79

Cuanto más se adentraba en mar abierto el Marea II, más fuerte soplaba el viento, convertido en un rugido, y más monstruosos eran los picos y valles del mar, con crestas de espuma que se les echaban encima como borrosas y grises cordilleras. Abbey dejó que Jackie se mantuviera al timón, agradecida por sus dotes de navegante. Jackie tenía pillado el truco de acometer cada ola en un ángulo de treinta grados, aumentar gradualmente la velocidad y cruzar la cresta mediante un viraje y un acelerón, seguido por una reducción de la potencia al hundirse hacia la base de la ola. A Abbey se le ponían los pelos de punta, pero parecía que a Jackie siempre le saliera bien.

—Mierda —exclamó Jackie, mirando hacia delante.

Estaba a punto de arrollarles una línea blanca, más alta que las demás; tan alta, que parecía despegada del mar, como una delirante nube baja. El barco se hundió en la sima anterior a una velocidad que daba náuseas, y quedó en un silencio inquietante al situarse al abrigo de la que se aproximaba. Después empezó a subir y se inclinó al erguirse frente a ellas la cara de la ola, con estrías de espuma.

—¡Más despacio! —gritó Abbey, perdiendo los nervios.

Jackie, sin hacerle caso, subió hasta tres mil revoluciones por minuto y giró el barco en una diagonal más pronunciada respecto a la ola por la que trepaba. De pronto apareció ante ellas la cresta de espuma, con un fuerte siseo, un muro de agua que se desmoronaba, y justo cuando se clavaba en ella la proa del barco, Jackie giró bruscamente el timón. El agua salada rugió al romperse en la proa, y al correr por la cubierta chocó contra las ventanillas de la cabina y salió arrojada al espacio; el barco tembló, vaciló como si fuera a ser volcado y rugió al quedar libre, inclinarse hacia abajo y empezar a bajar. Jackie redujo inmediatamente la potencia casi hasta punto muerto, y dejó que la gravedad guiase el barco hacia el próximo seno.

—Delante hay otra —dijo Abbey—, aún más grande.

—Ya la veo —murmuró Jackie.

Aceleró y trepó por la cara de la ola, hasta superar su cresta —con todo el barco protestando por el esfuerzo— y hundirse de nuevo. Una tras otra se enfrentaron a la enorme serie de olas, montañas de agua que desfilaban hacia ninguna parte. Cada vez, Abbey estaba segura de que se hundirían, pero cada vez el barco se quitaba el agua de encima y se ponía derecho para, tras la bajada, reemprender desde cero el aterrador proceso.

—¡Caray! ¿Y esto lo has aprendido trabajando en el barco de tu padre?

—En invierno salíamos a pescar más lejos de Monhegan, y nos pilló más de una del noreste. Tampoco es para tanto.

Aunque Jackie intentara hablar con serenidad, Abbey no se dejó engañar. Pensó en su padre, tan sobreprotector que nunca la había dejado pilotar su barco. Estaba enferma de preocupación por él, esposado a la baranda en medio del mar con un psicópata de esa calaña… Su plan era una locura; de hecho, ni siquiera era un plan. ¿Rendirse? ¿Y luego? Pues claro que los mataría a todos. Era su intención. ¿Qué se creía, que podría disuadirlo? ¿Y si hacía una llamada de emergencia a la guardia costera? Él la oiría, y mataría a su padre; y aunque no lo matase, la guardia costera no se aventuraría con aquel tiempo.

Algo se le tenía que ocurrir.

De pronto el canal setenta y dos reprodujo una voz rasposa—: Papá se ha despertado. ¿Lo quieres saludar?