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Los relojes de la sala se acercaban a las tres de la mañana, mientras el debate iba arrastrándose sin llegar a ninguna parte. En la pantalla plana del fondo, el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor pronunció unas palabras dirigidas a Chaudry. Hablaba con afabilidad y educación.

—Si quiere descartar la opción militar, doctor Chaudry, ¿con qué propone sustituirla?

Chaudry lo miró fijamente.

—Con estudios. Investigaciones. Ahora que sabemos dónde está (suponiendo que la imagen es de eso que lanza los misiles strangelet), podremos redirigir hacia él todos los recursos de nuestros satélites móviles. Solo necesitamos extraer las coordenadas del disco.

—¿Y luego? —preguntó el presidente.

—Intentaremos comunicarnos.

—¿Y qué diremos, exactamente?

—Explicaremos que queremos la paz, que somos gente pacífica. No constituimos ninguna amenaza para ellos.

—¿Gente pacífica? —dijo Mickelson, con un bufido de desdén.

—Esperemos que la «máquina» haya dormido como un tronco durante los últimos siglos de efusión de sangre.

—De hecho, ese podría ser el problema, —dijo Chaudry— la razón de que nos amenace: lo agresivo de nuestro comportamiento. Vaya usted a saber cuánto tiempo lleva vigilándonos y escuchando todas las emisiones de radio y televisión que hemos vertido en el espacio durante el último siglo; porque las habrán descifrado sus ordenadores, claro. Cualquiera que viese todos nuestros noticiarios de los últimos cien años no pensaría nada bueno de la humanidad.

—¿Cómo narices va a saber inglés? —preguntó Mickelson.

—Si lo construyeron para controlar la vida inteligente —respondió Chaudry—, probablemente tenga capacidades elevadísimas de inteligencia artificial. Sería lógico que pudiera descifrar cualquier lenguaje.

—¿Cuál es su antigüedad? ¿Cuándo lo construyeron?

Esta vez fue Ford quien intervino.

—En la imagen se ve erosión y agujeros de micrometeoroides, y también capas de regolita arrojada por antiguos impactos. La máquina tiene como mínimo unos cientos de millones de años.

Mickelson se volvió hacia Chaudry.

—¿Está de acuerdo?

Este escudriñó la imagen.

—Sí, esto es muy antiguo.

—Es decir, ¿le parece auténtico?

Vaciló.

—Antes de responder a esa pregunta, me gustaría ver la imagen original y su situación.

—No tenemos tiempo para verificaciones —replicó Lockwood.

—Nos quedan cuatro horas para informar al presidente. Dejemos las opciones militares y pasemos a la comunicación. Suponiendo que sea capaz de interpretar el inglés, ¿nos comunicamos con él?

—Tenemos que asegurarle que no abrigamos malas intenciones —dijo Chaudry.

—Si empezamos a implorar la paz —puntualizó Mickelson—, será una muestra de debilidad.

—Es que somos débiles —puntualizó Chaudry—, y la máquina lo sabe.

Se hizo el silencio.

Derkweiler levantó la mano.

—El grupo Spacewatch, de la NPF, ha estado estudiando cómo desviar asteroides peligrosos. Tal vez pudiéramos usar alguna de sus técnicas para expulsar un asteroide grande del Cinturón de Asteroides y arrojarlo contra la máquina; un asteroide del tamaño del de la extinción de los dinosaurios. Chaudry sacudió la cabeza.

—Llevaría años planificar una misión así, ponerla en marcha y llevarla hasta Marte. De hecho, ni siquiera contamos con la tecnología necesaria. Tenemos que decirle la verdad al presidente: que no hay opciones.

Miró con mala cara a los presentes.

Se hizo otro largo silencio, que rompió finalmente Lockwood.

—Seguimos atascados en la opción militar. Olvidémonos de ella y hablemos de otra cosa: ¿qué narices es esa máquina? ¿Quién la instaló, y qué intenta hacer?

Ford carraspeó.

—Podría ser defectuosa.

—¿Defectuosa?

Chaudry puso cara de sorpresa.

—Es vieja. Lleva mucho tiempo en el mismo sitio —dijo Ford.

—Si está estropeada, podría existir alguna manera de despistarla, de engañarla; de tenderle alguna trampa. Hasta el momento, su actuación ha sido errática e imprevisible. Quizá no sea nada intencionado. Podría ser una señal de que funciona mal.

—¿En qué sentido? —preguntó Mickelson.

Otra vez el silencio. Lockwood miró su reloj.

—Falta poco para que amanezca. He pedido un desayuno rápido a las cinco, en el comedor privado. Pondremos al corriente a los demás y seguiremos allí el debate.

Ford se levantó, dejando adrede su chaqueta en el respaldo del asiento. Salió de la sala y esperó en el pasillo a que esta se vaciase y a que los rezagados desfilasen hacia el comedor de la otra punta. Él se quedó cerca de la puerta, viendo irse a todos los demás. La penúltima en hacerlo fue Marjory Leung, que tenía muy mal aspecto. Ford estaba seguro de que era ella el topo, pero no había mordido el cebo.

Chaudry fue el último en salir de la sala de reuniones.

En el momento de cruzar la puerta, el director de la misión sacó una mano del bolsillo de su traje. Ford se acercó rápidamente, como si quisiera decirle algo confidencial, metió la mano en el bolsillo de Chaudry y sacó un papel.

—Pero ¿se puede saber…? —exclamó Chaudry, moviendo su cuerpo nervudo como un relámpago, a la vez que disparaba un brazo para recuperar el papel.

Ford se apartó de un salto y mostró el documento a un grupo de testigos asombrados.

—Esto es la contraseña del disco duro. Me la acaba de sacar del bolsillo el doctor Chaudry. Ya les había dicho que hay un topo en el grupo. Acabamos de pillarlo.