Cuando el Marea II se internó en el grupo de islas, Abbey redujo su velocidad a cuatro nudos. Little Green quedaba casi en el centro, y solo se podía llegar por dos rutas, una al noroeste y la otra al este. Ambos accesos eran delicados, llenos de rocas hundidas y de arrecifes, y había que acercarse con mucha precaución. El sol ya se había puesto, y en el cielo empezaban a aparecer las primeras estrellas.
Iban pasando las islas, oscuras, silenciosas. Con la mirada fija en la carta digital, Abbey maniobró con el barco por los sinuosos canales hasta que apareció Little Green, una isla larga, poblada de píceas, con una cala semicircular en el centro, y sobre ella, al fondo de un prado, la vieja cabaña de pesca.
Introdujo el barco en la cala con cuidado. Jackie echó el ancla, que se zambulló en el agua, sacando ruidosamente la cadena de su caja. En cuanto el ancla tocó fondo, Abbey apagó el motor.
En medio del silencio oyó el ruido lejano de otro barco, hacia el oeste, en algún punto de las islas.
Subieron al bote y remaron hacia la playa. Al entrar en la cabaña, Jackie encendió las luces mientras Abbey metía yesca en el hornillo.
—¿Hamburguesas? —preguntó Jackie, hurgando en la nevera.
—Por mí, de acuerdo.
Abbey encendió el fuego del horno y ajustó los reguladores. La yesca chisporroteó al prender. Se asomó a la puerta y respiró el aire de la noche, denso e inmóvil. Olía a hierba mojada, al humo de leña del horno, y a mar. Suaves olas rompían en la playa, susurrando; y a lo lejos, persistente, el sordo compás de un motor de barco. Parecía salir de la isla contigua, moviéndose con gran lentitud.
Se volvió en la puerta y le dijo a Jackie con calma, para no alarmarla:
—Creo que me voy a dar un paseo.
—No tardes. A las hamburguesas les falta muy poco.
En vez de caminar por la playa, Abbey se internó en el bosque, moteado por la luna, y siguió el ruido del barco hacia el extremo occidental de la isla. Al llegar a la punta, se quedó a la sombra de los primeros árboles, mirando hacia el agua, de donde procedía el ruido. El aire estaba húmedo. Había cambiado la marea, y el reflujo hacía borbotear corrientes que se rizaban en torno a la isla. Por el noroeste se acercaba un cielo aborregado, pero aún no había alcanzado la luna, que brillaba con una intensidad casi hiriente en el cielo nocturno.
Parecía que el sonido saliera de detrás de una isla contigua. Probablemente solo fuera un yate buscando dónde anclar; en verano mucha gente salía a navegar junto a la costa por diversión. Se reprochó el ser tan paranoica.
Por un hueco entre dos islas, a unos cuatrocientos metros, pasó la oscura silueta de un barco, y Abbey se estremeció: tenía apagadas las luces de posición. Desapareció tras la siguiente isla. Inmediatamente después, el ruido del motor cesó.
Abbey escuchó atentamente, pero se estaba levantando viento, y su susurro entre los árboles sofocaba cualquier ruido suave. Esperó en cuclillas en la oscuridad, tratando de serenarse; la ausencia de Ford la había vuelto asustadiza. Era imposible que el asesino los hubiera seguido hasta Maine, y más imposible aún que hubiera seguido su rastro hasta Little Green. Probablemente fuera un simple aficionado con un martini de más, que se había olvidado de encender las luces de posición. A menos que fueran contrabandistas de droga… Aquel tramo salvaje de la costa lo usaban a menudo los traficantes de marihuana para traer cargamentos de hierba desde Canadá.
Esperó y observó.
De pronto vio que de entre las sombras, exponiéndose a la luz de la luna, salía el bulto oscuro de un bote a remo que avanzaba sin tregua por el estrecho canal de separación entre la otra isla y Little Green. La silueta se convirtió ante su mirada en un bote cuidadosamente propulsado por un hombre alto. Iba hacia la isla donde estaban ellas, hacia el extremo donde se encontraba Abbey, siguiendo una ruta que impedía verlo desde la cabaña de pesca. La marea lo hacía avanzar con mayor rapidez. Tardaría pocos minutos en llegar a la playa, justo debajo del acantilado de la punta de la isla.
Metiéndose de nuevo por el bosque, Abbey se deslizó hasta un punto que le permitiera observar el lugar más probable del desembarco. El hombre remaba sin parar, con un chapoteo de remos contra el agua que llegaba hasta ella. Seguía siendo una silueta oscura y encorvada. Un minuto más tarde, el bote hizo crujir la grava. El remero saltó, arrastró el bote playa arriba y se quedó quieto, mirando a su alrededor, sin que se le viera la cara.
Cuerpo a tierra contra el musgo, Abbey lo observaba. El hombre se sacó algo de la cintura, y pareció que hiciera alguna comprobación. Al ver un brillo tenue de metal, la chica comprendió que era una pistola. Él la enfundó y, tras un vistazo rápido en derredor, se adentró en la oscuridad de los árboles. Al cabo de muy poco pasaría junto a ella.
Abbey se levantó y corrió entre los árboles, esquivando ramas y saltando sobre troncos caídos. En pocos minutos llegó a la cabaña e irrumpió por la puerta.
—Gracias a ti se me han quemado las ham…
—Jackie, tenemos que irnos. Ahora mismo.
—Pero si las hamburguesas…
La cogió de la mano y tiró de ella hacia la puerta.
—Ahora. Y no hagas ruido. En la isla hay alguien con una pistola.
—Dios mío.
La sacó a la oscuridad, y miró a su alrededor. Probablemente el hombre fuera derecho a la cabaña.
—Por aquí —susurró, haciéndola cruzar el prado y meterse en el bosque que se extendía hacia la punta sur de la isla.
Sin embargo, era un sitio demasiado pequeño y evidente para constituir un buen escondite. Las rocas del extremo sur de la isla, sobre todo con la marea baja —que dejaba al descubierto una cresta de rocas gigantescas recubiertas de algas—, brindaban una mejor opción.
Hizo señas a Jackie de que la siguiese. Sigilosas, subieron por entre los árboles hasta el acantilado de encima de las rocas. La luna seguía cerca del horizonte, y las altas píceas proyectaban su sombra en el pétreo amasijo, sepultándolo todo en la oscuridad. Resbalaron por la cuesta de tierra y treparon por las rocas, hacia el destino elegido por Abbey: la larga fila de rocas que penetraba en el agua, por debajo de la línea de marea alta.
—Va a subir la marea —susurró Jackie, patinando entre las algas.
—Nos ahogaremos.
—Solo es temporal.
Al llegar a la otra punta, encontró un escondite oscuro entre dos rocas cubiertas por las algas, de caras escarpadas, con huecos al pie en los que meterse. La marea subía muy deprisa.
—Métete aquí.
—Nos vamos a mojar.
—De eso se trata.
Jackie se agachó hacia las algas negras y frías, hasta quedar encajada bajo la repisa de piedra. Lo mismo hizo Abbey, que distribuyó todas las algas que pudo por encima de ella y a su alrededor. Aspiró un fuerte olor a algas. Su vista alcanzaba hasta las píceas, en lo alto de las rocas, y llegaba a vislumbrar la cabaña iluminada, al otro lado del prado, a una distancia de unos quinientos metros. Frente a ellas dos, el agua lamía las rocas y borboteaba con el subir de la marea.
—¿Quién es? —susurró Jackie.
—El que nos persigue. Ahora cállate.
Esperaron. Tras lo que le pareció una eternidad, Abbey vio salir del bosque la silueta del hombre, que caminó por el prado bañado por la luna. Pistola en mano, rodeó lentamente la cabaña, se asomó a una ventana y miró a través del cristal, pegándose por fuera al muro. Después de un rato mirando, se acercó a la puerta y la abrió de una patada. El ruido turbó la placidez del aire de la noche, y sus ecos se alejaron por el agua oscura.
Entró en la cabaña, y al cabo de un rato salió y miró a su alrededor. En su mano llevaba una linterna. Rodeó despacio el prado, enfocándola hacia los árboles.
Mientras tanto, la marea iba subiendo.
La figura desapareció en el bosque, sobre el escondite de Abbey y Jackie. La luz de la linterna parpadeaba entre los árboles.
Reapareció al borde del bosque, en lo alto del risco que dominaba las rocas. Bajó con precaución hasta quedarse de pie sobre una roca alta, enfocando por la playa su linterna, cuyo haz amarillo lamió inquisitivamente las rocas alrededor de las chicas. Al tocar el brazo de su amiga, Abbey percibió un temblor.
La figura empezó a caminar hacia ellas, haciendo un ruido como de carraca al desalojar las piedras sueltas con los pies. La luz volvió a brillar en lo alto de las rocas, y se detuvo un instante a ambos lados del escondite. Abbey, mientras tanto, sentía filtrarse la marea a sus pies, por entre las piedras recubiertas de algas. ¿A qué velocidad iba? Sobre los cinco centímetros de ascensión vertical cada cuatro minutos, y con luna llena todavía más.
Cuando la silueta se acercó, Abbey metió la cabeza entre las algas y la bajó. Ahora oía el susurro del agua, cuyo suave vaivén formaba remolinos alrededor de sus pies. Ya oía respirar al hombre, trabajosamente.
El haz amarillo pasó de nuevo encima de las rocas, esta vez con gran lentitud. Una vez. Dos veces. Después se oyó un gruñido, y el hombre empezó a alejarse. Tras parpadear en un montón de rocas, a la derecha de Abbey y Jackie, la luz se fue por la playa.
El agua ya bañaba los tobillos de Abbey, agitando las algas y silbando en el momento del reflujo. Tras dos minutos de espera, esta se atrevió a mirar. Vio que el hombre se movía cautelosamente por la playa a unos cien metros, sin dejar de buscar con la linterna mientras se dirigía al bote de ella y de Jackie.
—Tenemos que irnos de esta isla —susurró Abbey.
—¿Cómo narices quieres que nos vayamos, con el bote tan a la vista?
—Llevándonos el suyo.
Jackie temblaba. Abbey le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.
—Tú quédate aquí, y ve subiendo poco a poco con la marea. Voy a robarle el bote y a buscar nuestro barco. Luego paso a buscarte. Me acercaré a la playa lo máximo que pueda. Cuando me oigas cerca, empieza a nadar. Tendrás la corriente a tu favor.
—Vale —musitó Jackie.
De pronto, Abbey vio un relámpago en el cielo, que se aclaró rápidamente. Al principio pensó que el asesino las había encontrado, enfocándolas de repente con la linterna.
—¡Mierda! —dijo Jackie, tirándose al suelo y tapándose la cabeza con un movimiento instintivo.
Inmediatamente, Abbey levantó la suya y se quedó mirando la luna.
—¡Dios mío! ¡Jackie!
De un lado de la luna brotaba una bola de fuego gigantesca; en el lado opuesto, un surtidor de polvo luminoso se extendía en sentido lateral, como a cámara lenta, adquiriendo tal intensidad que Abbey tuvo que protegerse los ojos. Era algo raro, insólito, un fenómeno de una belleza espectacular, como si se hubiese reventado la luna, derramando una ristra de joyas relucientes que brillaban con fuego interno.
La bola de fuego del otro lado, por su parte, no dejaba de aumentar de tamaño y cambiaba de color: el azul frío del centro se iba volviendo amarillo verdoso al alejarse hacia los bordes, que presentaban una gradación hacia el naranja y el rojo, como una cuña que se fuera expandiendo desde la superficie lunar.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Jackie, mirando con los ojos como platos.
La luz, siempre en aumento, bañaba las islas, las píceas oscuras, las rocas y el mar con un amarillo verdoso, falso y estridente. El horizonte adquirió la nitidez de un filo de navaja, entre un cielo morado y un mar verde claro, con manchas negras y rojas.
Abbey volvió a mirar la luna, entornando los ojos por la fuerza de la luz: en esos momentos se estaba formando una especie de halo en torno al disco, como si a consecuencia de un impacto o sacudida la luna desprendiese polvo hacia el espacio. Fue como si cayera un gran silencio sobre todas las cosas, una quietud absoluta que acentuaba lo surrealista del espectáculo.
—¡Abbey! —dijo Jackie en voz baja, de pánico.
—¿Qué es? ¿Qué pasa?
—Creo —contestó lentamente Abbey— que el arma de Deimos acaba de disparar contra la luna, y que esta vez el disparo ha sido mucho más potente.