Harry Burr iba por la playa de guijarros con la pistola semiautomática en una mano, enfocando su linterna hacia el bosque y las rocas en busca de algún atisbo de figuras huidizas, de algún rostro agazapado entre los árboles, o lo que fuera. Sabía que estaban en la isla; aún tenían el bote en la playa, y hamburguesas quemándose en el horno. También estaba casi seguro de que Ford no llevaba ningún arma, ya que de lo contrario la habría usado en el bar, o en el aparcamiento. En conclusión: el único que iba armado era él.
Murmuró una palabrota. Por alguna razón se habían enterado de su llegada. Probablemente hubieran oído el motor de su barco, que de noche alcanzaba hasta muy lejos en el agua. Aun así, seguía teniendo todas las cartas en la mano; los tenía acorralados en una isla pequeña, de la que no podían escapar por ningún medio, excepto en bote. Al barco no podían ir nadando; la marea subía muy deprisa, y las corrientes rodeaban la isla a varios nudos de velocidad. Se habrían visto arrastrados irremediablemente.
En la isla había dos botes: el de ellos y el de él.
No costaba mucho adivinar qué harían: tratar de llegar hasta uno de los dos. Lo primero era ponerlos a buen recaudo. Por la playa, Burr fue hasta allí donde estaba amarrado el bote de ellos dos. Se le ocurrió echarlo a la corriente, pero decidió que era peligroso, ya que significaba quedarse sin refuerzo en caso de que algo saliera mal. Lo que hizo fue coger la amarra y arrastrarlo hacia el bosque hasta dejarlo más o menos oculto. Después quitó los remos y los escondió en puntos muy alejados entre sí, en medio de las zarzas. Tardarían horas en encontrarlos. Ahora, a poner el suyo a salvo.
Una luz brusca sobre su cabeza lo hizo agacharse y dar media vuelta con la pistola preparada, hasta que se dio cuenta de que venía del cielo. La luna llena. Mientras la contemplaba, tuvo la impresión de que brotaba de su superficie un chorro muy brillante, que se extendía por el cielo nocturno. En el lado contrario apareció otro punto de luz. ¿Qué demonios sería aquello?
Nada, alguna nube rara que al pasar por delante de la luna creaba una ilusión óptica muy llamativa.
Raudo y silencioso, cruzó los árboles hacia el extremo norte de la isla, y llegó hasta su bote. Ahí seguía, tan tranquilo, bajo una luna cada vez más luminosa. Justo cuando iba a arrastrarlo y esconderlo, como el otro, tuvo una idea: dejarlo a la vista como cebo, y esperar oculto a que vinieran a buscarlo. Cuando echasen en falta su bote, irían a por el de Burr. ¿Qué alternativa tenían? No podían esconderse eternamente.
Se apostó detrás de un amasijo de rocas, al borde de la playa, y allí, bien protegido, se dispuso a esperar.
El cielo se iba iluminando paulatinamente. Miró hacia arriba, preguntándose qué narices le estaría sucediendo a la luna. La nube rara no dejaba de crecer; a decir verdad, no parecía una nube.
Se volvió, concentrándose en su problema, y esperó a que llegasen. Casi no tuvo que esperar: pocos minutos más tarde divisó una sombra que se movía por el límite del bosque. Levantó la Desert Eagle y encendió las miras láser internas, pero después lo pensó mejor y las apagó. No hacía falta asustarlos con los movimientos del puntito rojo. Los tendría bastante cerca para matarlos sin él.
Sin embargo, la silueta estaba sola. Era la chica. Ford no iba con ella.