Una cálida brisa de verano soplaba desde Great Salt Bay cuando Abbey subió corriendo a la puerta de un viejo edificio del centro de Damariscotta, bajo la escalera de incendios enmarcada en un cielo estrellado. Llamó al timbre del piso de Jackie, con una cuarteta de insistentes presiones al botón. Poco después, una voz sorda preguntó—: ¿Qué coño pasa?
—Soy yo, Abbey. Ábreme.
Se oyó el zumbido de la puerta. Abbey la abrió y subió por una precaria escalera. La camioneta Ford robada se había quedado en el aparcamiento de un mísero y pequeño centro comercial de la carretera 1, donde parecía poco probable que llamara la atención, al menos a corto plazo. Después habían caminado tres kilómetros por el bosque y por carreteras secundarias, hasta Damariscotta.
Llegó a la puerta del piso.
—¿Jackie?
Oyó un gruñido de queja.
—Vete.
—¡Despierta, es importante!
Un gemido. Ruido de pies arrastrándose contra el suelo. Giraron las cerraduras, y Jackie abrió la puerta. Iba en camisón, despeinada.
—Son las dos de la mañana, joder.
Abbey la apartó para entrar, y cerró la puerta.
—Necesito que me ayudes.
Su amiga se quedó mirándola. Un suspiro.
—Pero bueno, ¿ya vuelves a estar metida en líos?
—De los gordos.
—¿Por qué será que no me sorprende?
En el puerto de Round Pond, negro bajo el cielo nocturno, el agua lamía los pilones de roble. Abbey se paró al principio del embarcadero. Veía el Marea II, atracado a unos cincuenta metros. Eran las tres de una noche negrísima, con nubes que tapaban la luna. Faltaban unos treinta minutos para la hora en que solían empezar a llegar los langosteros; bastante cerca de la hora habitual para que nadie prestase especial atención a que un barco se fuera.
Detrás de ella, en el muelle, estaban Jackie Spann y Wyman Ford, él con su sempiterna cartera en una mano.
—Esperadme aquí. Voy a llevar el barco al muelle flotante. Cuando esté, subid deprisa.
Desató el bote y echó los remos al agua. Remó hacia el barco con la esperanza de que su padre aún no estuviera levantado. Le había dejado una sucinta nota, pero era imposible saber cómo reaccionaría al hecho de que Abbey volviese a tomar «prestado» el barco para una finalidad no especificada… y encima le pidiese que mintiera al respecto.
Remó con fuerza. Lo único que rompía la quietud del puerto era el ruido de los remos, y el de los cabos al chocar contra los mástiles de las embarcaciones de vela ancladas en el muelle. Hasta las gaviotas dormían. Al llegar al Marea II, subió a bordo y puso en marcha el motor, haciendo trizas bruscamente la paz de aquella noche de verano. Estaba casi segura de que no se fijaría nadie. En un puerto de trabajadores, los ruidos de motor eran el pan de cada día, incluso en plena noche.
Al acercarse al muelle flotante, ni siquiera se tomó la molestia de parar el barco por completo. Jackie y Ford lanzaron a bordo su equipaje y subieron de un brinco. Abbey giró el timón y puso rumbo a mar abierto, hacia el estrecho, más allá del parpadeo luminoso de la boya que señalizaba el canal.
—Bueno —dijo Jackie al sentarse en la cabina, volviéndose hacia Ford con una sonrisa burlona.
—¿Quién es usted, y qué narices pasa?