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La chica se movía con cautela por las rocas, sin salir de las sombras, avanzando con sigilo en dirección al bote. Le faltaban menos de siete metros para pasar junto a Burr. En vez de matarla, la utilizaría para pillar al otro. Era una molestia que el cielo estuviera cada vez más iluminado, pero Burr se había escondido tan bien que ni en pleno día ella lo habría visto.

Cuando la tuvo a su alcance, salió de la oscuridad con la pistola en la mano.

—No te muevas.

Ella chilló y dio un salto hacia atrás. Burr disparó por encima de su cabeza, con un ruido digno de un cañón, debido al gran calibre de la Desert Eagle.

—¡Cállate, coño, y no te muevas!

La chica se calmó bastante deprisa, y se quedó temblando en su sitio.

—¿Y Ford? —no contestó.

Burr estiró el brazo izquierdo, la cogió por el cuello y la zarandeó, clavándole en la oreja el cañón de la Desert Eagle.

—¿Vas a contestar a mi pregunta? —ella se atragantó, y tragó saliva.

—No lo sé.

—¿Está en la isla?

—Hummm… Sí.

—¿Dónde? ¿Qué está haciendo?

—No lo sé.

Burr la atrajo hacia sí por el pelo, y le hincó con tal fuerza el cañón en la mejilla que las miras le desgarraron la piel.

—Contesta.

—Ha… ha dicho que iba a por usted.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Cuando desembarcase. Ha dicho que iba a por usted.

—¿Va armado?

—Tiene un cuchillo…

«Madre de Dios». Y probablemente los estuviera observando en aquel mismo instante. Burr mantuvo la pistola en la mejilla de Abbey, y su cuerpo pegado al de ella. Pero, joder, cómo se estaba aclarando el cielo… Levantó el cañón de la pistola y disparó al cielo nocturno. El eco del disparo se propagó por la isla.

—¡Ford! —exclamó.

—¡Sé que estás aquí! Voy a contar hasta diez, y si no te tengo aquí delante, con las manos en alto, le meto a ella una bala en la cabeza. ¿Me has oído? —Disparó otra vez al aire, antes de volver a poner la boca caliente de la pistola en la mejilla de Abbey.

—¿Me has oído, Ford? Uno…, dos…, tres…

—Puede que no le oiga —habló ella.

—Está en el otro lado de la isla.

—… cuatro…, cinco…, seis…

—¡Espere! ¡Le he dicho una mentira! ¡No está en la isla!

—… siete…, ocho…, nueve…

—¡Escúcheme! ¡No está en la isla! ¡Deténgase!

—¡Diez!

Un largo silencio. Burr bajó la pistola.

—Supongo que no.

Soltó a Abbey, que se tambaleó hacia atrás, y la tumbó en el suelo de una bofetada.

—Esto por mentir.

—La cogió y la levantó a la fuerza.

—¿Adonde ha ido?

Un ruido gutural.

—Lo dejé en tierra firme. Se fue…, volvió a Washington.

—¿A qué parte de Washington?

—No lo sé.

—¿Quién es la otra persona? En el barco he visto a otra persona.

La chica tragó saliva. Burr le clavó la pistola con más fuerza.

—Contesta.

—Nadie. Estoy sola.

—Mentirosa.

—Debió de ver mi impermeable colgado en un gancho de la cabina, al lado de la ventana. Tiene una capucha muy grande…

—Cállate.

Burr pensó deprisa. Debía de estar diciendo la verdad; nadie tenía tanto aguante como para no contarlo todo después de haber vivido aquella cuenta atrás. En realidad, en el crepúsculo y a casi un kilómetro de distancia, no había podido ver bien a ninguna de las dos figuras.

—¿Dónde está el disco duro?

—Se lo llevó.

«Hijo de puta…». Burr tembló de rabia. El encargo se había ido a la mierda. Sin el disco duro, no le pagarían.

Quizá quedaba una manera de pillar a Ford, pero antes tenía que hacer limpieza: matar a la chica, volver a su barco, ocuparse del padre y regresar a tierra firme. Entonces podría seguir a Ford hasta Washington. No tenía sentido perder más tiempo allí. Tiró a Abbey al suelo y dio un paso hacia atrás para no ensuciarse.

Ella, despatarrada entre las piedras, intentaba levantarse.

—Como te muevas, te mato.

Dejó de hacerlo. Con los pies bien plantados en el suelo, y la Magnum Desert Eagle cogida con ambas manos, Burr apuntó a la cabeza de Abbey y apretó el gatillo.