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Ford, en su Mercedes de alquiler, bajaba suavemente por las curvas del barrio pijo de Washington situado en torno a la calle Québec Noroeste, hasta que encontró una casa donde se celebraba una fiesta. Aparcó su coche en la acera, detrás de los otros, y salió, abrochándose la americana. Era una noche calurosa. A ambos lados de las frondosas calles se alineaban elegantes casas neoclásicas, cuyas ventanas desprendían un resplandor amarillo en la oscuridad estival. La casa de la fiesta estaba más iluminada que la mayoría. Al pasar de largo oyó filtrarse notas de jazz en sordina. Caminando sin prisa por la calle, con las manos en los bolsillos de su traje, se encaminó, como un vecino de paseo, hacia Spring Valley Park, una pequeña franja de árboles junto a un arroyo. Una vez en el parque, se metió por un sendero y esperó a tener la certeza de que estaba solo. Entonces se internó rápidamente por entre los árboles, cruzó el arroyo y se acercó al jardín trasero del número 16 de Hillbrook Lañe. Faltaba poco para la medianoche, pero tuvo suerte: en el camino de entrada no había más que un coche. Lockwood aún trabajaba. Seguro que estaba teniendo unos días —y unas noches— de mucho ajetreo.

Al rodear la finca no vio ningún indicio de que hubiera vigilancia activa o alguna patrulla. Casi toda la casa estaba a oscuras, salvo un leve resplandor en una de las ventanas más altas: probablemente la esposa, que leía en la cama. Habían dejado encendida la luz del porche. Por suerte, el asesor científico del presidente no era acreedor a la protección de los servicios secretos. Aun así, era posible que hubiera alarmas o sensores de movimiento que encendieran las luces, lo típico de las urbanizaciones, aunque moviéndose con suma lentitud pudo minimizar el riesgo de que se disparase alguna. Logró aproximarse al camino de entrada sin ser detectado.

Eligió un escondite en un grupo de tejos que bordeaba el camino, y esperó acuclillado en lo más denso de la sombra. Cabía la posibilidad de que Lockwood se quedara toda la noche trabajando, pero Ford conocía bastante bien sus costumbres para saber que no dormiría en la oficina. Tarde o temprano volvería a casa.

Esperó.

Pasó una hora. Cambió de postura, intentando desentumecer sus piernas. La luz de lo alto de la casa se apagó. Pasó otra hora. Pocos minutos después de las dos vio luces de coche en la calle, y oyó el brusco traqueteo de la puerta automática del garaje al ser activada y empezar a levantarse.

Poco después, por el camino de entrada se deslizaron unos faros, y entró un Toyota Highlander, que pasó de largo. Ford salió de su escondite y se metió corriendo en el garaje, tras el vehículo. Instantes después se abrió la puerta de la izquierda, y bajó un hombre alto.

Ford se levantó y salió de detrás del coche.

Lockwood se volvió con un respingo y lo miró fijamente.

—Pero ¿se puede saber qué…?

Ford sonrió y le tendió la mano. Lockwood se quedó mirándola.

—Me has pegado un susto de órdago. ¿Qué haces tú aquí? Sin perder la sonrisa amistosa, Ford bajó la mano y dio un paso adelante.

—Dile a tu hombre que pare.

—¿De qué hablas? ¿Qué hombre?

En la voz de Lockwood había una entonación que a Ford le pareció sincera.

—El que asesinó a Mark Corso y que esta tarde, en Brooklyn, ha intentado matarnos a mí y a mi ayudante, ha estado pegando tiros en un bar y se ha cargado al dueño. Lo puedes leer en el Times online. Yo diría que era de la Agencia. Buscaba un disco duro.

—Pero Wyman, por Dios, sabes muy bien que yo nunca tendría nada que ver con algo así. Si intentan matarte, no somos nosotros. Más vale que me expliques qué narices has hecho para provocarlo.

Ford miró a Lockwood fijamente. Se le veía perplejo, y agitado. La palabra importante era «veía». Después de ocho años en Washington, cualquiera se volvía un as del engaño.

—Aún estoy investigando el tema.

Lockwood frunció los labios. Dio la impresión de rehacerse.

—Si te persigue alguien, no es la CÍA. No son tan bastos. Además, tú eras uno de los suyos. Podría ser uno de esos acrónimos de la DÍA, claro; algún operativo supersecreto. No responden ante nadie, los muy hijos de puta.

—Se sonrojó.

—Me enteraré inmediatamente, y si son ellos tomaré las medidas oportunas. Pero Wyman, ¿se puede saber qué carajo estás haciendo? Tu misión ya hace tiempo que acabó. Te avisé de que no siguieras removiendo el asunto. Ahora te digo que, si no paras, te meto en la cárcel. ¿Queda claro?

—No, en absoluto. Otra cosa: mi ayudante es una estudiante de veintiún años, sin ninguna culpa en todo este tema.

Lockwood inclinó la cabeza y la movió de un lado a otro.

—Si es uno de los nuestros, te aseguro que me enteraré y montaré un escándalo, aunque yo de ti me plantearía quién podría ser fuera del gobierno.—Y añadió:

—Pero tengo que preguntártelo otra vez: ¿por qué carajo lo haces? Tú no tienes vela en este entierro.

—No lo entenderías. He venido a buscar más información. Quiero que me expliques qué pasa y qué es lo que sabes.

—¿Lo dices en serio? No pienso explicarte nada.

—¿Ni siquiera a cambio de la información que tengo yo?

—¿Cuál?

—El objeto no cayó frente a las costas de Maine. Chocó con una isla.

Lockwood dio un paso adelante y bajó la voz.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado allí. He visto el agujero.

—¿Dónde?

—Es la información que recibirás… a cambio. Lockwood lo miró sin parpadear.

—De acuerdo. Según nuestros físicos, lo que atravesó la Tierra era un trozo de materia extraña, también llamado strangelet.

—¿No era un agujero negro en miniatura?

—No.

—¿Qué narices es eso de «materia extraña»?

—Una forma superdensa de la materia, compuesta totalmente de quarks, y en extremo peligrosa. Yo no lo acabo de entender del todo; si quieres saber más, búscalo. La verdad es que eso es lo único nuevo que tenemos. Bueno, ¿dónde está la isla?

—Se llama Shark. Está en la bahía de Muscongus, a unos trece kilómetros de la costa. Es una isla pequeña y desierta. Encontraréis el cráter en el punto más alto.

Lockwood se dio la vuelta, sacó su maletín del coche y cerró la portezuela. Cuando Ford se disponía a irse, aquel le tendió la mano y cogió la suya por sorpresa.

—Ten cuidado, y no llames la atención. Si me entero de que te persiguen los nuestros, te juro que pararé esa persecución; pero ten en cuenta que podrían no ser nuestros…

Ford se volvió, cruzó la puerta del garaje y se adentró en la oscuridad del parque, atravesando el jardín. Fue hacia el punto del arroyo más poblado de vegetación, lo cruzó y salió al camino. Al encontrar la calle Quebec se irguió, se arregló el traje y se atusó el pelo. Volvía a adoptar la actitud y los movimientos rápidos de un vecino que tomara el fresco. En algún momento se metió en la oscuridad para evitar a un coche patrulla. Después de haber cruzado varias esquinas, llegó al final de la calle donde había aparcado y se quedó a la sombra de una arboleda.

Malas noticias. Al mirar a través de la pantalla de árboles, vio dos coches patrulla con las luces encendidas, uno a cada lado de su vehículo de alquiler. Estaba claro que le estaban tomando la matrícula. ¿Habría llamado Lockwood a la poli? A menos que él lo hubiera dejado aparcado demasiado tiempo: ya hacía mucho que se había terminado la fiesta, y quizá algún paranoico de la urbanización hubiera llamado a la policía. Por desgracia, el Mercedes estaba alquilado con su auténtico nombre. No había tenido más remedio.

Musitando una palabrota, volvió a fundirse con la oscuridad, y un sinuoso recorrido de jardines y parques lo llevó hasta la American University y la parada de autobús de la avenida Massachusetts.