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Harry Burr estaba en cubierta del Halcyon, viendo cómo Straw, al timón, surcaba las olas a toda velocidad en su barco. A falta de tiempo, habían tenido que alquilar uno mayor y más lento de lo que quería Burr, pero al menos tenía la ventaja de su estabilidad. Después de zarpar a mediodía, habían seguido por la radio VHF los partes meteorológicos, en los que se informaba a las embarcaciones pequeñas que se aproximaba una tormenta. Burr no estaba seguro de que un yate Downeaster de doce metros como el Halcyon, con dos motores diésel, entrase en la categoría de embarcación pequeña, pero tampoco tenía muchas ganas de comprobarlo.

—¿No podría hacer que el barco fuera un poco más deprisa?

—Ya estoy forzando demasiado el motor —respondió Straw.

Por enésima vez, se acercó los prismáticos y escudriñó el mar y las islas. A Burr lo sorprendía que hubiera tantas: decenas, o cientos, sin contar las rocas ni los arrecifes. Algunas estaban habitadas, y un par de ellas incluso contaban con estructura comercial, pero la mayoría estaban desiertas. Desplazó la mirada hacia la carta digital de la cabina de control, muy bien surtida de instrumentos. Su niñez en Greenwich le había permitido pasar mucho tiempo entre barcos, y sentirse a gusto en ellos, aunque aquello ya quedaba un poco lejos. Observó atentamente la navegación de Straw, para estar seguro de poder manejar bien el barco cuando regresara a solas, ya consumada la caza. La tormenta le daría una buena excusa para explicar la desaparición del pescador.

—En cuanto rodeemos la punta de aquella isla de allá —dijo Straw—, tendremos a la vista todo el lado norte de la bahía de Muscongus. Saque los prismáticos y esté preparado para mirar.

—Estamos pasando al lado de muchas islas. ¿Cómo sabe que ellos dos no están en alguna cala?

—No lo sabemos. Primero buscaremos por mar abierto, y luego volveremos para examinar las calas.

—Tiene su lógica.

Motivación no le faltaba a Straw, eso seguro. Apretaba el timón hasta que los nudillos se le ponían blancos, mientras sus ojillos se movían constantemente en busca de otros barcos. Parecía a punto de venirse abajo.

—Aún nos queda mucho tiempo —dijo Burr, tratando de no perder la calma.

—No se preocupe. Mientras estén en el agua, él no la atacará. La necesita para manejar el barco.

—Me conozco todos los puertos, calas y atracaderos entre aquí e Isle au Haut, y le juro que buscaremos en todos ellos hasta encontrarla.

—La encontraremos.

—¡Desde luego que sí, maldita sea!

Burr se sacó un paquete del bolsillo y lo agitó para extraer un cigarrillo. Straw empezaba a cansarlo.

—¿Le molesta que fume?

El hombre lo miró. Tenía los ojos fatigados y rojos. Estaba pensando demasiado, el pobre.

—Fume a popa, lejos del motor. Llévese los prismáticos y siga mirando.

Burr fue al coronamiento y encendió el cigarrillo. Estaban circundando la punta de la isla. Poco después apareció otra gran extensión de agua al noreste, salpicada de islas. Faltaba poco para el atardecer, y el sol pintaba una franja iridiscente en el azul del mar. Había varios barcos langosteros que iban de un lado para otro, recogiendo las trampas. Burr levantó los prismáticos y examinó los barcos uno a uno.

Ninguno era el Marea II.

Dio otra calada, preguntándose qué se traerían entre manos Ford y la chica, y por qué se habían escapado mar adentro. ¿Algún tipo de espionaje? Como siempre, ignoraba la verdadera identidad de sus clientes, y la razón de que quisieran el disco duro, lo cual hacía imposible comprender por qué habían ido de Brooklyn a Washington, habían robado un coche, se habían ido a Maine y habían zarpado en un barco. Lo único que sabía Burr era que Ford tenía un disco duro que valía doscientos mil dólares; lo cual, en el fondo, era lo único que necesitaba saber.