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Al despertarse en la cabaña, Abbey olió a huevos con beicon en fuego de leña, vio entrar el sol por las ventanas y oyó que el agua rompía en los guijarros de la playa. Al ir a la sala principal, encontró a Ford en la mesa de la cocina, inclinado hacia el ordenador portátil conectado al disco de la NPF. Estaba mirando las fotos.

—¡Ya era hora! —exclamó Jackie, en los fogones.

—Es mediodía, dormilona.

Le puso en las manos una taza de café, preparado como le gustaba a Abbey, con toneladas de nata y azúcar.

—Ven a desayunar fuera.

Tras una mirada de reojo a Ford, salió de la cabaña y se acercó a la vieja mesa de picnic. A la playa, que era de piedras, se bajaba por un largo prado infestado de hierbas. El mar estaba salpicado de islas alfombradas de píceas, con algunas aberturas que permitían divisar el horizonte marino en la distancia.

Jackie le puso el desayuno delante, y se sentó con una taza de café.

—¿Dónde está el Marea? —preguntó Abbey al atacar los huevos con beicon. Se moría de hambre.

—Lo he movido a la cala que hay detrás de la isla.

La chica se bebió el café con la mirada puesta en el mar, esperando a que se le despejase la cabeza. Little Green pertenecía a un grupo de treinta islas separadas de tierra firme por el canal de Muscle Ridge. La bahía de Muscongus quedaba al sur, y la de Penobscot al norte. Era un escondite perfecto, justo en medio, invisible desde tierra y desde el mar, y extremadamente bien protegido de las inclemencias. Que Abbey supiera, nadie los había visto irse de Round Pond, ni sabía adonde iban; ni siquiera su padre. Estaban a salvo. Pero ¿de qué? He ahí la gran pregunta.

Se acabó los huevos con un trozo de pan, y cogió la cafetera de la mesa para servirse otra taza. El mar estaba en calma, y las olas iban y venían en suave y regular cadencia. En el cielo chillaban las gaviotas. Un barco langostero traqueteaba entre las islas, a lo lejos.

Ford salió con una taza de café, y acomodó en un asiento su cuerpo desgarbado.

—¡Buenos días! —saludó Jackie, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Ha dormido bien, señor Ford?

—Como nunca.

Ford bebió un buen trago de café, y se quedó contemplando el mar.

—Veo que has estado mirando las imágenes de Deimos —dijo Abbey.

—Sí.

—¿Qué te parece?

Ford tardó un poco en contestar. Lo hizo mirándola sin que parpadeasen sus ojos azul claro, despacio y en voz baja.

—Me parece un descubrimiento excepcional. Ella asintió con la cabeza.

—No cabe duda de que es extraterrestre, y probablemente sea el origen de los rayos gamma. Para estar tan gastado y lleno de agujeros, tiene que ser antiguo.

—Ya te dije que era verdad.

Ford sacudió la cabeza despacio.

—Es la respuesta a uno de los misterios más profundos del cosmos. Ahora que hemos encontrado esta construcción extraterrestre, sabemos que no estamos solos. Me he quedado estupefacto.

Abbey lo miró fijamente.

—O sea, que no lo entiendes.

—¿Qué quieres decir? —Abbey sacudió la cabeza.

—Ni «construcción extraterrestre» ni hostias. Es un arma. Y acaba de disparar contra la Tierra.