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Yendo por la interestatal 295, cerca de Portland, Ford se fijó en la luz que había aparecido bruscamente en el cielo nocturno. Miró la luna a través del parabrisas y, con súbita aprensión, salió de la carretera para verla mejor. Una vez fuera del coche, rodeado por la noche de verano, contempló horrorizado el chorro luminoso que brotaba de la superficie lunar. Mientras tanto, el arcén se iba llenando de coches, cuyos ocupantes salían a mirar y a hacer fotos.

Parecía que la superficie de la luna disparase un largo rastro de materia brillante, intensamente amarilla, que se proyectaba hacia el cielo; y al otro lado había una ráfaga muy similar de escombros, más bulbosa, como de materia expulsada a causa de un impacto.

Era exactamente como si la luna hubiera sido atravesada por algo que había entrado por la derecha y salido por la izquierda.

¿Otro disparo de la cosa de Deimos?

No cabía duda; y esta vez debía de haber usado un proyectil mucho mayor de materia extraña, bastante grande para transmitir a la Tierra una imagen espectacular. Tal vez fuera esa la intención, transmitir una imagen. El último había pasado casi inadvertido. No sería el caso de este. Vio que la cola de escombros seguía alargándose, tanto que la gravedad de la luna le hizo dibujar una amplia curva.

Todo ello confirmaba sorprendentemente la teoría de Abbey: que el artefacto extraterrestre de Deimos era un arma, y había vuelto a disparar, esta vez a la luna. Pero ¿por qué? ¿Como demostración de poder?

Pensó que no tenía sentido quedarse embobado al lado de la carretera. Tenía que coger un avión. Subió otra vez al coche, encendió la radio y sintonizó la emisora local de la National Public Radio. Por los altavoces resonaron los estruendosos acordes del Pasacalle y fuga en do menor de Bach, pero los cortó casi inmediatamente un locutor que interrumpió el programa con un anuncio especial sobre «el extraordinario fenómeno que se está produciendo en la luna».

—Nos hemos puesto en contacto con Elaine Dahlquist —dijo el locutor—, astrónoma del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian. Doctora Dahlquist, ¿nos puede decir qué estamos viendo?

—Mi primera teoría, Joe, es que la luna ha sufrido el impacto de un asteroide de grandes dimensiones, tal vez de dos fragmentos que han chocado simultáneamente en cada lado de ella.

—¿Por qué esto no lo había previsto nadie?

—Buena pregunta. Es evidente que se trata de un asteroide que no había sido detectado ni por Spacewatch ni por ningún otro programa de detección de asteroides cerca de la Tierra. En el Harvard-Smithsonian hemos enfocado nuestros telescopios hacia la luna, y tengo entendido que también la están contemplando el observatorio Keck y el telescopio espacial Hubble, además de muchísimos otros telescopios, de aficionados y de profesionales.

—¿Existe algún peligro para nosotros, en la Tierra? —preguntó el locutor.

—Tenemos noticias de una pulsación electromagnética o una lluvia de partículas cargadas que ha provocado cortes de electricidad y problemas con las redes informáticas. Aparte de eso, yo diría que aquí en la Tierra no corremos peligro. La luna está a trescientos noventa mil kilómetros.

Ford apagó la radio. Mientras conducía por la interestatal, la luminosidad del cielo se intensificó de forma lenta pero inexorable, a medida que la nube de escombros se expandía hacia fuera.

Era de un color amarillento, que adquiría tonos rojizos en los bordes: los escombros del impacto, calientes y en proceso de condensación. El telón, sin embargo, tardaría muy poco en bajar: las nubes intermitentes que poco antes cubrían el cielo se habían convertido en un frente tormentoso que se aproximaba por el horizonte, iluminado por relámpagos internos.

Echó un vistazo a su reloj: estaba a media hora del aeropuerto de Portland. Cogería el vuelo de las doce a Washington, y llegaría entre las dos y las tres de la madrugada.

Antes, sin embargo, tenía que tender una pequeña emboscada.