Mabel Fortier salió de la lavandería Wand-o-Matic con la ropa limpia en una cesta de metal, que empujó hacia su coche por el aparcamiento. Vio que al fondo estaba el grupo de zarrapastrosos de siempre, con sus coches trucados, hablando por el móvil, soltando tacos, bebiendo cerveza, fumando cigarrillos y tirando al suelo las colillas.
Quiso decirse una vez más que eran buenos chicos desahogándose; de algunos, incluso, había sido profesora en primer curso, antes de jubilarse. Qué encantadores eran entonces… ¿Qué les había pasado? Sacudió la cabeza; ahora fumaban todos los adolescentes, y decir palabrotas ya no era como en su época.
Tal fue la benévola actitud en la que procuró mantenerse al apilar la ropa limpia en el asiento trasero, plegar la cesta y guardarla en el maletero. Oyó el ruido de neumáticos de otro coche que se incorporaba a la reunión de adolescentes, y al alzar la vista vio que al fondo del aparcamiento irrumpía a gran velocidad un Cámaro azul metálico —el del chico de los Hinton—, anunciando su llegada a golpe de claxon. Iba pasado de velocidad. Tras un giro, acompañado de un chirrido, Mabel oyó un golpe, y el roce estridente de dos superficies de metal, a la vez que el asfalto recibía una lluvia de trocitos de plástico. Por culpa de un giro demasiado brusco, el loco del Cámaro se había cargado la parte trasera de una camioneta blanca aparcada frente a los escaparates vacíos del final.
Vio que el conductor del Cámaro frenaba, bajaba y se agachaba a examinar la abolladura de un metro de longitud que se había hecho en un lado de su coche. No se molestó ni en comprobar el estado de la camioneta, que había perdido la luz trasera y tenía el parachoques medio arrancado. Desde la otra punta del aparcamiento, Mabel le oyó soltar tacos atroces, acogidos con risas y abucheos por el grupo de jóvenes. Después el conductor volvió a subir al Cámaro y salió disparado del aparcamiento, con otro chirrido de neumáticos.
Mabel Fortier no daba crédito a sus ojos. Acababa de irse de un accidente, y ahora los otros subían a sus coches y también se largaban, «tocando a retreta» antes de que llegase la policía.
Era un escándalo, un escándalo. El hijo de los Hinton se iba así como así después de provocar destrozos a un vehículo ajeno por valor de varios miles de dólares.
Era la gota que colmaba el vaso. No se saldrían con la suya. Todo tenía un límite. Mabel Fortier sacó su móvil y marcó impasible el número de la policía.