Abbey llevó el Marea II hasta el minúsculo embarcadero flotante del puerto de Owls Head. Jackie saltó a tierra y ató las amarras. En el puerto no había nadie, solo algunos barcos atracados y gaviotas que los observaban desde lo alto de los pilotes. Acababa de ponerse el sol, llenando el cielo con hilachas de nubes de color anaranjado, lo que su padre llamaba colas de yegua, que eran señal de mal tiempo. El diminuto puerto estaba desierto, y solo había media docena de barcos amarrados.
Wyman Ford cogió su maletín y bajó al muelle, que crujía, mientras se alisaba las arrugas del traje e intentaba peinarse con los dedos.
—No te esfuerces, que aún parece que tengas resaca —dijo Abbey, riéndose.
—¿Vas a robar algún otro coche?
—Espero que no haga falta. ¿Por dónde queda el pueblo?
—Sigues la carretera y ya está; no tiene pérdida. Yo de ti me iría, que se acerca una tormenta.
—¿Cómo lo sabes?
Miró hacia arriba.
—El cielo.
—Quedaos en la isla hasta recibir noticias mías. Si no sabéis nada en cinco días, será que me han detenido. En ese caso, acercad el barco a tierra firme lo justo para tener cobertura en el móvil y llamad a este número.
—Ford le dio un papel.
—Os ayudará.—Hizo una pausa.
—He decidido hacer pública la información.
—Si lo haces, la mierda empezará a salpicar, pero de verdad.
—Es la única manera. El mundo tiene que saberlo.
—Ford cogió afectuosamente a Abbey por un hombro y la miró desde lo alto de su gran estatura, con el pelo negro y rebelde erizado de cualquier manera, y una mirada grave en sus ojos azules.
—Prométeme que os quedaréis en la isla, sin que os vea nadie. Nada de saliditas en barco. Tenéis víveres para una semana.
—Vale.
Le apretó el hombro.
—Suerte, Abbey. Has sido una ayudante estupenda. Lamento haberte mezclado en esto. Abbey resopló.
—No pasa nada. Me gusta robar coches y que me disparen.
Ford se dio la vuelta. Ella le vio dar zancadas por la pasarela, subir por el embarcadero y llegar hasta la carretera. Instantes después, su silueta alta y angulosa desapareció por una curva, y Abbey sintió cierta soledad, rara e inesperada.
—Pues nada, ya se ha ido el señor CÍA —dijo Jackie.
—¿Te lo has follado?
—Para el carro, Jackie. Me dobla la edad. Tú siempre pensando en el sexo.
—Como todo el mundo, ¿no?
Levaron anclas. Jackie encendió un porro, mientras salían del puerto y Abbey navegaba lentamente, disfrutando del anochecer. Frente a ellas se erguía la gran silueta de Monroe Island, cubierta de árboles. En Cutters Nubble, un arrecife situado más allá de la punta sur de la isla, rompía un oleaje constante, con la regularidad de un reloj lento. Abbey dio un amplio rodeo en torno al arrecife. Cuando se alejaban de él, salió una luna llena de color mantequilla por el borde del mar. Un grupo de araos volaba de regreso a poca altura, lanzados sobre el agua como balas, mientras mucho más arriba un águila pescadora volvía a su nido con un pez, que todavía se agitaba, entre las garras.
—¡Anda, mira! —exclamó Jackie, vuelta hacia el este para contemplar la luna llena.
—Casi parece que se pueda tocar.
Abbey empujó suavemente la palanca, giró el timón y puso rumbo a las islas de Muscle Ridge, una hilera de jorobas negras que se vislumbraban en el horizonte, a siete kilómetros de distancia. Se veía todo tan tranquilo, perfecto, atemporal… Parecía surrealista que muy encima de ellas, en una luna pequeña y remota, pudiera haber un arma que justo en ese instante apuntaba hacia la Tierra; y que todo aquello pudiera desaparecer en décimas de segundo.