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Tras elevarse del aeródromo de Portland, el avión cruzó las nubes de tormenta y recibió de golpe la luz espectral de la luna llena. Wyman Ford miró por la ventanilla, sobrecogido de nuevo por el espectáculo. Ya no era la esfera de siempre, recordada y cantada por los bardos, sino otra luna, nueva, aterradora, que proyectaba luz verdosa sobre las montañas y cañones de nubes de debajo del avión. La columna de escombros del impacto había entrado en órbita, curvándose en forma de arco. Dentro de la cabina se oyeron murmullos de emoción de los pasajeros al mirar por las ventanillas. Tras observar un instante la luna, Ford, turbado por el espectáculo, bajó la persianilla y se reclinó en la butaca para cerrar los ojos y concentrarse en la reunión a la que estaba a punto de asistir.

Una hora y media después, cuando el avión emprendió el descenso a Dulles, Ford salió de su ensimismamiento y, pese a haberse prometido no hacerlo, levantó la persiana para volver a ver la luna. El arco de escombros seguía deslizándose en torno al disco, y se iba convirtiendo en un anillo. Abajo se extendía la ciudad de Washington, bañada en un misterioso resplandor verde azulado que no era ni día ni noche.

No le produjo la menor sorpresa encontrarse a la salida con agentes federales que lo acompañaron por la terminal vacía, mientras las pantallas de las zonas de espera daban todas la misma noticia: imágenes de la luna alternando con presentadores y reportajes sobre las reacciones en todo el mundo. Al parecer cundía el pánico, sobre todo en Oriente Próximo y en África. Corrían rumores sobre pruebas con armas nefandas y secretísimas por parte de Estados Unidos e Israel; también corría el pánico a causa de la radiación, y en urgencias ingresaba mucha gente histérica.

Los agentes caminaban a ambos lados de Ford, inescrutables y sin decir palabra. Las calles de Washington estaban prácticamente desiertas. Los habitantes de la capital se habían quedado en casa, tal vez por instinto.

Cruzada la zona de recogida de equipajes, los agentes lo hicieron subir a un Crown Victoria de la policía y lo sentaron detrás, entre ellos dos. El coche salió disparado por las calles vacías, con las luces encendidas. Al llegar a la OSTP (la Oficina de Política Científica y Tecnológica), en la calle Diecisiete, frenó ante el feo edificio de ladrillo rojo donde trabajaban Lockwood y su equipo.

Tal como Ford esperaba, tenía todas las luces encendidas.