Al observar la recepción del hotelucho, Harry Burr olió algo y se miró los zapatos por si había pisado una caca de perro. No, debía de haberla traído otra persona. Le había sobrado tiempo para descansar durante el viaje a Washington. Con lo cerca que había estado… ¡Hasta había visto que la chica arrancaba el disco de detrás de la nevera al salir! Pero al final se habían subido a un taxi, antes de que pudiera darles caza y rematar la faena.
Pero no se le habían escapado del todo. Gracias al número del techo del taxi, y a un poco de ayuda por parte de un amigo en la policía de la capital, había podido seguir su rastro hasta allí. Fue al mostrador y tocó la campanilla. Instantes después salió del fondo, arrastrando los pies, un individuo mantecoso, con cara de niño y un cinturón tres agujeros demasiado apretado que marcaba un anillo en la grasa.
—¿Le puedo ayudar?
Burr afectó nerviosismo, como era de rigor, y habló de forma atropellada.
—Pues eso espero, mire. Estoy buscando a mi hija. Se ha fugado con un hombre, un cerdo redomado que la conoció en la iglesia, fíjese si es pervertido.
—Se paró a respirar.
—Creo que han pasado aquí la noche. Tengo fotos.
—Hurgó en su maletín, hasta sacar instantáneas de Ford y de Abbey.
—Aquí están.
Respiró agitadamente.
El recepcionista hizo un ruido con los labios e, inclinándose despacio hacia las fotos, las miró. Se hizo un largo silencio. Burr contuvo el impulso de pasarle uno de veinte, que era lo que a todas luces esperaba. A él no le gustaba pagar la información; de esa manera a veces te la daban mala. En cambio, los que te proporcionaban información por simple bondad —¡almas de cántaro!— siempre te la daban buena.
Otro ruido con los labios. Don Flemático alzó la mirada, hasta encontrar la de Burr.
—¿Hija? —preguntó, con una nota escéptica en la voz.
—Adoptada —dijo Burr.
—De Nigeria. Mi mujer no podía quedarse embarazada, y quisimos darle una oportunidad a una niña de África. ¿La ha visto o no? Ayúdeme, por favor, es la niña de mis ojos. El muy cerdo la conoció en nuestra iglesia; le dobla la edad, y encima está casado.
La mirada regresó a la foto. Se oyó un largo suspiro, como una bolsa estrujada.
—Los he visto.
—¿De verdad? ¿Dónde? ¿Se alojan aquí?
—Yo no quiero problemas.
—No los tendrá, se lo aseguro. Solo quiero salvar a mi hija.
El recepcionista asintió con la cabeza, sin dejar de mascar chicle. A Burr, su cara le recordó una vaca rumiando.
—Si hay problemas, tendré que llamar a la poli.
—¿Tengo yo pinta de causar problemas? Pero ¡si soy profesor de literatura inglesa en Yale, por Dios! Solo quiero hablar con ella. ¿En qué habitación están?
No hubo respuesta. Era el momento de recurrir a un poco de dinero contante y sonante. Burr desdobló uno de cincuenta, que el recepcionista le arrebató con sus zarpas. Entró gruñendo en el despacho del fondo y salió con el libro de registro, que abrió encima del mostrador y giró, señalando con un dedo de salchicha. «Señores Morton».
—¿Señores Morton? ¿Solo han cogido una habitación? ¿La ciento cincuenta y cinco?
El recepcionista asintió con la cabeza.
Harry Burr puso cara de un padre que pensaba en algo en lo que habría preferido no pensar.
—¿Y los documentos? ¿No tuvieron que enseñar ninguno?
—A veces nos olvidamos de pedirlos —fue la débil excusa del recepcionista.
Al consultar el plano del motel, Burr vio que la habitación ciento cincuenta y cinco estaba en el ala trasera, en la planta baja. Era un establecimiento barato, con entrada independiente en todas las habitaciones, y sin puertas traseras. Mejor que mejor.
Se irguió.
—Gracias, muchas gracias.
—Nada de ruido, o llamo a la poli.
—No se preocupe.
Burr volvió a su coche, que había dejado en punto muerto. Salió de la vía de acceso, y al meter la mano en la guantera le tranquilizó encontrar la culata de la Magnum semiautomática israelí Desert Eagle del cuarenta y cuatro, que era su arma de trabajo. Cogió el silenciador, lo fijó a la boca del cañón y dejó la pistola en el asiento de al lado, mientras conducía hacia la parte trasera del motel.
En lo que de él dependía, no habría ruido.