de transmisión.

—¿Dónde estáis?

No hubo respuesta.

—¡O contestáis, o lo mato!

Siguió sin oír nada. ¿Era una trampa? Berreó por la VHF:

—¡Tengo puesta la pistola en su cabeza, y la siguiente es para él!

El barco rugió al salir disparado sin previo aviso, haciéndole perder el equilibrio. Se cogió al asiento del pasajero, que frenó su caída, e intentó levantarse, mientras el barco aceleraba.

—¿Qué carajo estás haciendo? —exclamó, sacando fuerzas de flaqueza para apuntar de nuevo al pescador.

Miró las ventanillas de la cabina de control: el muy hijo de puta estaba llevando el barco derecho al arrecife, una pared de roca que surgía de un infierno de olas desatadas, por cuyas murallas caía la lluvia a chorros.

—¡No!

Burr se abalanzó con la mano izquierda hacia el timón, mientras levantaba la pistola con la derecha y disparaba casi a bocajarro contra Straw. Sin embargo, el pescador se adelantó a sus movimientos y estiró el timón, haciendo que el barco se escorase hacia un lado y que Burr perdiera el equilibrio. El disparo no dio en el blanco. Burr sufrió una fuerte caída, que le hizo atravesar la endeble puerta de la cabina de control y acabar despatarrado en la caseta trasera.

—¡Cabronazo!

Con gran esfuerzo, se cogió a la baranda de la borda y se levantó hacia las mismísimas fauces de la tormenta. El barco había girado noventa grados, y seguía inclinado, recibiendo las olas en su flanco. Straw imprimió otro giro brusco al timón, tratando de que Burr no recobrase el equilibrio, pero este se aferró a la baranda y se puso de pie a pesar del vaivén de la cubierta, que no paraba de subir y bajar. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, levantó la pistola y apuntó al pescador en la cabina de control. Justo cuando iba a disparar oyó otro ruido, el de un motor a la máxima potencia, y al darse la vuelta vio algo aterrador: de pronto había salido un barco de la tempestad, y lo asaltaba a toda máquina, cortando el mar negro con su quilla de brillante acero, que expulsaba las aguas a ambos lados; y en el pico de proa, cogida a las barandas como un mascarón infernal, iba la chica. Burr retrocedió a rastras, en un desesperado intento por quitarse de delante, pero justo en ese instante Straw puso el Halcyon en marcha atrás, haciendo que la colisión fuera inevitable y que Burr se volviera a caer. Desequilibrado, enroscando una mano a la baranda, lo único que pudo hacer fue apuntar con la pistola y apretar el gatillo una, dos, tres, cuatro veces…

Con un ruido ensordecedor de fibra de vidrio pulverizada, la proa se estampó en la borda, reventándola, y se subió a la cubierta. Burr hizo un último esfuerzo por quitarse de en medio, pero el vaivén de la cubierta seguía sin prestarle un buen apoyo, y la proa lo alcanzó de lleno en el pecho, con un golpe brutal que le rompió los huesos. Tuvo la impresión de que se le había clavado la caja torácica en la columna vertebral. Tras ser lanzado por los aires, se precipitó en las aguas turbulentas hasta hundirse sin remedio en las profundidades, negras, frías y aniquiladoras.