Desde su puesto de tiro detrás de una gran roca, Harry Burr vio desaparecer el barco entre las islas. Se metió la pistola en el cinturón y se apoyó en la roca sintiendo mucho dolor de cabeza. Se dio cuenta de que aún le corría sangre por la oreja y el cuero cabelludo. Al palparse un bulto cada vez más pronunciado en un lado de la cabeza, se dejó llevar por una rabia incontrolable, tan intensa que encendía estrellas en su campo visual. Se lo habían jodido todo dos malas putas, y después de golpearle en la cabeza le habían arrebatado el bote. Lo habían visto, y podían identificarlo. Las estrellas se acumularon, y Burr sintió la presión casi física de la ira tras la frente, un zumbido como el de una nube de abejas que intentaran escapar.
O él, o ellas. O les daba alcance y las mataba, o sería su ruina. Así de sencillo. Si llegaban a la costa, el desastre estaba servido.
Hizo saltar el cargador vacío de su arma y, después de recargarlo con balas sueltas que llevaba en el bolsillo, lo encajó con un chasquido. Le quedaba poquísimo tiempo, pero no todo estaba perdido. Aún tenía el otro bote, y un barco de mayor potencia, amén de un as en la manga: el padre.
Ignorando las palpitaciones de su cabeza, corrió por la playa hasta meterse en el bosque. Sacó el bote de entre los arbustos, recuperó los remos escondidos, los arrojó a la barca y la arrastró por la playa. Una vez a bordo, remó hasta donde había anclado el Halcyon. No era un barco rápido, pero supuso que lo sería más que el Marea II, que a fin de cuentas era un simple pesquero, no un yate.
Al remar a favor de la corriente, advirtió cuánto había oscurecido, y cuánto viento se había levantado. Se estaban formando crestas blancas incluso en las aguas resguardadas de las islas, y se oía gemir el viento entre las píceas. Oyó retumbar el oleaje a un par de kilómetros, en las islas de barlovento.
Tras cruzar el canal, rodeó el extremo de la isla adyacente y vio aparecer el Halcyon. Reconoció la oscura silueta del pescador, con las dos manos esposadas a la baranda de popa.
Chocó con la borda, subió y amarró el bote.
—Espabílate, Straw. Tenemos trabajo.
—Como toques a mi hija, te mato —dijo Straw en voz baja.
—Te encontraré y…
—Que sí, que sí.
Burr fue derecho a la radio VHF y puso el canal dieciséis. Lo primero era evitar que la chica llamase a la guardia costera.