Abbey, al timón, llevaba el barco langostero hacia el muelle flotante. Echó una defensa y acostó limpiamente. «¿Lo ves, papá? —pensó—. Soy perfectamente capaz de pilotar tu barco». Su padre, como cada año, se había ido a California a ver a su hermana mayor, que era viuda, y estaría fuera una semana. Abbey le había prometido cuidar el barco, comprobar que estuviera en buen estado y mirar a diario la sentina.
Era lo que pensaba hacer, pero en el agua.
Se acordó de los veranos de sus trece o catorce años —cuando aún vivía su madre—, aquellas mañanas en las que salía con su padre a pescar langostas. Hacía de segundo de a bordo: poner cebos en las trampas, medir y clasificar las langostas y devolver las pequeñas al agua. Le daba rabia que su padre nunca le hubiera dejado ponerse al timón, ni una sola vez. Luego, ya huérfana de madre, y en la universidad, su padre se había buscado a otro segundo, y no había querido reintegrarla al puesto cuando ella volvió. «No sería justo para Jake —decía—. Él se gana la vida trabajando. Tú te irás a la universidad».
Pensó en otra cosa. El mar de antes del alba era un espejo. Al ser domingo, día en que era ilegal pescar, no había langosteras a la vista. En el puerto reinaba la calma, y en el pueblo el silencio.
Echó un par de cabos a Jackie, que los amarró a las cornamusas. Tenían el material apilado en el muelle: neveras portátiles, un bidón pequeño de propano, un par de botellas de Jim Beam, dos petates, cajas de comida no perecedera, ropa para el mal tiempo, sacos de dormir y almohadas. Empezaron a guardarlo todo en la cabina. Mientras trabajaban, el sol salió sobre la línea del mar y vertió lingotes de oro por el agua.
Al salir de la cabina de control, Abbey oyó un petardeo de motor de coche, y el ruido de un cambio de marchas. Procedía de arriba, del embarcadero. Poco después apareció alguien al final de la rampa.
—Oh, no, mira quién ha venido —dijo Jackie.
Randall Worth bajó tranquilamente por la rampa. A pesar de los diez grados de temperatura, llevaba una camiseta ceñida, sin mangas, que dejaba a la vista unos tatuajes asquerosos de presidiario.
—¡Anda, pero si son Thelma y Louise!
Era alto, nervudo, con el pelo grasiento hasta los hombros, la cara picada de viruela y la barbilla sin afeitar. Aunque no había subido nunca a una moto de verdad, llevaba botas de cuero de motorista, con cadenas colgando. Su sonrisa burlona dejaba a la vista dos hileras de dientes marrones y podridos.
Abbey siguió cargando el barco como si no lo hubiera visto. Lo conocía de casi toda la vida, pero aún no daba crédito a la catástrofe infligida a sí mismo por quien fuera un niño simpático y tonto, con pecas; aquel niño que siempre era el peor jugador de toda la liga infantil, aunque nunca dejaba de esforzarse. Quizá la culpa fuera del apodo acuñado inevitablemente a partir de su apellido, y coreado en los partidos de béisbol: «Worthless, Worthless…»[1].
—¿Os vais de vacaciones? —preguntó él.
Abbey subió un petate por la borda. Jackie lo embutió en un rincón del puesto de mando.
—Desde que salí de la cárcel no me habéis venido a ver ni una sola vez. Estoy dolido.
Abbey cargó el segundo petate. Casi habían terminado. No veía el momento de alejarse de Worth.
—Os estoy hablando.
—Jackie —dijo Abbey—, coge la otra asa de la nevera.
—Vale.
La levantaron y justo cuando iban a subirla por la borda, Worth les cerró el paso.
—He dicho que os estoy hablando.
Marcó músculo, pero en su cuerpo demacrado el efecto era ridículo. Abbey dejó la nevera en el suelo y lo miró fijamente. De pronto sentía una enorme tristeza.
—¡Uy! ¿No te dejo pasar? —dijo el chico con una sonrisita.
Abbey esperó cruzada de brazos, sin mirarlo.
Worth se acercó más y se inclinó hasta que sus caras casi se tocaron, envolviendo a Abbey en un olor fétido a sudor. Sus labios agrietados dibujaron una sonrisa torcida.
—¿Creías que me ibas a dejar plantado?
—Para empezar, entre tú y yo no ha habido nunca nada, así que aquí nadie ha dejado plantado a nadie —repuso Abbey.
—¿Ah, no? ¿Pues cómo le llamas a esto? —Worth contoneó obscenamente sus caderas, en un vaivén acompañado de gemidos en falsete—: «Más adentro, más adentro».
—Sí, claro. Para lo que me sirvió, podría haberme ahorrado el aliento.
A Jackie se le escapó la risa.
Silencio.
—¿Qué quiere decir eso?
Abbey se volvió, sin rastro ya de compasión.
—Nada, solo que te apartes.
—Las tías que me folio son para mí. ¿No lo sabías, negra?
—¡Oye, tú, racista asqueroso, cállate de una puta vez! —dijo Jackie.
¿Por qué? ¿Por qué había hecho la tontería de liarse con él? Abbey cogió el asa y levantó la nevera.
—¿Piensas apartarte, o tengo que llamar a la policía? Como infrinjas la condicional, te vuelves a la cárcel.
Él no se movió.
—Jackie, enciende el VHF. El canal dieciséis. Llama a la poli. Esta saltó al barco, entró en la cabina y bajó el micro.
—Que te den —dijo Worth, apartándose.
—De poli, nada. Seguid, seguid, que yo no os molesto. Solo te digo una cosa: a mí no me dejas tirado.—Levantó mucho el brazo y apuntó a Abbey con el dedo.
—Porque eres madera negra, y ya sabes lo que dicen: el mejor tajo es el que das a la madera negra.
—Déjame en paz.
Abbey lo rozó al pasar, con la cara muy roja, y subió la última nevera por la borda. Después de guardarla en la cabina, cogió el timón y puso una mano en la palanca de cambios.
—Suelta amarras, Jackie.
Jackie desató los cabos, los echó en el barco y subió a bordo. Abbey puso el barco en marcha adelante, sacó la popa, cambió a marcha atrás y se alejó.
Worth se quedó en el embarcadero, bajito y flaco como un espantapájaros, intentando poner voz de duro.
—¡Sé a qué vais! —gritó.
—Todo el mundo se ha enterado de que volvéis a buscar el tesoro pirata. No engañáis a nadie.
En cuanto el Marea dejó atrás la boya de la entrada del puerto, Abbey viró a estribor, aceleró y puso rumbo a mar abierto.
—Pero qué gilipollas —dijo Jackie.
—¿Le has visto la boca de pastillero?
Abbey no dijo nada.
—Racista cabrón… Alucino de que te haya llamado negra. Para blancos de mierda, este hijo de puta.
—Ojalá… fuera yo negra.
—¿Con qué coño me sales ahora?
—No sé. Es que me siento tan… blanca.
—Bueno, es que en cierto modo eres blanca. Vaya, que bailando eres un desastre.
Jackie soltó una risa forzada. Abbey entornó los ojos.
—No, ahora en serio. No tienes nada que parezca de negra: ni la forma de hablar, ni la educación, ni los amigos… No te ofendas, pero… —Jackie no acabó la frase.
—Eso es lo malo —repuso Abbey—, que en el fondo no tengo nada que parezca yo. Soy negra genéticamente, pero blanca en todos los demás sentidos.
—¿Qué más da? Eres lo que eres, y a la mierda con el resto.
Tras un silencio incómodo, Jackie preguntó:
—¿De verdad que os acostasteis?
—No me lo recuerdes.
—¿Cuándo?
—Hace dos años, en aquella fiesta de despedida de los Lawlers. Antes de que empezara él con la meta.
—¿Por qué?
—Estaba borracha.
—Vale, pero ¿con un tipo así? Abbey se encogió de hombros.
—Fue el primer chico al que di un beso, en sexto…
—Vio la sonrisa burlona de Jackie.
—Vale, vale, soy una tonta.
—No, es que tienes mal gusto con los hombres. Un gusto realmente malo.
—Gracias.
Abbey abrió la ventanilla de la cabina, exponiendo su cara a un chorro de aire marino. El barco surcaba un mar de cristal. Al cabo de un rato se animó. Era una aventura, y se iban a hacer ricas.
—¡Eh, primera oficiala! —Levantó una mano.
—¡Chócala!
Hicieron chocar sus manos. Abbey pegó un grito.
—Romeo Foxtrot, ¿bailamos?
Enchufó el iPod en el equipo de música Bose de su padre, buscó la Cabalgata de las valquirias y puso el volumen a tope. El barco rugía por el estrecho de Muscongus, atronando las aguas con las notas de Wagner.
—Primera oficiala —dijo Abbey—, apunte en el diario de a bordo: Marea, 15 de mayo, 6.25 de la mañana, combustible al cien por cien, agua al cien por cien, bourbon al cien por cien y hierba al cien por cien, horas de motor 9.114,4, viento insignificante, estado del mar uno, todos los sistemas en funcionamiento, sesenta grados a doce nudos rumbo a Louds Island en busca del meteorito de la bahía de Muscongus.
—Sí, mi capitana. ¿Y si antes lío un porro?
—¡Magnífica idea, primera oficiala! —Abbey soltó otro grito, sin acordarse ya de Worth.
—Esto sí que es vida.