«Parece mentira que estos sitios siempre sean iguales», pensó Mark Corso al recorrer los pasillos largos y pulidos de la National Propulsión Facility. Pese a estar al otro lado del continente, los pasillos de la NPF olían igual que los del MIT (o Los Álamos, o Fermilab, tanto daba): la misma mezcla de cera de suelos, aparatos electrónicos calientes y manuales polvorientos. También era idéntico su aspecto, a base de linóleo, revestimiento barato de madera clara y paneles fluorescentes que zumbaban, montados a intervalos regulares sobre placas acústicas.
Tocó la identificación recién impresa que colgaba de su cuello con un hilo de plástico, como si fuera un talismán. De niño había querido ser astronauta. La Luna ya había sido conquistada, pero quedaba Marte, que aún era mejor. Y allí estaba, con treinta años: el técnico superior más joven de toda la misión Marte, en un momento de la historia humana que no admitía comparación con ningún otro. En menos de dos décadas —antes de que él cumpliera los cincuenta—, habría participado en el mayor acontecimiento de los anales de la exploración: mandar a otro planeta a los primeros seres humanos. Y si jugaba bien sus cartas, hasta podía ser director de la misión.
Se paró frente a una vitrina vacía del pasillo, para ver su reflejo: bata de laboratorio inmaculada, desabrochada para darle un toque informal; camisa blanca de algodón recién planchada, corbata-fular de seda y pantalones de gabardina. Era un hombre puntilloso en el vestir, atento a evitar cualquier indicación de que pudiera ser un cerebrito. Al mirar su reflejo, fingió verse por primera vez. Llevaba el pelo corto (léase, de fiar), barba (poco convencional), pero bien recortada (no demasiado poco), y estaba delgado y musculado (nada de afeminamiento). Era un hombre guapo, un moreno a la italiana, de rasgos proporcionados y ojos grandes y marrones. Las gafas caras de Armani y la ropa a medida reforzaban esa impresión: nada que ver con un friqui de la informática.
Respiró hondo y llamó con aplomo a la puerta cerrada del despacho.
—Entrez —dijo alguien.
Empujó la puerta, y al entrar en el despacho se encontró frente a la mesa. No había donde sentarse; el despacho de su nuevo jefe, Winston Derkweiler, era pequeño y estaba muy lleno, a pesar de que el principal responsable del equipo podría haber conseguido uno mucho mayor. Derkweiler, sin embargo, era de esos científicos que afectan desdeñar los incentivos y las apariencias, un hombre cuyos modales bruscos y cuyo aspecto descuidado proclamaban su dedicación pura a la ciencia.
El director volvió a sentarse en la silla de despacho, a cuyos contornos se adaptó su blanda corpulencia.
—¿Qué, Corso, acostumbrándose al manicomio? Ahora tiene un cargo nuevo e importante, con nuevas responsabilidades.
No le gustaba que le llamaran Corso, pero ya estaba acostumbrado.
—Sí, bastante bien.
—Me alegro. ¿En qué puedo ayudarlo? Corso respiró hondo.
—He estado mirando algunos datos de rayos gamma de Marte…
Darkweiler frunció bruscamente el entrecejo.
—¿Datos de rayos gamma?
—Pues sí. Me estaba familiarizando con mis nuevas responsabilidades, y al consultar todos los datos antiguos…
—Al ver que su superior persistía en su ostentosa seriedad, hizo una pausa.
—Perdone, doctor Derkweiler, ¿pasa algo?
El director del proyecto no miraba los listados de datos que Corso le había puesto delante, sino al propio Corso. Había juntado las manos, pensativo.
—¿Cuánto tiempo lleva mirando datos antiguos de rayos gamma?
—Toda esta semana.
Corso sintió una súbita aprensión. Quizá Derkweiler y Freeman se hubieran enfrentado a causa de esos datos.
—Cada semana recibimos medio terabyte de datos de radar y visuales, que van acumulándose sin que nadie los mire. Los de rayos gamma son los menos importantes.
—Sí, ya lo sé.—Corso sintió cierta agitación.
—Lo que ocurre es que antes de… humm… irse de la NPF, el doctor Freeman estuvo trabajando en un análisis de los datos de rayos gamma. Yo voy a continuar su trabajo en ese campo, y al repasarlo me han llamado la atención algunos resultados anómalos…
Derkweiler juntó las manos y se inclinó sobre la mesa.
—Corso, ¿usted sabe cuál es nuestra misión?
—¿Misión? ¿Quiere decir…?
Corso no pudo evitar ruborizarse como un colegial que ha olvidado la lección. Era absurdo tratar de aquel modo a un técnico superior. Freeman ya se le había quejado más de una vez sobre Derkweiler.
—Quiero decir… —Derkweiler abrió los brazos, sonriendo, y contempló su despacho.
—Estamos en California, en las hermosas afueras de Pasadena, en un lugar precioso como es la National Propulsión Facility. ¿Estamos de vacaciones? No, no estamos de vacaciones. Pues entonces, Corso, ¿qué hacemos aquí? ¿Cuáles son los objetivos?
—¿Los del Mars Mapping Orbiter o los de la NPF en general?
Corso intentaba mantener su inexpresividad.
—¡Del MMO! ¡No estamos criando pollos ecológicos, Corso!
Derkweiler se rio de su propia ocurrencia.
—Observar la superficie de Marte, buscar agua debajo de la misma, analizar minerales, cartografiar el terreno…
—Muy bien. Como preparativo de futuras misiones que aterricen en el planeta. ¿Aún no se ha enterado de que estamos en una nueva carrera espacial, pero esta vez con los chinos?
Dicho en términos tan crudos, como de guerra fría, la frase sorprendió a Corso.
—Los chinos ni siquiera están cerca de la línea de salida.
—¿Que no están en la línea de salida? —Derkweiler estuvo a punto de saltar de su asiento.
—¡Si a su satélite Hu Jintao le faltan pocas semanas para llegar a la órbita de Marte!
—Nosotros hace décadas que tenemos módulos orbitales alrededor de Marte. Hemos hecho aterrizar sondas, hemos explorado la superficie con vehículos…
Derkweiler le hizo señas de que se callara.
—Me refiero a largo plazo. Los chinos se han saltado la Luna y van directos a por Marte. No subestime sus capacidades, y menos ahora que Estados Unidos titubea en su programa espacial.
Corso asintió, mostrándose de acuerdo.
—Y usted perdiendo el tiempo con los rayos gamma. ¿Qué tienen que ver unos rayos gamma rebeldes con la misión Marte?
—El MMO lleva un detector de rayos gamma —respondió Corso.
—Su análisis forma parte de las atribuciones de mi cargo.
—El detector se lo instalaron en el último momento —dijo Derkweiler—; se lo puso el doctor Freeman en contra de mi parecer, sin que se conocieran las razones. Los rayos gamma eran el monotema del doctor Freeman. Mire, no es ningún reproche: usted lo que intenta es ordenar el caos que él dejó, y no se ha dado cuenta de las prioridades. Si me lo permite, le sugiero que se ciña a la misión y a los datos cartográficos del SHARAD.
Esforzándose por mantener su mejor sonrisa de lameculos, Corso recogió los gráficos de rayos gamma y los volvió a guardar en el sobre de papel. Estaba decidido a llevarse bien con Derkweiler a toda costa.
—Ahora mismo me pongo a trabajar en eso —anunció resueltamente.
—Estupendo. Dentro de una semana tiene su primera presentación como miembro de la junta directiva, y quiero que le salga bien. Por eso que dicen de las primeras impresiones. ¿Me explico?
—Sí, gracias.
—No me las dé. Mi trabajo consiste en ser un coñazo. Otra risita.
—Claro.
Cuando Corso ya se daba la vuelta, Derkweiler habló—: Una cosa más. Corso volvió a mirarlo.
—Esto probablemente le interese.
—Derkweiler lanzó un fajo de hojas grapadas que aterrizó en la mesa, delante de Corso.
—Es el informe definitivo de la policía sobre el asesinato de Freeman. Fue un robo. Parece que el doctor llegó a su casa a una mala hora. Le robaron varias cosas: un Rolex, joyas, ordenadores… He pensado que le gustaría leerlo. Sé que tenían buenas relaciones.
—Gracias.
Corso lo cogió. Al volver a su despacho se sentó a la mesa, metió los gráficos de rayos gamma viejos de Freeman en un cajón y lo cerró de golpe. El profesor tenía razón: Derkweiler era un jefe insufrible. Aun así, las anomalías de rayos gamma que había visto en el disco duro de Freeman —y de las cuales había hecho un seguimiento en el trabajo— eran desconcertantes, y se quedaba corto. Freeman estaba en lo cierto: podía ser un descubrimiento importante, potencialmente explosivo. Cuanto más pensaba en las implicaciones, más miedo le daba. Tendría que ser discreto y procesar los datos hasta presentarlos de manera fría y objetiva. Aunque a Derkweiler quizá no le gustaran, lo que contaba era la opinión del director de la misión, Charles Chaudry, la antítesis de Derkweiler.
Cogió el informe sobre la muerte de Freeman y lo hojeó. Estaba escrito en jerga policial, con frases como «el culpable cometió la agresión contra la víctima agarrotándola con una cuerda de piano» y «el culpable registró el domicilio y efectuó a pie una salida rápida del lugar del homicidio». Mientras leía, se dio cuenta de que la pena y el horror que le inspiraba el asesinato de Freeman se teñían de un sentimiento de alivio por lo aleatorio del crimen. Además, ya habían atrapado al asesino, un drogadicto que buscaba dinero. La típica historia triste y sin sentido. Cerró el informe con un escalofrío que lo hizo sentirse mortal. Le había chocado que al entierro de Freeman solo asistieran unas veinte personas, y que la única de la NPF fuera él. Era una de las experiencias más tristes de su vida.
Olvidándose de aquellas reflexiones malsanas, volcó su atención en el ordenador, donde abrió los datos del SHARAD, el georradar de alcance limitado que estaba usando el MMO para cartografiar los accidentes geográficos del subsuelo de Marte. Trabajó ininterrumpidamente en ellos hasta el final del día, procesando los datos y puliendo las imágenes resultantes. Todavía tenía el disco duro en su apartamento. Podía seguir trabajando en casa sobre los rayos gamma. A pesar de dos auditorías de seguridad, nadie se había dado cuenta aún de la ausencia del disco. Freeman se las había ingeniado para eludir todas las medidas y comprobaciones de seguridad. Si llegaban a percatarse de que faltaba un disco duro, Corso tenía un plan para quitárselo de encima; mientras tanto, sin embargo, era de suma utilidad tenerlo en casa, donde podía trabajar hasta altas horas sin interrupciones.
Se dijo que aquel descubrimiento sería la clave de su carrera.